Читать книгу El asesino en su salsa - Pino Imperatore - Страница 15

8
Visita a domicilio

Оглавление

Via Orazio 190. El edificio de tres pisos en el que había sucedido el homicidio. Un edificio moderno, panorámico, con amplios espacios verdes bien cuidados en la parte exterior.

Scapece se detuvo en el vestíbulo.

El portero fue a su encuentro.

—Buen día, inspector. Ayer por la mañana no tuve modo de presentarme: me llamo Pasquale Fabozzi, soy encargado de la vigilancia del edificio. He avisado a todos los inquilinos, lo están esperando.

El inspector emprendió el primer tramo de escaleras: el edificio no tenía ascensor. Llegado al rellano del último piso, miró hacia la izquierda, a la casa en la que había sido asesinado Amedeo Caruso. Sobre la puerta, enmarcado por cuatro tiras de cinta adhesiva, una hoja registrada bajo Jefatura de Policía de Nápoles rezaba en el centro lo siguiente: “Inmueble bajo secuestro penal”.

Al lado de la puerta, a la derecha, una placa, dos apellidos: Mancini y Garofalo. Scapece tocó el timbre. Le abrió un anciano, alto, de aspecto distinguido.

—Inspector Scapece, de la comisaría de policía de Mergellina.

—Encantado, Mancini. Por favor, entre, adelante.

El hombre acompañó al inspector a una salita y se dirigió al corredor.

—Voy a llamar a mi esposa.

La habitación, adornada con muebles de madera oscura, era muy luminosa. Desde una ventana se veía el mar.

Al saludar a Scapece, la esposa de Mancini manifestó agitación y cansancio. Tenía ojeras y un ligero temblor en una mano.

—Esto no es un interrogatorio —puntualizó el inspector—. Es tan solo una charla informal. Estoy reuniendo elementos útiles para la investigación. Ustedes son los vecinos más cercanos de la víctima. ¿Conocían a Caruso? ¿Notaron algún hecho fuera de lo normal que pudiera relacionarse con él? Díganme lo que consideren más apropiado, con plena libertad.

—Mi mujer y yo estamos conmocionados —comenzó a hablar Mancini—. En este edificio nunca ha sucedido nada extraño. Vivimos aquí desde hace más de veinte años. Entre nosotros los inquilinos nunca ha habido una pelea, una discusión. A Amedeo lo conocíamos, pero no lo frecuentábamos. Vino a vivir aquí hace tres años. Lo veíamos poco. Algunos meses nos pasó de cruzarlo solo una vez, cuando venía a retirar el dinero del alquiler.

—¿Era el propietario de este departamento?

—Los propietarios son sus padres. El edificio lo hizo construir su padre en los años sesenta. Pero en los últimos tres años, el alquiler lo venía a buscar él. Aquí somos todos inquilinos. Los Caruso no quisieron vender nunca.

—Mi marido y yo hemos hecho varias veces una oferta por la adquisición del departamento, pero ellos siempre se negaron —agregó la señora Garofalo—. Pagamos una cifra bastante elevada, como los otros inquilinos, y a veces nos ha dado ganas de mudarnos. Luego lo hemos vuelto a considerar, porque estamos encariñados con este lugar. Via Orazio es una zona tranquila, lejos del caos de la ciudad. Pero quizá ahora volvemos a discutirlo. Hace dos noches que no duermo pensando en lo que sucedió. Amedeo era un muchacho educado, de buenos modales. Es verdad que en su casa había mucho ir y venir. Pero no tenemos derecho a juzgar; cada uno elige hacer la vida que quiere.

—¿Qué tipo de ir y venir, señora?

—Mujeres, inspector. Muchas mujeres.

—¿Y también en la noche entre el jueves y el viernes Caruso recibió una mujer?

