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El cadáver en sartén

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El cuerpo completamente desnudo estaba extendido sobre la cama boca abajo con los brazos y las piernas abiertas, un gran cuchillo clavado en la espalda y un racimo de peperoncini sobre el trasero. La cabeza reclinada a un lado, presentaba dos heridas profundas en la zona parietal. Entre los genitales y las sábanas había una sartén metida llena de aceite y dientes de ajo.

Sin obstaculizar el trabajo del médico forense y de los técnicos de la policía científica, el inspector en jefe Gianni Scapece dio vueltas varios minutos alrededor del cadáver para observarlo desde todos los ángulos. Se movió sin prisa. Escrutó todo con la máxima atención, estudió el ambiente, trató de captar un detalle tras otro.

Cuando intervenía en la escena de un delito, actuaba con calma y método. Y reflexionaba.

“Masculino, edad entre los treinta y treinta y cinco años, físico atlético —pensó para sí—. Habitación decorada con gusto, en estilo moderno. En la habitación y en el resto del apartamento no parece haber signos de lucha. La puerta de entrada no fue forzada. La sangre está presente en la espalda, sobre la cama, alrededor de las heridas en la cabeza y en una camiseta en el piso. Por tierra, al lado de la camiseta, un par de bóxers. La posición del cuerpo, la sartén llena de ajo y aceite y los peperoncini hacen pensar en un ritual. Una auténtica puesta en escena. Muy macabra. El asesino ha querido dejar un mensaje. Sí, pero ¿cuál?”.

Para captar otros detalles, Scapece se acercó a la cama y observó el cadáver con una gran lupa que llevaba siempre con él. Como un Sherlock Holmes del tercer milenio.

“Un cuerpo habla incluso después de la muerte”, se dijo.

Había tomado la decisión de volverse investigador gracias al personaje creado por Conan Doyle; desde niño había leído todos los libros en los que Holmes era protagonista, luego había hecho dos viajes a Inglaterra y peregrinado por los lugares en los que el célebre detective había desarrollado sus investigaciones.

A los veinte años ingresó en la policía estatal, Scapece se había distinguido en seguida por las habilidades intuitivas y deductivas con las cuales había contribuido a la resolución de casos complicados, hasta volverse uno de los detectives más valorados de Italia. Después de haber trabajado durante quince años en varias ciudades del centro y norte, se había hecho transferir a Nápoles. A la nueva comisaría de Mergellina, el barrio en el que había nacido.

El inspector se trasladó a la cocina de la casa, donde lo esperaban la señora de la limpieza, que había descubierto el cadáver, y dos oficiales que intervinieron en el lugar después de la llamada hecha por los vecinos de la víctima.

—Señora, en breve la dejo regresar a su casa —dijo Scapece—. Quisiera antes hacerle algunas preguntas.

—Diga… —murmuró la mujer, toda temblando, los ojos enrojecidos por las lágrimas. Tenía unos sesenta años y un aspecto modesto; llevaba puesto un mono y un par de zapatillas de gimnasia.

—¿Cómo se llama? —le preguntó el inspector.

—Annamaria. Annamaria Ruggiero.

—¿La víctima es Amedeo Caruso?

—Sí.

—¿Cuántos años tenía?

—Treinta y cuatro.

—¿A qué se dedicaba?

—No sabría decirle. Nunca me lo dijo y yo, por discreción, no se lo pregunté nunca. El padre es constructor. Una familia rica. Este edificio es propiedad de ellos.

—¿Amedeo vivía solo?

—Sí. Estaba single, como se dice hoy.

—Cuénteme cómo descubrió el cadáver.

