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Siempre que quiero sentirme mejor, me meto en Twitter y leo algunos de los comentarios que se hacen sobre mí. No hay vez en que no me quede claro lo deportivo y ecuánime que es el gran público británico.

Manson, eres un cabrón inútil. Lo mejor que

has hecho nunca es dejar el club.

#Cityencrisis

¿De verdad dejaste tú el club, Manson, o te

dieron la patada, como a todos los

entrenadores soplapollas con sueldos

desorbitados? #Cityencrisis

Nos dejaste tirados, Manson. Si no te hubieras

ido, no tendríamos ahora al mierda de Kolchak

y no iríamos cuartos por la cola. #Cityencrisis

Vuelve a la Corona de Espinas, Scott.

Mourinho lo hizo, ¿por qué tú no? Ya te

hemos perdonado. #Cityencrisis

Negro de mierda, pensarás que lo que dijiste

sobre el Chelsea en @BBCMOTD era

inteligente. Consigues que Colin Murray

parezca bueno.

La mayoría de los comentaristas de

@BBCMOTD son muertos vivientes, pero,

si Darryl Dixon le dispara con la ballesta a

alguno, que sea a ti.

Que hayas salido en la portada de la GQ no

quiere decir que no seas un negro de mierda.

Solo eres un negro de mierda con un traje caro.

Te echamos de menos, Scott. El fútbol es

basura desde que te fuiste. Kolchak no sabe

ni cómo cogérsela. #Cityencrisis

¿Cuándo vas a explicar por qué dejaste el

City, Manson? Que lleves tanto tiempo callado

al respecto le hace daño al club. #Cityencrisis

Tengo cuenta en Twitter porque a mi editor le pareció que me ayudaría a vender más libros en Navidad. Y es que van a publicar una nueva edición en rústica con un capítulo añadido de mi libro acerca de mi corto reinado en el London City. No es que diga gran cosa en él, ya que, en su día, firmé un contrato de confidencialidad con Viktor Sokolnikov, el dueño del club, que me impide explicar por qué me fui del City. En cualquier caso, tuvo mucho que ver con la muerte de Bekim Develi, que es lo poco que puedo decir al respecto. El nuevo capítulo tuvieron que aprobarlo los abogados de Viktor, cómo no. Para ser sinceros, no vale ni el papel en el que está impreso, y eso no lo cambia ni el hecho de que dé pie a miles de tuits.

No me gustan las redes sociales. Creo que nos iría mucho mejor si cada tuit costara cinco peniques y tuvieras que ponerle un sello de correos antes de publicarlo. O algo por el estilo. La opinión de la mayoría de la gente no vale una mierda, incluida la mía. Y eso, teniendo en cuenta solo a la gente razonable. Ni que decir tiene que en Twitter hay muchísimo odio, y que gran parte de este tiene que ver con el fútbol. Y lo cierto es que, hasta cierto punto, no me sorprende. Allá por 1992, cuando el programa de mano de un partido costaba una libra y la entrada, poco más de diez, cabía esperar que la gente fuera más transigente con los asuntos del fútbol. Sin embargo, hoy en día, una entrada para un club de primera línea, como el Manchester United, por ejemplo, cuesta seis o siete veces más, y no puedes recriminar a los aficionados que esperen algo más del equipo. Aunque, a veces, se pasan.

Lo curioso es que, aunque no suelo prestar mucha atención a las cosas bonitas que la gente tuitea sobre mí, me resulta inevitable fijarme en los insultos que me lanzan. Intento no hacerlo, pero la verdad es que me cuesta. En ese aspecto, Twitter es como viajar en avión: no prestas la menor atención mientras todo va bien, pero te resulta inevitable preocuparte cuando las cosas empiezan a torcerse. Es curioso, pero algo en mi fuero interno considera que todos esos tuits desagradables tienen algo de razón. Como este:

Si fueras tan bueno, Manson, ya te habría

fichado otro equipo. De no haber muerto João

Zarco, todavía estarías recogiendo conos.