—Sobre esto puedo informarle yo —intervino Mancini—. Era más o menos la una de la mañana y yo estaba leyendo un libro en mi estudio, que da a la calle. Estoy acostumbrado a quedarme hasta tarde, tengo una edad en la que me bastan pocas horas de reposo. Escuché detenerse un auto frente al edificio, con una frenada brusca. Miré por la ventana y escuché voces. Después de un rato, se abrió la puerta del lado del pasajero y descendió Amedeo. Dijo algo a quien estaba conduciendo y tambaleándose se dirigió hacia la casa. El auto arrancó y se fue.

—¿Estaba borracho?

—Seguramente.

—¿Qué tipo de auto era?

—Deportivo. No quisiera equivocarme, pero creo que era un BMW.

—¿Lo había visto antes?

—Hace algunas semanas. Pero en aquella ocasión, Amedeo salió del auto con una muchacha.

—En cambio, la otra noche, entró solo a la casa.

—Sí. Lo escuché llegar al palier, y abrir y cerrar la puerta. Luego nada más.

—¿Ningún ruido? ¿Ninguna voz?

—No, inspector. Poco después fui a la cama con mi esposa y me dormí.

—¿Viven solos?

—Sí. Somos jubilados. Tenemos una hija casada que vive en las afueras de Nápoles.

—Les agradezco la disposición —concluyó Scapece—. Si les viene a la mente algún detalle, búsquenme en la comisaría.

La pareja que vivía en el departamento de abajo estaba compuesta por dos abogados de unos cuarenta años, Massimo Orlando y Giuliana Ranieri. Él penalista, ella abogada civil. Trabajaban en uno de los estudios jurídicos más famoso de Nápoles y tenían dos hijos, ambos pequeños.

—Un niño de diez años y una niña de ocho —precisó la señora Ranieri—. Intuyeron que en el piso de arriba pasó algo grave, pero preferimos no decirles la verdad.

—Se habrían asustado —agregó el marido.

Scapece estuvo de acuerdo.

—Tomaron una buena decisión. Es mejor tener a los niños alejados de ciertas cosas. ¿Ahora dónde están?

—En casa de mis padres —respondió la mujer.

—¿Qué piensan de este asesinato?

—Es una locura —intervino Orlando.

—¿Por qué dice que es una locura? ¿Piensa que es obra de un desquiciado?

—No sabría… —dudó el abogado—. Habría que preguntarle a un psiquiatra. En mi carrera me he ocupado de algunos casos de homicidio y nunca vi algo con estas características. No me gustaría estar en sus zapatos, inspector. Creo que la solución es compleja. O quizá más simple de lo que creemos.

—¿Qué quiere decir?

—La forma en que se ha “montado”, perdóneme el término, el cadáver hace pensar en un asesino seguro de sí, que se ha querido jactar de algo. Es como si hubiera dicho: “Miren de lo que soy capaz; ahora demuéstrenme cuán listos son para descubrirme”. Sin embargo, una excesiva seguridad lleva a cometer errores. El delito perfecto, como usted bien sabe, no existe. Me parece que la clave del enigma se esconde en la vida privada de Amedeo.

—¿Qué tipo de relación tenían con él?

—Prácticamente ninguno. De día nunca lo veíamos. De noche regresaba tarde.

—¿El jueves lo vieron?

—No —respondió Giuliana—. A las nueve y media mi marido y yo regresamos juntos del estudio. Los niños estaban con la baby-sitter. La despachamos, llevamos a los niños a la cama, luego una cena ligera, un poco de televisión y también nos acostamos. El viernes nos despertamos con los gritos de la señora de la limpieza que descubrió el cadáver y llamamos a la policía.

—Sin embargo, hay un hecho sobre el que mi mujer y yo venimos reflexionando desde ayer. Después que el portero del edificio nos avisó que usted, inspector, vendría en vernos —dijo el abogado Orlando—. En noviembre, cuando Amedeo vino a cobrar el alquiler, se quedó charlando con nosotros más de lo habitual. Las otras veces, entraba, tomaba nuestro dinero del alquiler, nos firmaba el recibo y desaparecía. En cambio, el mes pasado, fue más allá de las formalidades y sin motivo me preguntó mi parecer sobre un asunto específico.

Scapece paró las antenas.

