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La infelicidad

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Los Caruso vivían en via Manzoni, en una mansión de estilo Liberty rodeada de un parque lleno de plantas exóticas. Al ver la fachada, Scapece reflexionó acerca de la riqueza de los propietarios. Ludovico, el padre de Amedeo, era uno de los personajes más polémicos de la alta burguesía napolitana. Titular de una empresa constructora muy conocida en la ciudad en los años noventa, había terminado en la cárcel acusado de haber sobornado a algunos políticos para obtener licitaciones y financiamiento; luego la investigación se había desdibujado y el constructor había terminado con una condena leve.

Al mirar con mayor atención la mansión, el inspector notó signos de decadencia. A lo alto, sobre la cornisa, el yeso estaba resquebrajado y del techo surgían malezas; una de las ventanas de la planta baja tenía el vidrio roto.

A través de la escalera interna con balaustrada de bronce y esculturas inspiradas en el arte clásico, un empelada doméstica escoltó a Scapece hasta arriba.

En un salón lleno de espejos y pinturas, sentado en una butaca al lado de una chimenea en la que ardían troncos gruesos, esperaba Ludovico Caruso. Vestía un traje beige con chaleco. En sus ojos había irritación.

La conversación no fue cordial. El emprendedor estaba más preocupado por el deshonor con que el delito había cubierto a su familia que por el brutal asesinato de Amedeo.

—Arreste al asesino lo antes posible —ordenó—. Así se silenciará este asunto y podremos volver a la normalidad. No me gusta estar bajo los reflectores de la prensa. Mi empresa puede sufrir un impacto negativo.

—Estamos esforzándonos —dijo fríamente Scapece, fastidiado por el cinismo de Caruso—. Pero para llegar a capturar al culpable, debemos primero encontrar un móvil. Para usted, ¿cuál podría ser?

—A ustedes les corresponde descubrirlo —respondió con tono irritado.

—Su ayuda podría sernos útil. ¿Amedeo tenía amigos? ¿Alguien lo odiaba?

—Sé poco o nada acerca de la vida que llevaba mi hijo.

—¿Tenía trabajo?

—¡No hacía una mierda! —explotó Caruso—. Vivía de rentas. Una renta no adquirida con su esfuerzo, sino regalada por mí. El dinero para vivir se lo daba yo. Y él lo despilfarraba para satisfacer sus vicios.

—¿Qué vicios?

—Mujeres, autos, pendejadas varias.

—¿Y además?

—¿Además qué?

—¿También alcohol y drogas?

Caruso se puso tenso.

—¿Está tratando de hacer pasar a Amedeo por un delincuente? El delincuente es el que lo mató, no él.

—Estoy buscando la verdad —declaró Scapece.

—¿Sabe cuál es la verdad, inspector? La verdad es que mi hijo era un imbécil. Y se lo eché en cara muchas veces, amenazándolo con repudiarlo y cortarle el suministro financiero.

—¿Lo hizo?

—No y todavía me arrepiento porque quizá la disciplina fuerte lo podría haber enderezado. No lo hice por culpa de Viviana, mi esposa, que se metió en el medio y me convenció de continuar manteniéndolo.

—¿Su esposa está en la casa?

—No. Ayer la mandé a Sorrento, a la casa de un hermano suyo. Viviana tiene casi setenta años, como yo, y sufre del corazón. La noticia de la muerte de Amedeo ha empeorado su estado de salud.

—Lo siento.

—¿Tienen otros hijos?

—Sí, otro varón, Andrea, que es más grande que Amedeo y tomó un camino diferente. Vive y trabaja en Milán, donde dirige una sociedad financiera ligada a mi empresa.

—Antes de mudarse a via Orazio, ¿Amedeo vivía en esta casa?

—Sí.

—¿Por qué decidió irse a vivir solo?

—Aquí se sentía controlado y no podía hacer sus pendejadas tranquilo.

—¿El dinero de los alquileres de via Orazio se lo quedaba todo él?

—Todo. Siete mil euros por mes.

—¿Alguna vez venía a visitarlo?

—Poco.

—¿Pasó por aquí en el último tiempo?

Caruso bajó el tono de vos.

—Hace unos diez días.

El inspector entendió que había pulsado una tecla dolorosa y profundizó el golpe:

—¿Qué sucedió entre ustedes dos esa vez?

El empresario se levantó, tomó una pipa del estante sobre la chimenea, la llenó con un puñado de tabaco, lo prensó con el retacador en el interior del hornillo y con un encendedor comenzó la combustión. Luego de tres bocanadas, estuvo listo para responder.

—Tuvimos un encuentro duro, me confesó que estaba en bancarrota y me pidió dinero.

—¿Cuánto dinero?

—Treinta mil.

—¿Y se lo dio?

—No.

—¿Le dijo para qué necesitaba esa suma?

—Inventó excusas poco plausibles.

—Por casualidad, ¿le dijo que había caído en manos de prestamistas?

—No.

—¿Cómo terminó el encuentro entre ustedes?

—Lo agarré a las trompadas y eché de casa.

—¿Y él cómo reaccionó?

Con un movimiento de irritación, Caruso arrojó la pipa entre las llamas de la chimenea:

—Me amenazó con regresar aquí con una pistola para matarme.

Scapece dejó la villa con una fuerte sensación de malestar encima. Durante la conversación con el empresario había experimentado indignación, rabia, tristeza. A pesar de su poderío económico, los Caruso vivían en la infelicidad.

Más allá de los motivos que lo habían llevado a la muerte, Amedeo había permanecido precisamente aprisionado en esa infelicidad. Y en la ausencia de los afectos. El asesino había aprovechado su aislamiento. ¿Quién podía ser? ¿Cuál era su rostro, su identidad? ¿Era un prestamista con el que el joven había contraído deudas? ¿Alguien que había participado de la pelea en la discoteca pub de Vomero? ¿Una de sus amantes ocasionales? ¿O un loco?

“El padre no me preguntó cuándo podrá recuperar el cuerpo del hijo —se dijo el inspector—. Si pienso demasiado en esta historia, me angustio. Esperemos que los Vitiello me hagan recuperar el buen humor.”

El asesino en su salsa

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