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I.
OTRA HISTORIA DE AVIRANETA

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Un día de fiesta por la tarde estaba en mi casa de la cuesta de Santo Domingo leyendo. Mi mujer había salido con una amiga suya a pasear en coche por la Moncloa, y yo pensaba dedicarme a la lectura de Balzac, autor que siempre me ha divertido mucho y a quien debo momentos agradabilísimos. Había dado la orden categórica a Bautista, mi ayuda de cámara, de que no estaba para nadie, y me encontraba muy a gusto al lado de la estufa cuando oí que llamaban a la puerta. Escuché pensando quién podría ser el inoportuno visitante. No esperaba a nadie. Supuse que Bautista cumpliría mis órdenes, pero noté que el recién llegado avanzaba por el corredor.

Al levantarse la cortina de mi despacho miré a Bautista furibundamente, y éste, antes de que le reprochara nada, me dijo:

—Es don Eugenio.

—¡Ah!, que pase en seguida.

Hacía ya tiempo que no veía a mi viejo amigo Aviraneta. Esto pasaba meses después de la revolución del 54. Don Eugenio por aquella época, como yo y otros amigos particulares de María Cristina, habíamos tenido que escondernos huyendo de la quema hasta que se restableció la normalidad. Aviraneta volvía de San Sebastián. Estaba, según me dijo, dispuesto a no intervenir ya en la política.

Entró don Eugenio en mi despacho; nos abrazamos efusivamente y se sentó en una butaca que le ofrecí.

Me preguntó por mi mujer y por todos los amigos comunes de la corte; dijo que había pasado la mañana con Istúriz, que, incomodado por la marcha de los acontecimientos, ya no quería salir a la calle, ni hablar con nadie. Don Eugenio pensaba dedicarme la tarde. Me contó que iba a tomar una casita en la calle del Barco y a vivir allí en la obscuridad, como un buen militar retirado, con su Josefina. Después de charlar largo rato miró y remiró el libro que tenía yo sobre la mesita al lado de la poltrona.

—¿Qué estás leyendo?—me preguntó.

—Estoy leyendo a Balzac. Ahora voy en los Secretos de la Princesa de Cadignan.

—Carignan—corrigió Aviraneta.

—No, Cadignan.

—El título verdadero de los príncipes es Carignan.

—Sí; pero aquí no se trata del título verdadero. Esta princesa de que se habla en la novela no es un personaje histórico. Yo no sé si hay en la realidad una familia de Carignan.

—La hay.

—Bien; pero este libro no se refiere a ella.

—Sí; quizá sea una modificación novelesca.

—¿Y por qué le ha chocado a usted esto? ¿Ha conocido usted algún Carignan?

—No; pero este título me recuerda una historia ya lejana... de 1823.

—¿Una historia? A contarla, don Eugenio. Ya sabe usted que soy su historiador. No cedo mi plaza a nadie.

—¿Te he contado alguna vez la historia del capitán Mala Sombra?

—No.

—Me he acordado de ella porque tiene alguna relación lejana con un príncipe de Carignan. Ya que tú no tienes nada que hacer y yo tampoco, y nuestras mujeres respectivas están de paseo, di a tu criado que me traiga una copa de coñac Fine Champagne del excelente que guardas, y un tabaco de La Habana, y charlaremos.

Llamé a Bautista, bebimos nuestras copas, encendimos los habanos y nos arrellanamos en nuestros sillones.

Los Contrastes de la Vida

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