O este:

En el fondo, siempre supiste que el cargo te

iba demasiado grande. Por eso te la pegaste,

tío mierda. #Cityencrisis

A veces, incluso, lees algún comentario que parece una aportación interesante al fútbol en sí.

Nunca llegaste a entender que la finalidad de

los pases no es mover el balón, sino dar con el

que está desmarcado.

Y puede que este también:

El problema del fútbol británico es que todos

se creen Stanley Matthews. No regatees,

corre con la pelota. Corre para provocar.

Estar en el paro suele ser el estado natural de todo aquel que se considere entrenador de fútbol. Perder el trabajo, o marcharse porque la situación se ha vuelto insostenible, es tan inevitable como marcar algún gol en propia meta por muy buen cuatro que seas. Como dijo Platón: «Son putadas que pasan». Siempre es jodido dejar un equipo de fútbol cuando eres el entrenador, porque, por buenas que sean las posibles recompensas, el riesgo de cagarla también es muy grande. Otro tanto sucede con las inversiones. Cada vez que quedo para comer con mi asesor financiero, este me recuerda los cinco niveles del umbral de riesgo, a saber: reacio, mínimo, cauteloso, abierto y hambriento. Yo me definiría como un inversor cauteloso que se decanta por las opciones seguras que entrañan un nivel de riesgo reducido, aunque tengan un potencial de recompensa limitado. El fútbol, sin embargo, es muy diferente. El fútbol siempre está en el último nivel. Si no tienes hambre de riesgo, es mejor que no te dediques a entrenar. Todo el que dude de mis palabras debería fijarse en el color del pelo de Mourinho o en las caras arrugadas de Arsène Wenger o Manuel Pellegrini. Para ser francos, hasta que no pierdes el empleo no puedes decir que de verdad te has dejado la piel en el intento. Aunque, seamos sinceros, hasta el peor entrenador puede convertirse en un mesías de un día para el otro. Brian Clough es el mejor ejemplo de un entrenador que falló garrafalmente en un equipo pero obtuvo un éxito espectacular en el siguiente. Resulta tentador pensar que el Leeds United podría haber ganado dos Copas de Europa consecutivas de haber seguido confiando en Clough. De hecho, yo estoy convencido de ello.

En cualquier caso, es difícil dejar buscar a un equipo de fútbol. Durante el verano no lo pasé tan mal pero, ahora que ha empezado la temporada, nada me gustaría más que estar en el campo de entrenamiento con un equipo, aunque sea recogiendo los conos. Echo mucho de menos el fútbol. Y lo que más echo de menos es a la gente del London City. A veces, echo tanto de menos al equipo que me siento como si estuviera enfermo. Ahora mismo es como si no fuera capaz de encontrarme como persona. Como si mi vida careciera de significado. Lánguido. Que es una buena palabra para describir lo que se siente cuando eres un entrenador en paro, pues significa que has perdido el vigor y el espíritu; pero también que estás débil y fatigado. Y es justo así como me siento: lánguido. Ahora bien, no uses una palabra así en Match of the Day: seguro que no te vuelven a invitar al programa. No quiero ni imaginar lo que tuitearía la gente si se me ocurriera emplear una palabra así.

Harry Redknapp diría algo así como: «Solo eres entrenador cuando entrenas a alguien». Entonces, cuando no entrenas a nadie y sales de comentarista en MOTD o en A Question of Sport, ¿qué eres? No estoy seguro de que, ahora mismo, sea nada de nada. A mi entender, he aquí otro tuit que lo explica muy bien:

Ahora que has dejado el City, Manson, vas a

darte cuenta de que no eres más que otro de

los muchos soplapollas del mundo del fútbol.

