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III

Arte contemporáneo

Las aceras de nuestras ciudades están llenas de vagabundos. Antes había papeles grasientos, periódicos viejos, envoltorios de chicles, prospectos, colillas. Ahora las cosas han cambiado, somos más cuidadosos. Hemos desarrollado una conciencia ecológica. Ya no tiramos sin consideración nuestros desperdicios en las calles. Los clasificamos. Los reciclamos. Por nuestras calles solo se arrastran seres sucios envueltos en múltiples capas de ropas nauseabundas manchadas de vomitonas, orina y excrementos. A veces se mueren. Sobre todo en invierno. Pero no lo bastante. La muerte es parsimoniosa. Abúlica. Parca. Perezosa. Sin embargo, no tiene otra cosa que hacer. La muerte descansa. No la vemos llegar. Se podría pensar que están dormidos porque duermen durante todo el día. Es difícil saberlo. A la muerte le encanta atrapar los rostros de la vida. Esta mañana fui a ver las galerías de arte. La noche había sido fresca y espléndida. Luna llena. Temperaturas polares incluso por la mañana. Una delicia pasear así por la ciudad invernal, con el cuerpo cálidamente envuelto en un grueso abrigo después de haber digerido un desayuno continental compuesto por tostadas con mantequilla, huevos revueltos, café, zumo de naranja, beicon y vitaminas. Había dejado los huevos revueltos a medio comer. El vaho saliendo de la boca como cristales volatilizados desprovistos de materia. Poesía. Belleza. De vez en cuando soy capaz de emocionarme. Algunas personas se habían parado delante de una galería. En semicírculo. En el suelo había un hombre o una mujer, con el rostro azulado, abotargado, la boca hinchada. Todo esto envuelto en una rigidez perfecta. El abrigo estaba enquistado en un fino caparazón de hielo translúcido. Irreal y soberbio. La mano derecha del vagabundo agarraba el cuello de una botella de vino vacía. La izquierda desaparecía entre los pliegues de su traje de lana. Llegó el galerista. Con prisa. Sacó sus llaves para abrir el local sin prestar atención al muerto. Cuánto, le preguntó un aficionado curioso. El galerista miró para él. El hombre le enseñó el cuerpo tirado en el suelo. Doscientos mil. El hombre se quedó pegado. Es caro. Es el precio. Pieza única. El artista. Uno de los más prometedores. Chino. En menos de dos años da el salto a la fama. De acuerdo. Me lo quedo. El hombre saca su tarjeta. Me lo puede enviar a esta dirección. Por supuesto. Hacemos envíos a todo el mundo. El hombre se alejó después de despedirse. El galerista entró en su galería. Abrió el cajón de un escritorio para coger algo. Volvió a salir. En la frente del muerto pegó una etiqueta roja. Un hombre llegó corriendo. Vendido. Vendido. Joder. Nunca tengo suerte. El hombre parecía desolado. Siempre llego tarde. Me siento fatal. Mi mujer se va a enfadar conmigo. Vuelva mañana. Mañana. Mañana. Creo que tendré otro de estos bastante parecido. Puede reservármelo. Sin verlo. Confío en usted. Si insiste. Muchísimas gracias. Hasta mañana. Que tenga un buen día. El hombre se alejó silbando. Casi consigo ser feliz. A veces el espectáculo de poder contemplar a mis contemporáneos alegres me inunda de felicidad.

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