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VI.
EL CAPITÁN MALA SOMBRA

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Llegamos a Tamames; fuimos a casa del alcalde, que era liberal; acostamos a don Juan Martín, le dimos una pinta de vino con azúcar y le abrigamos con tres mantas.

Me quedé yo en el cuarto velándole. Pasé allí unas doce horas. Estaba dormitando en el cuarto cuando el enfermo levantó una de las manos en el aire y comenzó a murmurar.

—Aviraneta—me dijo con voz débil.

—¿Qué hay? ¿Vas mejor?

—Sí, ya se me van suavizando los dolores. Necesito que vuelvas a Alba de Tormes.

—Como quieras.

—Vete, y diles a mi hermano Dámaso y al coronel Maricuela que, si se empeña alguna acción con el enemigo, que la mande el Capitán Mala Sombra.

—Está bien.

—Que le obedezcan como a mí.

—Bueno; se lo diré.

—Vete en seguida.

Salí del cuarto, llamé al Chiquet y le dije que preparara los caballos, porque teníamos que volver. Los preparó, montamos y nos dirigimos al galope en dirección de Alba de Tormes.

Era media noche; el cielo estaba claro y estrellado. Al llegar al soto inmediato al camino real nos dieron el alto. La infantería nuestra y parte de la caballería estaba acampada allí. El centinela llamó a la guardia y yo fuí con ella a un cobertizo en donde estaban alojados don Dámaso Martín y el coronel Maricuela. Les desperté, les dije la orden que me había dado el general y se avinieron a obedecer a Mala Sombra.

Hecha esta comisión, fuí a buscar al jefe de los vaqueros en su alojamiento de Alba de Tormes.

Al llegar al puente nos detuvo una patrulla mandada por el sargento Juan de Dios.

—Hola, Juan—dijo el Chiquet.

—Hola, Chiquet, ¿eres tú?

—Sí, soy yo, que viene con el teniente Aviraneta.

—Venimos en busca del Capitán Mala Sombra—dije yo—. ¿Estará?

—Sí, ahí ha quedado escribiendo tonterías—contestó Juan de Dios.

—¿Pues?

—Parece mentira que los hombres sean tan estúpidos.

—¿Por qué dice usted eso?—le pregunté.

—Ahí lo tiene usted a ese hombre, más serio, más bueno y más formal que nadie, escribiendo tonterías a una señoritilla de Ciudad Rodrigo, que no le hace caso y se burla de él.

—Tengo que verle de orden del general.

—Vamos.

Pusimos nuestros caballos al trote, y en un instante llegamos delante de una casa; me apeé, empujé la puerta y entré dentro. Subí una escalera estrecha y apolillada y llamé en un cuarto. Antes de que contestaran tardaron algún tiempo. El sargento Juan de Dios se había quedado hablando con el Chiquet en la calle y les oía charlar.

Al cabo de unos minutos se abrió la puerta del cuarto y apareció Mala Sombra con un candil en la mano.

—Adelante—me dijo—, ¿qué le trae a usted a esta hora?

—Vengo con un encargo del general Empecinado.

—Estoy a sus órdenes—contestó—; siéntese usted.

Acerqué una silla a la mesa y me senté. Vi que sobre ella había papeles escritos, llenos de tachaduras, con renglones pequeños que me parecieron versos.

Mala Sombra recogió, lo más disimuladamente que pudo, sus papeles y los guardó en el cajón de la mesa.

—Como sabe usted—le dije—, don Juan Martín ha caído enfermo y ha sido trasladado a la villa de Tamames. Hoy, que ha podido empezar a hablar, me ha expresado el deseo de que en su ausencia se ponga usted al frente de todas nuestras fuerzas.

—¿Y don Dámaso Martín y el coronel Maricuela?

—Están conformes en ponerse a sus órdenes mientras duren estas circunstancias.

—¡Ah, bueno; si es así no tengo nada que decir! ¿Quién ha de tomar la iniciativa en el mando?

—Usted. El general quiere que intente usted batir al enemigo. Usted conoce el terreno palmo a palmo.

—Sí, es verdad.

—Puede usted tomar sus iniciativas desde ahora mismo.

—Está bien, voy a decir que busquen al sargento Juan de Dios. Es mi brazo derecho.

—Debe estar en la calle hablando con mi asistente.

El Capitán Mala Sombra salió a la ventana y gritó:

—¡Eh, subid!

Al poco rato entraron en el cuarto Juan de Dios y el Chiquet. Sacamos un mapa de la provincia y discutimos la situación. Decidimos enviar dos confidentes al campo enemigo, para que averiguasen sus intenciones. Juan de Dios los trajo a la media hora. Uno de los confidentes era un tratante de ganado, grueso, fornido y picado de viruelas; el otro, un cosario de un pueblo de alrededor. Les dimos instrucciones fijas y precisas, y, como punto de cita para su vuelta, señalamos el soto que estaba próximo al río.