Y tiene razón. No soy sino otro de los muchos soplapollas del mundo del fútbol. Es peor que ser actor y verte obligado a trabajar de camarero porque, en una situación como esa, nadie sabe si, sencillamente, eres un actor que está «de descanso». En cambio, cuando eres un entrenador sin trabajo, parece que todo el puto mundo esté al tanto de ello. Como el tipo que se ha sentado a mi lado esta mañana en el avión a Edimburgo:

—Seguro que no tardará en ficharte otro equipo. —Pretendía animarme—. Cuando a David Moyes lo despidieron del United, yo tenía bien claro que no pasaría mucho tiempo antes de que volviera a entrenar en un buen club. Y a ti va a sucederte lo mismo, ya verás.

—A mí no me despidieron. Lo dejé.

—Cada año pasa lo mismo. El fútbol parece el juego de las sillas musicales. ¿Sabes, Scott? No entiendo cómo la gente no se da cuenta de que un entrenador tarda un tiempo en enmendar el rumbo del equipo cuando las cosas no van bien. Si le das ese tiempo necesario, casi siempre les calla la boca a sus detractores. Nueve de cada diez veces, el entrenador no es más que el cabeza de turco. En el mundo de los negocios pasa lo mismo. Fíjate en Marks & Spencer, por ejemplo. ¿Cuántos directores generales han tenido esos grandes almacenes desde que sir Richard Greenbury lo dejó en 1999?

—Ni idea.

—El problema no es el director general, sino el modelo de negocio. Está claro que la gente no quiere comprar la ropa donde compra los sándwiches. ¿Tengo razón o tengo razón?

Al fijarme en la ropa con la que viajaba mi compañero de asiento, no estuve seguro de qué responder. Con aquel traje marrón y aquella camisa de color rosa asalmonado, el hombre parecía un sándwich de gambas. Sin embargo, asentí con educación y esperé a que me dejara en paz para retomar la lectura del fascinante libro de Roy Keane en mi Kindle. Pero no lo hizo, y bajé del avión maldiciéndome por no haber ido con gorra y gafas, como Ian Wright. No necesito gafas. No me gustan las gorras. Sin embargo, hablar de fútbol con extraños me gusta aún menos. Es mucho mejor tener pinta de gilipollas que pasarte todo el vuelo hablando con uno.

Me resultaba muy extraño estar de nuevo en Edimburgo después de tantos años. Lo normal habría sido que me sintiera cómodo, dado que, al fin y al cabo, era donde había pasado buena parte de mi infancia, pero no fue así. De hecho, no podía sentirme más raro, más fuera de lugar. Lo que hacía que Escocia me pareciera un país extranjero no era solo el pasado. Ni tampoco tenía mucho que ver con el reciente referéndum. Cuando era niño no compartía la aversión que sentían los escoceses por los ingleses. A decir verdad, sigo sin sentirla, máxime si tenemos en cuenta que me he establecido en Londres. No, había algo más que me hacía sentir alejado de ahí, algo mucho más personal. Lo cierto es que, debido al color de mi piel, nunca me habían permitido sentirme como un verdadero escocés. Todos los chicos de mi clase eran niños celtas de ojos verdes con la cara llena de pecas. Yo era medio negro o, como ellos solían llamarme, «mestizo», y por eso me apodaban Rastus. Hasta los profesores de Edimburgo me llamaban así y, aunque nunca dejé entreverlo, me dolía. Mucho. Y siempre me sorprendió que, nada más llegar al colegio en Inglaterra —y por aquel entonces ya no me quedaba ni el más mínimo rastro de acento escocés—, no se les ocurriera apodarme otra cosa que Escocés. No es que en la Escuela para Niños de Northampton no fueran racistas, la cosa es que no lo eran tanto como los escoceses.

Tengo la suerte de contar con un asiento reservado en el consejo de administración de la empresa de mi padre pero, a decir verdad, eso no me impidió salir al mundo real para comprobar de qué iba la vida. En opinión de mi agente, Tempest O’Brien, era importante que me reuniera con la mayor cantidad de equipos posible.