—¿Qué asunto?

—La usura. De buenas a primeras, me preguntó si alguna vez me había pasado de participar, como letrado, en procesos por el delito de usura y cuáles serían las penas aplicables a los tiburones, o sea, a los prestamistas.

—Sí, utilizó precisamente esa palabra: tiburones —confirmó al señora Ranieri.

El inspector frunció el ceño.

—¿Les dio la sensación de que estaba metido en un negocio de usura?

Orlando estiró los brazos.

—¿Quién puede saberlo, inspector? Preguntó indiferente, como si no tuviera que ver con él. Si estaba actuando, interpretó su parte de manera muy natural.

De un tono muy diferente fue el encuentro del inspector con la inquilina del otro departamento del segundo piso, una rubia treintañera que abrió la puerta con una puesta en escena tan perturbadora como para hacer entrar en crisis el aparato hormonal de Scapece: baby-doll transparente en tul negro con bordes de seda; corpiño y culotte en encaje rojo¸ pantuflas del mismo color, con taco aguja y pompón de piel, un resplandeciente brillo labial en la boca.

—¿La señora Mazza? —tartamudeó el inspector.

—Aquí para servirlo —dijo la mujer con voz sensual—. Usted es el inspector Scapece, presumo.

—Sí, soy yo. ¿Quiere que pase más tarde?

—No, por favor. Lo estaba esperando.

Siguiendo el movimiento armónico de los glúteos de la señora, Scapece entró en el departamento en el que había un dulce perfume a jazmines. Oculto en alguna parte, del estéreo salía una música ambient.

La mujer lo hizo sentar en el sillón del living, puso su trasero sobre el brazo de una butaca y con una mano se tiró para atrás un mechón de cabello.

—Llámeme simplemente Viola —dijo cruzando las piernas—. Es mi nombre.

—Como guste —accedió el inspector, esforzándose por mantener una compostura profesional—. ¿Es usted casada?

—Sí, pero me estoy separando. Mi marido no vive más conmigo.

—¿Sabe por qué he venido?

La mujer hizo una mueca de disgusto.

—Por el homicidio de Amedeo. Qué muerte horrible. Era un muchacho lindo. Musculoso, bien dispuesto, cortés. Cuando me casé y vine a vivir aquí, lo noté en seguida.

—¿Tuvo oportunidad de frecuentarlo? —la provocó Scapece.

—Bueh, me hubiera encantado, era un tipo interesante —confesó Viola—. Pero más allá de alguna charla de escalera, evité todo contacto, porque mi marido era muy celoso. Qué puedo hacer. No me resisto a los encantos varoniles. Y también usted, querido inspector, me disculpe, encanto varonil tiene bastante. ¿Quiere algo para beber?

Scapece esquivó la provocación.

—No, gracias. ¿Hace cuánto que vive aquí?

—Dos años y medio.

—¿Tiene hijos?

—No. Mi marido y yo hubiéramos querido tener, pero no se dio. Mejor así, prefiero sentirme libre.

Para subrayar la declaración, la señora se acarició una teta.

—Sobre gustos…. —improvisó Scapece abriendo el cierre del abrigo para hacerle tomar aire al tórax acalorado.

Viola Mazza balanceó la pierna cruzada y la pantufla que tenía en el pie se le salió, junto al pompón.

—Uy —se sorprendió la señora y se inclinó para recogerla, colocando su trasero a medio metro de la nariz del inspector.

Scapece escuchó voces en la cabeza. En principio, la de un espíritu bueno: “Tranquilo, tranquilo, tranquilo, recuerda que estás en servicio”. Luego la de un espíritu maligno: “Esta es realmente una puta, aprovecha y estira una mano”.

El espíritu maligno estaba por llevar la delantera sobre la mismísima mano, cuando el inspector escuchó a sus espaldas otra voz. Real, enérgica y femenina.

—Viola, ¿qué estás haciendo?

Scapece y la Mazza se dieron vuelta.