—Vengo aquí todos los viernes por la mañana a las ocho para hacer la limpieza y ordenar. Abro, porque generalmente Amedeo duerme a esa hora. Es decir, dormía… Me había hecho duplicados de las llaves para entrar en el edificio y abrir la puerta del departamento. También hoy por la mañana hice así. Entré, traté de no hacer ruido para no despertarlo, vine a la cocina, abrí los postigos, quité de en medio lo que estaba fuera de lugar. Después fui a la sala a barrer y quitar el polvo de los muebles. A las ocho y media sonó el despertador en la habitación. Amedeo siempre lo pone a esa hora. Es decir, lo ponía… Pasaron unos diez minutos y él no se levantó. “¡Qué curioso! —pensé—. Cuando suena el despertador, salta inmediatamente de la cama. ¿Quizá esta noche no regresó a casa?”. Esperé un poco más y fui a ver. La habitación estaba oscura. Lo llamé, pero nada. Entonces prendí la luz y lo vi… Boca abajo, con toda esa sangre alrededor y el cuchillo detrás en la espalda… ¡Qué cosa fea! ¡Qué susto!

La señora se estremeció y se puso a llorar.

Scapece le dio un paquetito de pañuelos de papel, esperó que se calmara y retomó las preguntas:

—¿Cuánto hace que trabaja para él?

—Tres años. De cuando Amedeo vino a vivir solo aquí.

—¿Cómo era?

—Conmigo era bastante amable y atento; me trataba como a una madre. Estaba siempre elegante, señorial, igual a los padres. Vestía bien, era lindo y tenía buena cultura.

—¿Cuándo lo vio por última vez? ¿El viernes pasado?

—Sí.

—En esa ocasión, ¿notó algo extraño? ¿Estaba preocupado, nervioso?

—No, nada. Estaba comunicativo como de costumbre. Salió de la habitación, me saludó y fue a bañarse y vestirse. Le preparé un café, lo bebió, bromeó y salió.

—¿Estaba de novio?

—No creo. Pero a menudo y de buen grado lo encontré durmiendo con alguna muchacha.

—¿Cuántas veces pasó eso?

—La cuenta exacta no se la sabría hacer. Pero pasó varias veces. Eran muchachas siempre diferentes. Recibía también a alguna señora. Las mujeres le gustaban y él les gustaba a las mujeres. Las conocía en las discotecas, en los locales, y luego las traía aquí.

—¿Asistió a alguna discusión entre Amedeo y estas mujeres?

—No, nunca.

—¿Amedeo se cocinaba solo?

—Se las arreglaba. Sin embargo, cada tanto, yo le daba una sorpresa y le preparaba algo para el almuerzo.

—Por favor, ¿puede controlar si entre la vajilla y los cubiertos, faltan una sartén y un cuchillo grande?

La mujer miró en un cajón y en un armario de la cocina.

—Los cuchillos están todos… Las sartenes no, me parece que falta una… ¿Será la que está allí, debajo de Amedeo…?

—Es posible —dijo el inspector—. Gracias, señora Ruggiero, he terminado. Deje su dirección y el número de teléfono a mis colegas. Si llego a necesitarla, la convocaré a la comisaría.

En el cuarto, los agentes de la policía científica, con sus monos blancos y las máscaras sobre el rostro, estaban todavía fotografiando y recogiendo pruebas. Scapece los saludó y se fue.

En la planta baja, en una caseta, estaba el conserje, un hombre bajito, de mediana edad, cuyos anteojos con gradación, a menudo ponían de manifiesto una mirada temerosa.

—Estamos conmocionados —dijo cuando pasó el inspector.

Scapece hizo un saludo y salió del edificio.

Afuera se encontró con un sol cálido. Era el 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el invierno y la Navidad estaban cerca.

Con pasos lentos el inspector recorrió via Orazio en descenso, deteniéndose de tanto en tanto para admirar el panorama del golfo de Nápoles. No había niebla y el Vesuvio ocupaba casi todo el fondo del paisaje.

Al llegar a via Caracciolo, paseó a lo largo de la rambla hasta la Villa Comunale. Los detalles de la escena del delito eran numerosas piezas de un mosaico que comenzaba apenas a formarse en su mente.

“Cuerpo desnudo, piernas abiertas, cuchillo en la espalda —pensó—. Peperoncini en el trasero. Genitales inmersos en el aceite y el ajo. Un hermoso rompecabezas. Como primera investigación de un homicidio en Nápoles no podía pasarme algo mejor. Ajo, aceite y peperoncino. En realidad, ajo, aceite y asesino.”

El asesino en su salsa

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