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VIII.
LA DECISIÓN DEL CAPITÁN

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Al día siguiente de llegar nosotros, entró en Ciudad Rodrigo el ganado vacuno requisado, que se llevó a la plaza pequeña del pueblo, llamada plaza de Béjar.

Como entre aquellos bueyes y vacas mansas había algunos toros bravos de tierra de Portillo y Salamanca, se consideró indispensable apartar unos de otros para llevarlos a las dehesas próximas al pueblo.

Ya separados, a un oficial se le ocurrió la idea de que, para celebrar la victoria obtenida en Alba de Tormos y el éxito de la requisa, nada estaría mejor como dar una corrida en la plaza de la ciudad.

El proyecto levantó un gran entusiasmo en la tropa y en el pueblo; se pidió permiso al alcalde y al comandante militar, que lo concedieron, y se comenzaron a hacer preparativos.

El Empecinado y yo salíamos por aquellos días constantemente al campo y volvíamos de noche. Al saber el proyecto el Empecinado, se incomodó y dijo que de ningún modo permitiría que se celebrase la corrida.

Era don Juan Martín enemigo acérrimo de los toros; creía que este espectáculo no sólo no fomentaba el valor, sino que acrecentaba la indiferencia por los dolores ajenos y la cobardía. Entre los liberales las ideas de don Gaspar Melchor de Jovellanos sobre las corridas estaban entonces muy en auge.

Al saber la negativa del general, una comisión formada por militares y paisanos fué a visitarle a su alojamiento. El Empecinado trató de disuadirles de que celebraran la corrida; les exhortó, les expuso una serie de argumentos, pero los paisanos y los soldados quedaron tan mustios y cariacontecidos, que don Juan Martín, mal de su grado, tuvo que acceder.

—Bien, haced lo que queráis—terminó diciendo—; pero a mí no me invitéis, porque no iré de ningún modo, ni por ningún motivo.

La comisión escuchó muy seria las palabras de don Juan Martín, lo que no fué obstáculo para que a la salida marcharan militares y paisanos bailando de alegría.

En los días siguientes, el Ayuntamiento, el vecindario y los militares se dedicaron con gran entusiasmo a cerrar la Plaza Mayor y a construír gradas dentro de los soportales de la Casa del Consistorio.

Siguiendo las costumbres de la ciudad, antes de celebrarse la corrida se rifaron los sitios entre las familias que mandaron construír los tendidos por su cuenta.

Había en nuestra columna un nacional de Madrid, Juan López (el Ochavito), primer espada de alguna nombradía que había toreado en su juventud con Pepe-Hillo, y un aficionado llamado Isidro García, el Buñolero.

Se organizó una cuadrilla completa con espadas, banderilleros y monosabios. Las señoritas de la ciudad hicieron moñas vistosas con cintas de sedas de colores y adornaron las banderillas con papeles rizados.

El domingo, por la mañana, sería la corrida. Habían enarenado la plaza y señalado las localidades. Estaba acabado el programa. De los cuatro toros que se iban a torear, los dos últimos serían de muerte; el primero de éstos, un becerro de tres años, estaría a cargo del teniente Gotor, y, el segundo, el más fuerte y de más hierbas, lo mataría el Ochavito.

Estaba así dispuesto el programa, cuando se supo que iba a haber un número nuevo; pues el Capitán Mala Sombra pensaba salir al ruedo a mancornar el último toro, el del Ochavito: un toro salamanquino de mucha alzada y potencia.

Pregunté al Ochavito en qué consistía esto de mancornar.

—El mancornar—me contestó el espada—es una suerte de vaqueros. Un hombre puede coger (así decía él) un novillo de tres años; pero a un toro es imposible sujetarlo. Cuando se trata de coger un toro, se le debe primero capear, haciéndole sufrir todo el destronque posible, y cuando se nota que ya está sin fuerzas, lo cual se consigue muy pronto en sabiendo bien sacarle la capa, va uno y le agarra de la cola; el que mancornea, al pasar el toro junto a él le coge el pitón derecho con la mano derecha y, con la izquierda, el pitón del otro lado. Entonces, a fuerza de pulso, se le vuelve al animal la cabeza y se le echa en tierra.

Después de esta explicación pregunté a Juan de Dios a qué se debía esta humorada de Mala Sombra, y me dijo el sargento que la causa eran los celos, porque el teniente Gotor galanteaba a la misma muchacha.

Mala Sombra había buscado la manera de que Pancalieri, el piamontés, estuviera alojado en casa de su amada, y Pancalieri se había hecho amigo de la niña y le daba recados de parte de Mala Sombra.

Conté al Empecinado lo que ocurría, y el general me dijo que fuera a ver a Mala Sombra y le prohibiera rotundamente salir a la plaza bajo pena de arresto.

Fuimos el Chiquet y yo en busca del Capitán Mala Sombra. Nos dijeron que vivía en la posada del tío Barrueco, pero allí no estaba; después tuvimos que preguntar casa por casa en el arrabal de San Francisco y en el del Río, y, al último, lo encontramos en un verdadero palomar escribiendo febrilmente.

—Comandante—le dije—, el general ha sabido que piensa usted salir a la plaza y me envía para que le disuada de ese absurdo proyecto.

—Por qué. ¿No van a salir otros oficiales y soldados?

—Sí; pero la suerte que usted intenta ejecutar es más peligrosa.

—¡Bah! La he hecho otras veces.

—Dicen que quiere usted mancornar al último toro, el que va a matar el Ochavito.

—Cierto.

—Todos los que entienden de eso dicen que ese toro es de demasiada alzada y demasiada fuerza para mancornarlo. No haga usted la suerte con ese toro, sino con otro.

—No, no; con ese.

—Comandante—exclamé—, todo el mundo sabe que es usted un valiente: su fama de valor está bien cimentada desde hace mucho tiempo. Lo necesitamos a usted. Es usted necesario para la Patria y para la Libertad. ¿A qué exponer la vida estúpidamente?

—No puede ser, no puede ser—dijo él—. He dado mi palabra al pueblo. No puede ser.

Por más argumentos, por más consideraciones que hice, no conseguí nada.

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