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VI

Juego de mesa

Hemos inventado un juego. Es muy divertido, aunque muy simple. Un niño asimilaría las reglas en pocos segundos. Se puede jugar solo, o con dos, tres, cuatro, cinco, hasta diez jugadores. Aparte de eso, es un poco confuso. El material que se necesita está al alcance de cualquiera: un puente, una autopista, proyectiles. Estos últimos pueden ser piedras, bolsas de basura llenas, bolas de petanca, tablones, animales muertos, simpapeles, carritos de la compra del hipermercado. La lista es infinita y el reglamento, a decir verdad, no excluye a ninguno. Un día Puchot, del Departamento de Mantenimiento, incluso utilizó a uno de nuestros colegas, Dieuleveut, que presentía su despido y tenía tendencias suicidas. Quedamos en un puente. Cada jugador debe estar separado del jugador más próximo por lo menos tres metros, de forma que no le estorbe. Si hay un número de jugadores considerable, el primero que llegue a cinco puntos es el vencedor. Si solo hay dos jugadores, se siguen las reglas del tenis de mesa. Gana quien consiga once puntos con una diferencia de dos tantos. Se consigue un punto cuando el proyectil lanzado por el jugador desde lo alto del puente no solo da a un vehículo sino que también lo pone fuera de juego. Se entiende por fuera de juego cuando se para definitivamente a unos doscientos metros más abajo del puente. A veces, es necesario interrumpir la partida para ir a medir la distancia en caso de litigio entre dos jugadores. Cuando el reglamento todavía era un poco impreciso, tuvimos discusiones interminables sobre el número de puntos que se debían atribuir, dependiendo de si el vehículo era una moto, un coche, un camión o un autobús. Algunos defendían que era mucho más difícil alcanzar a una moto debido a su pequeño tamaño y a su velocidad, y reclamaban dos puntos por moto. Pero otros decían que el tamaño no importaba, y que quizás era más fácil acertar a un peso pesado pero más difícil provocar un impacto suficiente para que este sea definitivamente interceptado en el límite de los doscientos metros más abajo del puente. Yo no opinaba. Me niego a tomar partido. Es agotador. Me gusta mi cobardía. Ella me conforta. En definitiva, y en ausencia de toda consigna federal ya que todavía no existe ninguna federación, hemos zanjado el asunto concluyendo que cada vehículo, sea cuál sea su naturaleza, velocidad, volumen o nacionalidad, vale un punto. Jugamos con frecuencia. En verano. En primavera. Los días de las grandes partidas son fabulosos pero las reglas son un poco engañosas, hay tantos vehículos y circulan tan lentamente que incluso un ciego podría darle a uno y aniquilarlo. Tenemos nuestros campeones, Brognard del Departamento Jurídico y Legros. Ellos son quienes tienen más puntos en el contador y quienes destacan por las proezas más notables. Brognard por destruir un autobús de turistas húngaros con una simple grapadora inservible. Esta, lanzada con una gran habilidad, hizo estallar el parabrisas, obligando al conductor enloquecido a dar un lamentable volantazo hacia la izquierda, que precipitó al autobús contra un pilar del puente. Sentimos el impacto en nuestros estómagos. En cuanto a Legros, pulverizó una moto que circulaba a doscientos diez quilómetros por hora con una vieja fotocopiadora, cuyo tóner solo duraba dos días. Cuando hace un tiempo agradable nuestras esposas se unen a nosotros. Organizamos una competición femenina. Su nivel nunca llega al nuestro. No comprendo por qué. También hacemos una barbacoa. Son buenos momentos. Entre amigos. Al aire libre. Bebemos rosado muy fresco. Esperamos que el profesionalismo, esa detestable gangrena, nunca corrompa nuestra disciplina. Somos aficionados y deseamos seguir siéndolo. Sé que algunos piensan en otros terrenos de juego. Sobre todo puentes sobre vías del tren de alta velocidad, incluso aeropuertos. Yo en eso veo un cambio de rumbo preocupante. Si entramos en esa dinámica, nos arriesgamos a perder la hermosa esencia de los orígenes. Pero la naturaleza humana es así, nunca se conforma con lo que tiene.

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