Una mujer con los cabellos largos, color pantera. Llevaba puesto un taparrabos. Sus pechos eran enormes. “Seguramente, operados”, sentenció el espíritu bueno. “¿A quién le importa?”, afirmó el maligno.

—Se me salió una pantufla —aclaró la señora Mazza.

—¿Tienes todavía para mucho tiempo?

—Unos pocos minutos.

—Apúrate, te espera en el cuarto —la intimó la panterona. Y sin dignarse a mirar a Scapece, desapareció.

—Es Loredana, una querida amiga —explicó Viola—. Tiene un carácter un poco vivaz, pero no es mala. Estábamos trabajando en algo juntas, por eso se puso nerviosa.

Scapece no osó preguntar qué y cortó por lo sano:

—No le robo más tiempo, señora. Hagamos así: si tuviera algo interesante para decirme sobre el homicidio de Caruso, me contacta.

—¿Dónde?

—En la comisaría de policía de Mergellina.

“Dale tu número de celular”, dijo el espíritu maligno.

“No se lo des y vete”, reprendió el espíritu bueno.

—Mejor hagamos así —propuso el inspector a la señora—: me llama ahora a mi celular, así me grabo su número y usted graba el mío.

“¡Bravo!”, se alegró el espíritu maligno.

—Sí, sí, sí —chilló Viola.

Scapece y Viola se llamaron y se registraron.

La mujer se despidió con un cálido apretón de manos y una promesa:

—Nos hablamos pronto, mi intrigante inspector.

Antes de continuar con su recorrido, Scapece salió al jardincito del edificio a respirar un poco de aire fresco. Mientras sus pensamientos vagaban entre encajes, brillos labiales y pieles, el portero lo alcanzó.

—Inspector, ¿cómo está? ¿Consiguió sacar alguna araña del agujero?

Sin saber si interpretar la pregunta como una alusión al encuentro con la señora Viola y su amiga panterona, Scapece fue impreciso:

—Fueron charlas fructíferas.

—Aquí son todas personas respetables, reservadas, que apenas se conocen. Cada una se ocupa de sus asuntos.

“Por esto, como ha declarado Mancini, entre los inquilinos nunca ha habido una pelea —reflexionó Scapece—. Se ignoran unos a otros.”

—Todos están conmocionados por la tragedia —continuó el encargado—. Yo mismo todavía no consigo entenderlo. Amedeo, hay que reconocerlo, tenía la capa a vuoto a perdere, pero nadie imaginaba algo espeluznante como lo que ha sucedido.

—¿Qué significa la capa a vuoto a perdere?

—Que era un joven un poco errático. Le gustaba despilfarrar dinero y darse la buena vida. Utilizaba el dinero de los alquileres y otras bonificaciones que le venían de su padre. Por Dios, no quiero decir que andaba en alguna red de mala vida, eso no, no era realmente el tipo, salía a por restaurantes, viajaba, estaba inscripto en un gimnasio, era mujeriego.

—¿Consumía alcohol, drogas?

—Drogas, no sé. En cuanto a beber, sí, bebía, y bastante, por cierto. Una vez volvió tan ebrio que no consiguió meter la llave en el portón de entrada. Me llamó por el portero eléctrico, le abrí, luego tuve que acompañarlo arriba porque solo no se las podía arreglar. Mientras subíamos las escaleras, vomitó.

—Uno de los inquilinos me contó que la otra noche regresó alrededor de la una; lo trajo el auto de alguien.

—Sí, tengo el sueño ligero, presté atención. Sin embargo, no me levanté para mirar. Ya estaba acostumbrado a escucharlo regresar tarde.

—¿Alguna vez lo vio discutir o pelearse con alguien?

—No, nunca.

Scapece levantó la mirada hacia los balcones del edificio.

—Me falta el primer piso. ¿Quién vive allí?

—En el primer piso estoy yo, que vivo solo —respondió el encargado—. Y luego está Guido Pappalepore. Es un excapitán de barco de la Marina militar. Inspector, si yo fuera usted, evitaría ir a hablarle.

—¿Por qué?