—Scott, tus logros no son lo único que facilitará tu contratación. A la gente le interesa el Manson de la GQ. Eres uno de los hombres más elocuentes e inteligentes que conozco... ¡Dios, he estado a punto de decir «en el mundo del fútbol»! Pero eso no es decir gran cosa, ¿verdad? Además, me parece fundamental que la gente vea que no te has quedado de brazos cruzados y que no estás dedicándote a vivir de lo que ganas como director de Pedila Sports..., que, por lo que dicen los periódicos, es muchísimo. Así que es importante sacar eso de la ecuación. Como los clubes piensen que no necesitas trabajar, intentarán comprarte de saldo. Así que el primer sitio adonde te enviaré es a Edimburgo. El Hibernian necesita entrenador, y nadie tratará de comprarte más barato que un equipo de la Liga escocesa. Sé que tu padre era hincha del Hearts hasta la médula, pero tienes que ir a hablar con ellos porque es un buen punto de partida. Es mejor que cometas errores y vayas mejorando tus capacidades para superar entrevistas allí donde da igual que la cagues que en algún otro club más importante, como el Niza o alguno de los de Shanghái.

—¿Shanghái? Pero ¿qué coño se me ha perdido a mí en Shanghái?

—¿Es que no has visto Skyfall? Me refiero a la peli de Bond. Shanghái es una de las ciudades más futuristas del mundo... ¡y un sitio en el que no saben qué hacer con el dinero! Podría ser muy interesante que trabajaras allí. En especial, como empiecen a comprar clubes de fútbol europeos; que, desde luego, es el rumor que está empezando a extenderse. Los chinos son gente con muchas ganas, Scott, y la cuestión es que no solo cuentan con ganas, sino también con el dinero necesario para darles forma. Cuando los rusos se cansen de ser dueños de clubes de fútbol o cuando por fin el rublo se hunda y tengan que venderlos, ¿quién crees que va a comprárselos? Pues los chinos, claro está. De aquí a veinte años, los chinos serán la primera superpotencia económica y, cuando China gobierne el mundo, Shanghái será su capital. Empezaron a construir un nuevo tranvía en diciembre de 2007, y no tardaron ni dos años en acabarlo. Y ahora, compáralo con el tranvía de Edimburgo. ¿Cuánto tardaron en construirlo, siete años? Se gastaron mil millones de libras en él y todavía están dando por el culo con la puta independencia.

El tranvía, que salía desde el aeropuerto de Edimburgo y que tenía una parada justo enfrente de mi hotel, no funcionaba aquella mañana. Por lo que decían, se debía a una avería eléctrica. Así que tuve que coger el autobús. Empezaba con mal pie. Además, Tempest llevaba razón en otra cosa: los escoceses seguían dando por el culo con la independencia.

Me registré en el hotel Balmoral, comí ostras en el Café Royal, que estaba cerca, y, después, cogí Leith Walk en dirección a Easter Road para ver cómo el Hibs se enfrentaba al Queen of the South. El campo estaba mejor de lo que recordaba, y calculé que habría entre doce y quince mil espectadores, una gran diferencia con el récord de asistencia de sesenta y cinco mil en 1950, cuando el Hibs jugó el derbi local contra el Hearts. Hacía una tarde fría pero bonita, ideal para jugar al fútbol, y, aunque los de casa tuvieron el partido controlado la mayor parte del tiempo, fueron incapaces de materializar sus ocasiones. Paul Hanlon y Scott Allan estuvieron cerca, pero el Hibs solo se llevó un punto contra un equipo al que tendría que haber derrotado con facilidad. El Queen, en cambio, estaba contento por haber arañado un punto en aquel encuentro sin goles que no gustó nada a los hinchas de Edimburgo. Jason Cummings fue el único jugador que me impresionó, gracias a un regate y a un zapatazo que dio desde treinta metros de distancia y que no acabó en la red gracias a que Zander Clark, el portero del Queen, hizo un paradón. En cualquier caso, fue un partidillo de nada y, por lo que había visto, el Hibs, que estaba a más de diez puntos del líder, el Hearts, tampoco iba a llevarse la Liga escocesa aquel año.

