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VII.
LA PRESA
ОглавлениеEstábamos todos agazapados en el soto esperando el momento en que Juan de Dios y sus vaqueros aparecieran perseguidos por los realistas.
El Oriente iba clareando. El sol, escondido aún, brillaba en algunas nubes altas y rojas. Había este silencio y esta inmovilidad del aire de la hora anterior al alba; pronto los primeros rayos solares comenzaron a iluminar con una luz dorada el vértice de la copa de los árboles; los pájaros cantaron en las matas. El campo tenía la juventud y la frescura de un amanecer claro de primavera. Todo en la Naturaleza parecía sonreír, todo era cándido e idílico. El viento hizo temblar suavemente las ramas de los árboles; los pájaros alborotaron más, el cielo fué poniéndose azul y la luz dorada del sol fué bajando en el follaje hasta iluminar e incendiar los hierbajos y los pedruscos del suelo.
Serían las cinco y media cuando apareció Juan de Dios, perseguido de cerca por más de trescientos caballos.
Los realistas gritaban desaforadamente:
—¡A ellos! ¡A ellos! ¡Son nuestros!
Al desembocar desde el sotillo al páramo los cincuenta jinetes de Juan de Dios, comenzaron a desparramarse, y los enemigos se dividieron y subdividieron, perdiendo el orden de formación.
Al mismo tiempo, las tropas del coronel Maricuela y las de don Dámaso Martín, corriéndose rápidamente por el lindero del soto, cerraron su salida y tomaron posiciones.
En este momento el capitán Mala Sombra dió la orden de ataque, y de la derecha como de la izquierda, a media rienda y lanza en ristre, se precipitó nuestra caballería contra los pelotones aislados de los realistas. El enemigo no tenía más defensa que sus sables y no se pudo defender con habilidad.
Juan de Dios reunió sus cincuenta vaqueros dispersos, y volviendo grupas y en perfecta formación, arremetió de frente contra los absolutistas, como si se tratara de una torada.
El grueso de la caballería enemiga se había detenido, y retrocediendo y al galope intentó atravesar el soto; pero al acercarse al boquete por donde había pasado, se encontraron los jinetes atacados por las tropas de don Dámaso y de Maricuela, y comenzaron a caer los hombres y los caballos.
Los realistas, consternados y en la mayor perplejidad, volvieron de nuevo grupas buscando una salida, y comenzó la desbandada. Azorados al verse metidos en aquella trampa, la mayoría se rindió y los demás siguieron su ejemplo.
Duró la acción diez minutos escasos; quedaron muertos en el campo a lanzadas unos veinte hombres y hubo próximamente cincuenta heridos.
El escuadrón realista en pleno quedó hecho prisionero, a excepción de tres o cuatro oficiales que tenían magníficos caballos y que escaparon dando un gran rodeo. Estos oficiales, por lo que supimos después, llegaron una hora más tarde a Alba de Tormes, contaron lo ocurrido, salió de la villa una columna realista de infantería, y con los carros y maderas que había llevado Juan de Dios el día anterior parapetaron el puente y quedaron en él de guardia.
Teníamos nosotros unos doscientos cincuenta prisioneros, a quienes se prohibió maltratarlos o despojarlos. Entre ellos había diez oficiales. De estos prisioneros cuarenta eran piamonteses bien equipados que montaban caballos muy buenos.
Al acercarnos Mala Sombra y yo a ellos, nos decían:
—Io eser cristiano católico. Mí no querrer haser mal.
Discutimos Mala Sombra y yo lo que se haría con los prisioneros, y como en el caso de querer incorporarlos a nuestras fuerzas no podían merecernos confianza, decidimos entregarlos en varias remesas.
Por la tarde, Juan de Dios y el Chiquet se presentaron en el puente con bandera blanca de parlamento, pasaron, dijeron a lo que iban, y al día siguiente, con una escolta de cincuenta caballos, llevaron cien prisioneros y los heridos.
Los realistas los recibieron con aclamaciones y bravos, y Juan de Dios y el Chiquet, después de ser muy obsequiados, volvieron a nuestro campo radiantes de satisfacción.
Nos quedaban aún cerca de noventa prisioneros. De éstos, unos eran mozos recién sacados de los pueblos de Castilla y uniformados en Valladolid. Se les indujo a que se quedaran con nosotros y algunos aceptaron, pero la mayoría, no.
La misma proposición se hizo a los cuarenta piamonteses, los cuales procedían de un regimiento que estaba en Valladolid, mandado por el príncipe de Carignan, que era miembro de la Casa de Saboya.
El príncipe de Saboya-Carignan había entrado en España bajo las órdenes del duque de Angulema, con una tropa alistada en el Norte de Italia, y se distinguió después, según dijeron, en el Trocadero.