El hombre hizo girar el índice junto a la sien.

—Está un poco loco. No está bien de la cabeza. Le hará perder mucho tiempo. Para él existen solo el mar y los barcos. Hace años su esposa se largó y se fue a esconder sabe uno a dónde. Ni siquiera el programa Chi l’ha visto? consiguió encontrarla.

El encargado tenía razón. Pappalepore embarcó a Scapece en el barco de vapor de sus divagues mentales y lo obligó a hacer un viaje en la historia de la navegación: de las embarcaciones vikingas a los trasatlánticos, de las carabelas de Colón a los acorzados lanzamisiles de la Segunda Guerra Mundial.

El excapitán lo retuvo por más de una hora, mostrándole decenas de modelos de navíos que tenía desparramados por toda la casa. Sobre estantes, mesitas, columnas de mármol, escritorios, incluso sobre las mesitas de luz del cuarto.

El inspector aprendió las diferencias entre galeras y galeones, corbetas y fragatas, y supo —detalle importante para el aumento de sus conocimientos históricos— cuántas pérdidas sufrió la flota otomana durante la batalla de Lepanto.

Para ver en detalle las reproducciones en miniatura de las legendarias embarcaciones Victory y Santísima Trinidad, Scapece desenfundó su lupa. Nunca debería haberlo hecho. Pappalepore interpretó el gesto como un vivo interés por el tema y se lanzó a una erudita disquisición sobre las excepcionales capacidades militares de Horace Nelson y de Baltasar Hidalgo de Cisneros, que combatieron mar adentro en la batalla de Trafalgar y citó con mucha admiración las palabras que el almirante británico le dijo a un capitán suyo antes de morir: Kiss me, Hardy!

Varias veces el inspector intentó desviar el rumbo de la conversación hacia el homicidio de Caruso, pero Pappalepore, atrapado y fascinado por la oportunidad de poder compartir la propia pasión, no prestó atención a las exhortaciones del inspector. Solo en un momento se le escapó un juicio sobre el coinquilino asesinado: “Era un jovenzuelo cobarde, merecía tener el fin que tuvo”.

—¿Por qué? —preguntó Scapece.

—Todas las veces que me lo crucé, nunca me devolvió el saludo militar.

El inspector entendió que no había esperanzas y decidió despedirse.

Pappalepore le agradeció la visita regalándole una pequeña piragua polinesia.

—Así juega con su hijo.

—Capitán, no tengo hijos.

—Los tendrá.

En el vestíbulo, el encargado estaba al acecho.

—¿Cómo le fue, inspector?

—Me hizo sufrir el mal de mar.

—Se lo advertí.

—Tenga, señor Fabozzi, se la regalo —le dijo Scapece colocándole entre las manos la piragua—. Para que haga jugar a sus nietos.

En la calle, el inspector llamó por teléfono a Improta.

—¿Buenas noticias, Gianni? —preguntó el comisario.

—La personalidad y el comportamiento de la víctima me resultan más claros. También tuve un encuentro cuasi erótico y a continuación aprendí interesantes nociones de náutica.

—¿Qué?

—Después le cuento.

—Me contactaron los colegas de la Jefatura de Policía: Amedeo Caruso tenía la patente suspendida porque hace dos meses lo encontraron conduciendo en estado de ebriedad. En octubre, además, estuvo involucrado en una pelea en un establecimiento en Vomero.

—Una conducta coherente con su estilo de vida. Más tarde visitaré a los padres. Y trataré de ir más a fondo.

El inspector hizo una segunda llamada a la trattoria Parthenope.

Le respondió Braciola.

—Amable Inspector, ¿cómo está?

—Muy bien, Peppe. Por favor, ¿podría reservarme una mesa para hoy a la noche? Vuelvo a visitarlos.

—¿El rinconcito de siempre?

—Sí.

—Pero nada de pulpo con garbanzos. Esta noche le hago probar un magnífico bacalao al horno con papas. ¿Alguna objeción?

—Ninguna.

El asesino en su salsa

Подняться наверх