—Ahora, mientrastanto, preparemos una emboscada—dijo Mala Sombra—. Es el fuerte de nosotros los guerrilleros.

Salimos los cuatro del cuarto, bajamos la escalera, montamos a caballo y, atravesando el pueblo, llegamos al puente sobre el Tormes.

—Juan de Dios—indicó el capitán—, haz que los paisanos traigan una docena de carros y los pones interceptando el puente, atándolos unos a otros con vigas y sujetándolos con piedras.

—Bien, mi capitán.

—Después pondrás a veinticinco pasos del puente, sobre este cerrillo, cinco hombres con sus carabinas que hagan fuego sobre los realistas si se presentan. Tú, con cincuenta lanceros, estarás a doscientos pasos de la barricada del puente. De media en media hora me irás dando aviso de lo que ocurra. Yo estaré en el soto con las demás fuerzas. ¿Estás enterado?

—Perfectamente, mi capitán.

Dejamos a Juan de Dios y salimos Mala Sombra, el Chiquet y yo hacia el soto, al galope, y encontramos alerta a la gente.

El capitán mandó que la columna de milicianos avanzase por el soto en dirección contraria de Alba de Tormes, hasta dar vista a un extenso páramo. Allí mandó hacer alto y echar pie a tierra, manteniéndose siempre en formación. La caballería de Farnesio, con los lanceros de Valladolid, quedaron a un lado, y los vaqueros, con el teniente Gotor y las partidas de la ribera del Duero, al otro.

En la salida del sotillo hacia el páramo, cerca del camino real de Alba, dejó Mala Sombra al coronel Maricuela con trescientos hombres armados con carabinas, para que estuviesen en observación de las avenidas del pueblo.

—Probablemente—dijo Mala Sombra a Maricuela—, dentro de un par de horas pasarán por delante de usted los realistas. Cuando lo hayan hecho, usted se correrá con sus fuerzas hasta cerrar el paso del soto.

—Está bien.

Luego de arreglado este punto, nos encaminamos Mala Sombra, el Chiquet y yo hacia las riberas del Tormes y nos emboscamos en el lindero del sotillo. Eran las tres de la mañana. No había amanecido aún, todo estaba en el mayor silencio.

El Chiquet, por orden nuestra, fué a ver al sargento Juan de Dios y volvió poco después con uno de nuestros confidentes: el tratante de ganado. Este hombre nos dijo que venían seiscientos jinetes realistas con buenos caballos en dirección a Alba de Tormes. Habían salido de su campamento por la noche. Despachamos al tratante y le pagamos.

Una hora después, un poco antes de amanecer, llegó el otro confidente: el cosario. Nos confirmó las noticias anteriores, y aseguró que el enemigo estaba percatado de los movimientos de nuestra columna y de la gran requisa de granos y de reses que habíamos hecho para abastecer la plaza de Ciudad Rodrigo. Con el objeto de apoderarse de nuestro botín, el general don Enrique O'Donnell había destacado dos columnas para interceptar nuestro paso camino de Zamora; pero, al llegar a las inmediaciones de esta ciudad, había sabido el jefe realista que, a favor de una marcha forzada, nos dirigíamos a pasar el Tormes por Alba.

El cosario añadió que una de las columnas, compuesta de mil infantes y ciento cincuenta caballos, debía de llegar a Alba en la tarde del día que estaba amaneciendo. Esta columna venía de Salamanca.

Pagamos a nuestro hombre y quedamos en observación. Acababan de dar las cuatro cuando oímos las cornetas de la caballería de los realistas, y, poco después, comenzaron a voltear las campanas del pueblo en señal de regocijo.

Mala Sombra y yo nos acercamos a Juan de Dios, y el capitán le dijo al sargento:

—Aquí te quedas con tus lanceros. Si el enemigo pasa el puente y te ataca, te batirás en guerrilla retirándote hacia el soto, y luego echaréis a correr en fuga como a la desbandada por el páramo adelante. Cuando hayan entrado todos en el páramo, los envolveremos.

Tras de dar sus instrucciones, el capitán y yo atravesamos el soto y nos unimos con las fuerzas del teniente Gotor.

Un poco antes del amanecer, una avanzada realista se acercó al puente sobre el Tormes, y la guardia de los cinco hombres que estaba en el repecho hizo fuego graneado sobre ella. Se retiraron los soldados, pero al poco rato apareció una compañía seguida de un grupo numeroso de paisanos. Entre unos y otros desembarazaron el puente y pasaron a la otra orilla.

Era el momento en que Juan de Dios tenía que maniobrar. El sargento era muy ducho en estas cosas y sabía su papel como pocos.

Los Contrastes de la Vida

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