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Con lentitud y despreocupación

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En el corazón de Mergellina, en el centro de la plaza dedicada a Jacopo Sannazaro, el poeta humanista de La Arcadia, hay un símbolo mágico de Nápoles: la Fontana della Sirena. Un estanque circular del que emerge una roca atravesada por un grupo escultórico de figuras alegóricas. En la base aparecen plantas acuáticas y cuatro animales: un león marino, una tortuga, un caballo galopante y un delfín. En lo alto está Parthenope, con el pecho desnudo y una sonrisa apenas esbozada, una lira en la mano derecha, la cola de pez enrollada en los flancos y el brazo izquierdo elevado, como si quisiera abrazar a la ciudad entera.

Los balcones del departamento en que vivía Gianni Scapece, en el cuarto piso de un edificio de comienzos del siglo XX, ubicado en la esquina entre la plaza y viale Gramsci, daban justo al monumento. Para el inspector, era un rito comenzar la jornada saludando a Parthenope. Apenas despierto, miraba hacia abajo y el instinto orientaba su mirada en dirección a la seductora sirena. Desde su regreso a Nápoles, durante los pasados dos meses, lo había hecho todas las mañana.

La habitación era la misma en la que había pasado la infancia, la adolescencia y parte de la juventud; la casa de sus padres, desaparecidos con pocos meses de distancia uno del otro, hacía cuatro años. Primero había muerto su padre Nicola, el vendedor de pescados de la Torretta, amigo de Nonno Ciccio; luego su madre Maddalena, que no había soportado el dolor de la pérdida del marido, al que estaba ligada por un amor indisoluble.

Luego del segundo funeral, Scapece había cerrado el departamento y no había querido ponerlo a la venta ni alquilarlo. Allí había demasiados recuerdos, nadie debía profanarlos.

El inspector era hijo único, como Peppe Vitiello. Pero, a diferencia de Braciola, no había querido continuar con el camino paterno, no se había casado nunca y no tenía hijos. De niño había ayudado al padre en la pescadería; a continuación, la sed de conocimiento y la voluntad de someter a la justicia a las personas culpables de delitos lo habían llevado hacia otros lugares. Cuando ya era policía, se había graduado en Ciencias Criminológicas. Roma era la última ciudad en la que había trabajado antes de regresar a Nápoles. Para trasladar de la capital los libros de su biblioteca personal, había tenido que alquilar un flete. Policiales, noir, detectivescos, thriller, fantasy, ensayos históricos, tratados de psicología criminal e investigativa: cada misterio y delito lo atraía y fascinaba. No le gustaban los libros en formato digital; quería sentir el contacto con el papel, el olor de la tinta en la nariz, la consistencia de las páginas en las yemas de los dedos.

También para la música era vintage: tenía muchos discos en vinilo, sobre todo de jazz y blues, que escuchaba en un viejo tocadiscos encastrado en un mueble de palo santo.

Puso en la bandeja el álbum Like Someone in Love, de Art Blakey y, al son de “Noise in the Attic”, fue a darse una ducha. Mientras el agua corría por su cuerpo, volvió a pensar en un detalle que la señora Ruggiero le había revelado sobre la víctima de via Orazio: “Las mujeres le gustaban y él les gustaba a las mujeres”.

También a Scapece le gustaban las mujeres, en calidad y abundancia. Y su atención por el universo femenino era recíproca en igual medida. Los cuarenta años bien llevados, los cabellos negros grises en las sienes y peinados hacia atrás, los ojos grises, las cejas espesas, las mandíbulas angulosas y un físico musculoso no lo hacían pasar inadvertido.

A la belleza del macho latino asociaba una elegancia sobria y un estilo impecable de comportamiento; cuando las duras circunstancias de la vida lo requerían, sabía ser tenaz, fuerte, a veces inflexible; en los casos opuestos, exhibía una ternura plácida.

La necesidad de experimentar nuevas experiencias le había impedido siempre entablar relaciones estables: sus historias, tormentosas, no habían durado nunca más de un año. En cuanto veía despuntar en el horizonte el espectro de la rutina, cortaba de raíz la relación en curso y desaparecía. Las jaulas afectivas lo inquietaban.

Quien lo conocía bien sabía que era un ser tranquilo, uno que disfruta y está enamorado de su independencia. Para Gianni Scapece, la vida se afrontaba con lentitud y despreocupación, sin demasiadas complicaciones. “De hacerme difícil la existencia ya se encargan los asesinos y delincuentes”, se recordaba a sí mismo.

Al salir del baño, apagó el tocadiscos y le echó una mirada a una Crassula capitella que había adquirido dos días atrás en un negocio de flores. Acarició con los dedos las hojas rojizas y admiró las formas, que recordaban la geometría de las pagodas japonesas. Las plantas suculentas eran su otra pasión. En su casa tenía una veintena, todas de especies diferentes. Y a todas las cuidaba obsesivamente.

Con el smartphone consultó algunos sitios que habían publicado, con abundancia de detalles y alguna conjetura fantasiosa, crónicas y comentarios sobre el homicidio de via Orazio. Los títulos venían al caso: “El delito de la Inmaculada”, “Un crimen picante”, “Asesinato al peperoncino”.

Volvió al baño para afeitarse, luego se puso vestimenta casual, metió la lupa en un bolsillo del abrigo y puso a salvo la pistola reglamentaria en una pequeña caja fuerte oculta detrás de un cuadro. Incluso cuando estaba de servicio prefería no llevarla consigo, la sentía como un peso, como una expresión de violencia.

Poco antes de las ocho salió del edificio y en un bar de la plaza tomó un café y un pasticcino de crema y cereza.

—Inspector, ¿qué se dice? —le preguntó uno de los muchachos del mostrador—. ¿Lo atraparemos a este criminal?

—Claro que lo atraparemos.

—Dado que ha utilizado el ajo, el aceite y el peperoncino, para este canalla no se necesitaría una orden de captura sino una orden de cocina.

—Lo propondré a mis superiores.

Fuera del bar, Scapece encendió un Rothmans, uno de los tres o cuatro que fumaba por día, y se dirigió hacia via Mergellina. Era domingo, había pocos autos circulando; Nápoles descansaba. La comisaría estaba apenas a doscientos metros. Para la ciudad, el inspector utilizaba su scooter personal solo si debía recorrer trayectos largos.

Cuando pasó frente a la entrada de la Galleria Laziale, no se dio cuenta de que alguien, a escondidas, lo estaba observando.

El asesino en su salsa

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