Volví al hotel, pedí un té que nadie me subió, me di un baño caliente, eché una cabezadita mientras veía los resultados del fútbol y Strictly For Morons, y, después, fui a un restaurante llamado Ondine, que era donde había quedado con Midge Meiklejohn, uno de los directores del Hibs. Resultó ser un hombre afable de ojos verdes y cabeza grande y llena de pelo rojo. En la solapa de la americana llevaba una insignia del Hibs que servía para recordarme lo antiguo que era el equipo, fundado en 1875. Pero claro, sentirse tan orgulloso de la tradición era uno de los principales problemas de aquel club. Bueno, de cualquier club antiguo, en realidad.

Hablamos de generalidades relativas al fútbol durante un rato y bebimos un excelente sancerre antes de que me preguntara qué me había parecido el partido y, lo que era más importante, el Hibs en concreto.

—Si me lo permite —le dije—, sus problemas no están en el campo, sino en la sala de juntas. ¿Cuántos entrenadores han tenido en los últimos diez años? ¿Siete? Que seguro que hicieron todo lo que estaba en su mano con los recursos con los que contaban. El entrenador que tienen está haciendo un gran trabajo y la cosa no va a mejorar mientras no afronten ustedes el problema real que tienen, que es que los equipos de fútbol son como los periódicos regionales, es decir, que hay demasiados. Los precios suben y los lectores bajan. Hay muchos periódicos que compiten por poquísimos lectores. Y lo mismo pasa con el fútbol. Hay demasiados equipos que no solo compiten los unos contra los otros, sino que además deben enfrentarse a la televisión. ¿Qué entrada han tenido hoy, doce mil? Sin embargo, tienen ustedes jugadores que ganan dos mil o tres mil libras a la semana, puede que más. Deben de gastarse ustedes en salarios dos tercios de la entrada, con lo que el resto se destinará a gastos operativos y el banco. Su negocio se está muriendo. Dedicarse al fútbol en exclusiva ya no es una opción viable para ustedes o, a decir verdad, para casi ningún club de fútbol escocés, excepto, quizá, para un par de ellos.

—¿Adónde quiere ir a parar? ¿Quiere decir que deberíamos rendirnos?

—¡No, ni mucho menos! Ahora bien, tal y como yo lo veo, solo tienen dos alternativas si pretenden sobrevivir como equipo: o hacen lo mismo que algunos clubes suecos, como el Göteborg, en el que la mayoría de los jugadores tienen otros trabajos a tiempo parcial, o bien de pintores o bien de lo que sea; o les queda lo que un filósofo francés llamaba «la solución detestable», aunque se refería a otra cosa. Esta última es una solución muy cabal en lo que a beneficios se refiere, pero hará que los hinchas empiecen a pedir su cabeza, Midge. Bueno, los hinchas y los demás miembros del consejo.

—¿Y cuál es?

—Una fusión. Con el Hearts. Para crear un nuevo club en Edimburgo. Los Wanderers de Edimburgo. El Midlothian United.

—Debe de estar de guasa. Además, no sería la primera vez que se plantea esa idea... y que se rechaza.

