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III.
EL CHIQUET
ОглавлениеSeguimos el Empecinado y yo en nuestros trabajos de reorganización de la Milicia nacional de Valladolid y de los pueblos de la provincia.
Tenía yo por entonces una novia que vivía en la acera de San Francisco, hija de un comerciante en telas, y mi asistente cortejaba a la criada. Solíamos ir de noche y nadie nos molestaba al pelar la pava, porque estaba prohibido a los paisanos salir de noche sin farol, y los militares se hallaban acuartelados. Mi asistente era un muchacho catalán de una gran actividad y de una gran energía; le llamábamos de apodo el Chiquet y solíamos celebrar su manera de hablar enrevesada y su acento cerrado.
Después de 1823 lo perdí de vista, y lo volví a encontrar en Barcelona, al cabo de quince años, en el batallón de la Blusa, que estaba formado por liberales radicales.
Al Chiquet le habíamos capturado el Empecinado y yo en el Burgo de Osma en la campaña que hicimos contra Bessieres, cuando íbamos de vanguardia con el conde de la Bisbal, porque el Chiquet había militado en las filas realistas.
Un día, al acercarnos al Burgo de Osma, don Juan Martín mandó al comandante de sus fuerzas de caballería, que era el coronel Hore, hiciese alto y dejara descansar a la tropa y a los caballos un momento y siguiese después al paso. Don Juan, sin más compañía que la mía y la de cuatro soldados, quiso entrar en el pueblo de una manera sigilosa, con el objeto de inspeccionarlo.
Avanzamos los seis al trote y llegamos a tiro de fusil de la ciudad. Pusimos los caballos al paso. Estaba la noche obscura, lluviosa y fría. Ibamos marchando sin meter ruido cuando el Empecinado advirtió una luz en una casa del arrabal.
—Chico—me dijo—, ¿qué te apuestas a que en aquella casa hay facciosos?
—Es posible—repliqué yo.
—Echad todos pie a tierra—mandó él—, atad los caballos a estos árboles y adelante. Vamos a ver qué nos espera ahí.
Nos apeamos y atamos los caballos. Cogieron los soldados sus carabinas y echamos a andar. Cruzando unas huertas entramos en una callejuela. No se veía un alma por aquellos andurriales; la lluvia caía mansamente; se oía el silbido del viento y el ladrido lejano de algún perro. Seguimos tras de la luz, que era nuestro faro, y llegamos a la casa iluminada; era ésta grande, vieja, con entramado de madera. La puerta estaba cerrada. El Empecinado tocó con suavidad el llamador y esperó.
Bajó una vieja haraposa con un candil encendido en la mano y abrió la puerta. El Empecinado la impuso silencio y le dijo en voz baja que le llevara al primer piso.
—¿Quiénes están?—preguntó luego.
—Hay treinta catalanes que han venido con el general Bessieres y que están cenando.
—Bueno, vamos arriba.
El Empecinado cogió el candil de la mano de la vieja, que estaba temblando de miedo, y comenzó a subir la escalera alumbrándose con él. Los cuatro soldados y yo marchamos detrás. Don Juan iba embozado en su capa. Al llegar a la puerta de la cocina, grande, negra, iluminada por un velón y por las llamas del hogar, vimos a treinta hombres que estaban alrededor de la mesa.
El Empecinado se desembozó mostrando su uniforme, y dijo:
—Aquí tenim al general Empecinado que ve a sopar am vosaltres. Tots soms espanyols; y vosotros—añadió en castellano dirigiéndose a los soldados y a mí—sentaos. Estamos entre amigos.
El Empecinado se sentó, llenó una escudilla de arroz y se hizo servir por la moza un vaso de vino.
Los catalanes estaban atónitos. Al cabo de algún tiempo, el Empecinado, levantando el vaso, exclamó:
—¡Catalans, per la salut de nostre rey y per la felicitat de España!
Entonces el sargento que mandaba el grupo de realistas llenó su vaso y respondió en castellano:
—Por la salud del que desde hoy en adelante será nuestro general. ¡Viva el Empecinado!
—¡Viva!—gritaron los demás.
Nos dimos la mano todos en señal de fraternidad y se acordó que los catalanes se incorporaran a nuestra fuerza.
Su asombro fué grande cuando vieron que únicamente los seis habíamos entrado en la casa, y que en la calle no había retén ni guardia alguna.
—Es un valiente—se les oía decir a unos y a otros.
El sargento preguntó a don Juan Martín cómo sabía el catalán, y el Empecinado dijo que lo sabía desde la época de la guerra del Rosellón, en donde había sido soldado de caballería y ordenanza del general Ricardos.
Casi todos estos catalanes que capturamos en el Burgo de Osma habían sido sacados de sus casas por Jorge Bessieres en su expedición contra Madrid. Después algunos cambiaron de Cuerpo, y sólo tres o cuatro quedaron en la caballería del Empecinado, entre ellos el Chiquet, a quien yo tomé de ordenanza.
El Chiquet tenía un gran espíritu de empresa, era muchacho ágil, listo y atrevido. Lo único que no pudo aprender jamás, por más esfuerzos que hizo, fué hablar bien el castellano. El Chiquet había sido amigo y compañero de Bessieres y había trabajado con él en una fábrica de tejidos en Ripoll. El Chiquet conocía la vida de Bessieres desde que éste había sido criado del general Duhesme hasta que se presentó a la regencia de Urgel. Sentía por el cabecilla realista y antiguo revolucionario una gran admiración mezclada con un gran desprecio.
Nos contaba cómo solía ir Bessieres lleno de bordados, cómo solía adornarse con la primera banda de color que encontraba o que robaba en cualquier parte, muchas veces en las iglesias, y que luego decía que era una distinción que le había otorgado el rey tal o la princesa cuál. El Chiquet nos contó la ceremonia que se había verificado en la iglesia de Mequinenza bendiciendo y besando una bandera realista, que era una colcha de damasco, que habían robado entre Bessieres, Portas y él en una casa de Fraga.
Bessieres, al parecer, era un reclamista formidable. El mismo hacía correr la voz de que era masón y de que era jesuíta, para hacerse el interesante.
El Chiquet, cuando entró en nuestras filas, se hizo amigo íntimo de un sargento de lanceros que le llamaban Juan de Dios. Este Juan de Dios, por lo que decían, era expósito. Juan de Dios y el Chiquet eran rivales en lances de amor y de fortuna. Habían hecho los dos una porción de calaveradas, que les habían dado gran fama entre nuestros soldados.