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¡Invita la casa!
ОглавлениеNonno Ciccio cerró el periódico que estaba leyendo, lo dejó sobre la mesa y con un movimiento de la mano invitó a Peppe a que se acercara.
—¿Qué pasa, papá?
—Siéntate.
Peppe ocupó un lugar al lado del padre.
—Da vueltas despacio, sin llamar la atención.
—¿Es un chiste?
—No, cállate y haz lo que te dije.
—¿Hacia qué lado debo girar la cabeza? —resopló Peppe.
—Hacia tu izquierda. Mira atentamente.
Peppe miró.
—¿Y entonces?
—¿Quién es ese señor bien vestido en el rincón?
—¿El que está en la mesa cerca del pesebre?
—Sí.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Es ya la tercera vez que viene a cenar aquí. Llega siempre a la misma hora, a las nueve en punto, se sienta siempre allí y ordena siempre el mismo plato: pulpo con garbanzos.
—Evidentemente, le gusta.
—No dice ni media palabra —continuó Nonno Ciccio sin prestar atención al comentario del hijo—. Parece que tiene la cabeza en las nubes. Mira el celular, luego se fija en algo bajo el techo, termina de comer, se toma un limoncello, paga agradece y se va.
—¿Y entonces? ¿Es tan raro?
Nonno Ciccio se rascó la barbilla.
—La vez pasada sacó una lupa, la apuntó hacia la mesa para ver algo, se rio a carcajadas y la volvió a guardar en el abrigo.
—¿Una lupa? Papá, hace meses que te lo vengo diciendo: tienes que ir al oculista. Si no quieres ir, hago venir al oculista aquí, con todo el instrumental.
—No digas tonterías. Veo bien, mejor que tú. Era precisamente una lupa lo que tenía en la mano.
—Suponiendo que fuera realmente una lupa, ¿crees que está prohibido usarla?
—No. Pero no es un comportamiento normal. Ese es un tipo misterioso. Ahora voy a hablarle, lo quiero conocer.
—Olvídalo. Puedes resultar molesto.
Nonno Ciccio no lo escuchó; tomó el bastón, se levantó, aferró la silla y la llevó consigo hasta el rincón de la trattoria en el que estaba sentado el sujeto cuya identidad quería descubrir.
Alcanzado el objetivo, preguntó cortésmente:
—¿Le molesta si me siento aquí con usted?
—Por favor.
Nonno Ciccio se sentó y extendió la mano derecha.
—Encantado, soy Vitiello Francesco, el fundador de esta trattoria. Puede llamarme también Nonno Ciccio, si prefiere. Aquel señor gordo allí, el que nos está mirando con una cara igual a la de un monumento a los caídos es mi hijo Peppe, el chef y el responsable, y yo superviso todas las actividades.
—Encantado, Gianni Scapece.
—Disculpas si lo he molestado, pero quería darle la bienvenida a la Parthenope, aunque es ya la tercera vez que viene.
—Gracias. Creo que regresaré porque se come bien y se está bien.
—¿Y ordenará de nuevo el pulpo con garbanzos? Pruebe también los otros platos, no se arrepentirá.
—Lo haré.
—¿Me quitaría una duda, señor Scapece? ¿La otra noche sacó del abrigo una lupa?
—Sí, aquí está —dijo Scapece extrayendo de un bolsillo su fiel instrumento de trabajo.
Nonno Ciccio giró hacia el hijo.
—¿Viste, Peppe? Tiene una lupa de verdad. ¡La visita al oculista la haces tú!
Peppe se sonrojó.
—La llevo siempre conmigo —explicó Scapece—. La compré en Londres cuando era un niño y, desde entonces, no me he separado nunca de ella.
—¿Y por qué la utilizó la vez pasada? ¿Qué estaba mirando sobre la mesa?
—Me pareció ver una hormiga. En cambio, era un fragmento de miga de pan.
—Aquí no verá nunca hormigas —declaró Nonno Ciccio con orgullo—. Nos preocupamos por la higiene.
—No tengo dudas —se escudó Scapece—. Lo mío es un gesto instintivo causado por la deformación profesional.
—¿A qué se dedica?
—Soy inspector de policía.