—Lo sé. No obstante, eso no quiere decir que no se trate de la solución adecuada. Edimburgo no es Manchester, Midge. Si apenas puede encontrar hinchada para un equipo, imagínese para dos. Utilizan ustedes los activos de uno de los clubes para pagar las deudas y construir un futuro para ambos. Economía básica. El único problema es que a los clanes no suele gustarles la economía y, claro, el Hibs y el Hearts son dos de los clanes más antiguos de Escocia. Pero fíjese, funcionó con el Inverness Cally Thistle. En menos de veinte años, han fusionado dos equipos que se morían y han pasado de la Tercera División a estar segundos en Primera. Los beneficios de una fusión son innegables. Usted lo sabe. Yo lo sé. Incluso ellos lo saben, los hinchas, aunque sea en lo más profundo de su cabeza. El problema es que no piensan con la cabeza, sino con el corazón,* si me disculpa la expresión.

—Ya, pero estos hinchas no son como los demás. Saben muy bien cómo odiar y, lo que es más importante, saben muy bien cómo hacer daño. Lo más probable es que tuviera que pedir escolta policial. O incluso tendría que irme de la ciudad. Todos tendríamos que irnos.

—En ese caso, perdone que parafrasee al soldado Fraser, pero «están ustedes perdidos». Perdidos, se lo aseguro. Y a la mayoría de equipos del norte de Inglaterra les va a pasar lo mismo. La historia y la tradición también los están lastrando. Se debe a esa singularidad llamada Barclays Premier League, una primera división que deforma todo lo que se acerca a ella y que atrae todo el fútbol inglés hacia su masa. A los grandes clubes les va cada vez mejor y los pobres están desapareciendo. ¿Quién querría pagar veinte libras para ver cómo ponen fino al Northampton Town cuando puedes animar al Arsenal sentadito en el sofá de casa? Esa es la física del fútbol, Midge, y no se puede ir contra las leyes del universo.

—Solo es un deporte. Y a nuestros putos hinchas se les suele olvidar eso, que no es más que un deporte.

—Pero, por lo que a ellos respecta, es el único puto deporte que existe.

Volví al hotel a tiempo para ver MOTD, pero apenas me interesó lo que decían porque todos los partidos eran de equipos escoceses. En cualquier caso, y debido al calendario internacional, tampoco había partidos de la Premier, por lo que acabé viendo cómo el Arsenal malgastaba una ventaja de tres goles, tal y como también había hecho hacía poco contra el Anderlecht en la Champions League. Me sorprendió lo poco que lo sentí. La cuestión es que, desde que he empezado a ver el fútbol con los ojos de un aficionado normal y corriente, he aprendido a apreciar algo genuinamente bello del jogo bonito: que saber perder es parte importante de la condición del aficionado. Perder te enseña —por decirlo como lo expresaba Mick Jagger— que no siempre puedes conseguir lo que quieres. Y darse cuenta de ello es muy importante si uno quiere considerarse ser humano; puede que, de hecho, sea lo más importante de todo. Aprender a afrontar la decepción forja el carácter. Rudyard Kipling fue quien mejor lo entendió, diría yo. Siempre es bueno mostrarse ante el triunfo y ante la derrota con la misma sangre fría. Los antiguos griegos sabían la importancia que les daban los dioses a nuestra capacidad para hacer de tripas corazón. Hasta tenían una palabra para describir la ausencia de esa capacidad: arrogancia. Aprender a hacer de tripas corazón, de hecho, es lo que te convierte en una buena persona. Solo los fascistas te dirán lo contrario. Yo, en cambio, prefiero pensar que ese es el verdadero significado de aquellas palabras de Bill Shankly acerca de la vida y la muerte que tan a menudo se citan. Creo que lo que quiso decir en realidad es que el carácter que te inculcan la una y la otra, y la manera en que te pulen son más importantes que ganar o perder. Aunque, claro está, eso no puedes decirlo cuando eres el entrenador de un equipo. En los vestuarios se pueden aplicar muchas filosofías, y puede que esa mierda de que ganar no lo es todo funcione en la pista central de Wimbledon, pero no calará nunca ni en Anfield ni en Old Trafford. Bastante difícil es conseguir que once personas jueguen como una sola, como para que, encima, tengas que convencerlos de que no pasa nada por perder de vez en cuando.

Falso nueve

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