De los piamonteses, sólo dos aceptaron el quedarse entre nosotros; un jovencito rubio llamado Emilio Pancalieri y otro muchacho alto, moreno, apellidado Corti. Los dos hablaban algo el castellano y eran sin duda gente aventurera.
Reunimos nuestro botín de granos, ganado, caballos, armas y uniformes de los realistas, y nos apresuramos a salir para Tamames, con el objeto de reunimos con nuestro general.
Llegamos por la tardecita a la villa y encontramos al Empecinado casi completamente restablecido.
Le conté con detalles la acción de Alba y lo que se había hecho con los prisioneros, y le pareció todo tan bien, que dijo que propondría a Mala Sombra al Gobierno para que le diese la cruz de San Fernando y le ascendiera a comandante de escuadrón. Habló después familiarmente el general con los muchachos que se nos habían unido y con los dos piamonteses, y como el Empecinado tenía sencillez e ingenuidad efusiva, llegó a cautivarlos.
Dispuso don Juan Martín que en Tamames descansase y se racionase la tropa, y envió los carros y el ganado requisado inmediatamente en dirección de Vitigudino.
Nosotros iríamos a retaguardia después de descansar.
A la mañana siguiente, al salir de mi alojamiento, encontré al Empecinado ya de pie. Estaba tan forrado de ropa que no podía moverse. Le ayudamos a montar a caballo. Se organizó la columna y anduvimos hasta la noche, en que descansamos en una aldea.
Por todos aquellos pueblos a la redonda hicimos requisa de ganado vacuno, con promesa de pagar a los ganaderos y a los Ayuntamientos. Sólo al marqués de Cerralbo le llevamos más de quinientas reses. Es posible que esto influyera en la familia para hacerla reaccionaria.
Tras de una marcha lenta de cuatro días, entró el convoy completo en Vitigudino, y la columna, tras él.
Durante este viaje el Capitán Mala Sombra, que ya era para los efectos oficiales el comandante Porras, se hizo amigo íntimo del italiano Pancalieri.
Al principio éste y Corti nos miraban con temor; debían tener mala idea de los españoles, creían seguramente que cada uno de nosotros era un perfecto bandido; pero como ambos eran perspicaces, notaron en seguida la clase de gente que había en la tropa, y se familiarizaron con ella.
Corti nos resultó un gran administrador y se encargó de llevar las cuentas de los suministros de la división.
Pancalieri se mostró un tanto perdido; bebía, hacía el amor a las chicas de los pueblos; jugaba al monte con nosotros y nos ganaba el dinero. A los dos o tres días estaba ya a sus anchas y nos tuteaba a todos los oficiales.
Pancalieri era un muchacho amable, simpático alegre, egoísta y jovial. Por lo que contó, su familia gozaba de buena posición en Turín; pero descontenta de sus calaveradas había intentado meterle en un convento, y él se había alistado en la tropa del príncipe de Carignan por el gusto de correr aventuras.
Era Pancalieri un muchacho fuerte, de mediana estatura, el pelo rubio obscuro, el bigote pequeño y los ojos claros. Hablaba en su lengua enrevesada mixta de español, de italiano y de dialecto piamontés con una gran libertad. Sus opiniones eran de una audacia extraordinaria.
Una vez que le preguntamos si era patriota, nos contestó con un cándido cinismo:
—¡Ma ché! No io no sono patriota. ¡Oh, no! Vivir, vivir agradablemente, io non volio más que eso. Tener unas cosas guisadas para comer, y unos trajes, y una casa y alguna mujercita para divertirse; pero ¡la Patria! ¡la Historia! ¡sacrificarse por eso! ¡Ma ché! No. ¡Qué tontería!
Pancalieri hablaba así y obraba en consonancia con su sistema. Su egoísmo natural y sonriente no llegaba a molestar. Mala Sombra, que tenía conceptos diametralmente opuestos, protegía al italiano; quizá pensaba que sus palabras las decía en broma; quizá habría entre los dos ese acuerdo íntimo que produce la amistad estrecha y efusiva.
En unos días de conocerse, durante el camino, el Capitán Mala Sombra comenzó a aficionarse tanto a la compañía de Pancalieri, que le trataba como si fuera su hermano; le hizo confidencias acerca de sus amores, y le pidió consejo.
Corti, mientrastanto, seguía trabajando en la administración militar, y todos los días yo conferenciaba con él.
A los ocho días de salir de Alba de Tormes llegábamos a Ciudad Rodrigo. El Empecinado dió cuenta de su comisión al comandante de la plaza, anunciándole que horas después llegaría un gran convoy de ganado vacuno y mil fanegas de trigo.
El comandante recibió la noticia con júbilo y la comunicó al Ayuntamiento, que en corporación fué a dar gracias al Empecinado, pues el pueblo se encontraba muy escaso de víveres.