—¡Qué honor! —se alegró Nono Ciccio, poniendo en gran peligro la estabilidad de su dentadura postiza—. Por casualidad, ¿trabaja en la comisaría que abrieron hace poco aquí enfrente?
—Sí.
Nonno Ciccio volvió a girar hacia Peppe.
—Muchacho, toma una silla y acércate. Tenemos un huésped distinguido.
Braciola se acercó cauto, acompañado por Zorro.
—Debe disculpar a mi padre, es un poco invasivo —dijo acomodándose entre Nonno Ciccio y Scapece.
—No se preocupe, estábamos haciéndonos amigos.
—Peppe, ¿sabes a qué se dedica este buen señor? —preguntó Nonno Ciccio con tono eufórico—. Es inspector de policía. En la comisaría de enfrente.
—¿En serio? Soy Peppe Vitiello y…
El padre lo interrumpe:
—Ya le he dicho quién eres, ahórrate el aliento. Inspector, precisamente ahora estaba leyendo en el periódico un artículo sobre el cadáver que encontraron ayer por la mañana en via Orazio. Una historia horrible.
—Horrible, sí. Horrible y extraña. Estoy ocupándome del caso.
—Uànema, ¿usted está llevando adelante la investigación? ¿Qué ha descubierto? ¿Cuándo atraparán al asesino?
—Papá, la investigación sobre un homicidio es reservada —intervino Peppe—. El inspector no puede decirte lo que ha descubierto.
—¿Por qué no? No voy a contárselo a nadie.
—Todavía no hay una pista concreta —reveló Scapece—. Alrededor del cuerpo de la víctima hemos encontrado varios elementos simbólicos, como si el homicida hubiera querido sugerirnos un móvil. O quizá lo hizo para confundirnos, para despistarnos.
—Ajo, aceite y peperoncino —enumeró Nonno Ciccio—. Si le agregaba también espaguetis, el plato estaba completo.
—Papá, sobre estas cuestiones no se bromea —lo reprendió Peppe.
—Yo sí lo puedo hacer. Con la muerte puedo bromear. Tengo ochenta años; dentro de no mucho tiempo, la conoceré: quiero verle la cara que tiene a esa sinvergüenza. De todos modos, inspector, si necesitara nuestra ayuda, estamos aquí, a su disposición. Sepa cómo es esto: entre una conversación y otra, lo podemos ayudar a tomar el camino correcto. El cerebro no lo tenemos nunca en reposo.
Zorro, acurrucado bajo la mesa, ladró.
—Hermoso animal —observó Scapece.
—Es nuestro guardián de la ley —afirmó Peppe.
—¿Cómo se llama?
—Zorro.
—Como el justiciero enmascarado.
—Sí. Le faltan la espada y el caballo. Se los regalaremos para Navidad.
Zorro sonrió.
—Son simpáticos y hospitalarios —dijo Scapece—. Creo que me convertiré en un cliente fijo.
—Inspector, dado que se llama Scapece, ¿es napolitano? —preguntó Nonno Ciccio.
—De pura cepa.
—¿De qué barrio?
—Soy de aquí, de Mergellina. Mi padre tenía una pescadería en la Torretta, en via Giordano Bruno.
Nonno Ciccio dio un salto.
—¿Cómo? ¿Es usted el hijo de Nicola Scapece?
—Sí.
—¡Madonna! Por muchos años fui a su local a comprar el pescado para la trattoria. ¡Qué buena persona! Y cómo me entristeció cuando la dejó. Era un caballero como pocos.
—Gracias.
—¿Y por qué me da las gracias? Debo yo estar agradecido por haberlo conocido y por haberme sumergido en los recuerdos. No lo puedo creer: el hijo de Nicola Scapece…
Zorro suspiró.
—Discúlpeme, pero ahora debo irme —dijo el inspector—. Mañana tengo un día muy ocupado. La cuenta, por favor.
—Nada de cuenta —replicó Peppe irguiendo la mole de su cuerpo—. Esta noche la casa invita. ¿No es cierto, papá?
—Por supuesto —confirmó Nonno Ciccio—. Necesita descansar, inspector. Y haga cosas positivas. El delito de via Orazio espera un culpable. Y nosotros lo atraparemos.