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IV.
EN EL AYUNTAMIENTO
ОглавлениеCon la marcha de las tropas del conde de Cartagena la ciudad de Valladolid quedó desguarnecida y abandonada a su suerte; los liberales apocados comenzaron a esconderse y a huír, y los absolutistas, viendo la posibilidad de apoderarse del Ayuntamiento, comenzaron a reúnirse para conspirar. Enviamos nosotros avisos desesperados a los nacionales de Toro, Rueda, Medina y otros pueblos de la región, y a los de la Ribera del Duero, para que lo antes posible se concentraran en Valladolid, y pudimos juntar de nuevo una fuerza de mil infantes y de quinientos caballos. Todos los milicianos de los pueblos y los de la capital estaban armados, menos algunos a los que proporcionamos fusiles, sacándolos de los parques.
Llegó en esto la noticia de que los franceses, al entrar en España, eran recibidos con los brazos abiertos por el pueblo, y esta mala nueva exaltó el ánimo de los paisanos contra nosotros. Al mismo tiempo se supo que el cura Merino, con una columna de cinco mil hombres alistada en sus guaridas de la sierra de Burgos, había entrado en Palencia. Fué necesario abandonar Valladolid. No podíamos defender una ciudad de radio tan extenso con la poca fuerza con que contábamos.
Se dió la orden a la Milicia nacional para que se preparara y formara con todo el equipo y en traje de marcha en el Campo Grande.
El jefe político vendría con nosotros, e invitó a las autoridades que quisieran seguir la suerte de la columna a que se dispusieran para el viaje.
Los concejales del Ayuntamiento constitucional estaban reunidos en sesión permanente en las Casas Consistoriales, y el Empecinado quiso despedirse de ellos.
Marchamos él y yo a caballo, de uniforme, escoltados por un piquete de lanceros.
Nos apeamos a la entrada del Ayuntamiento y subimos al salón de sesiones. Al vernos los concejales rodearon al Empecinado. Estaba el general hablando con gran animación con unos y con otros cuando un portero del Ayuntamiento, a quien conocía de la logia masónica, me llamó y me dijo en voz baja:
—Don Eugenio, venga usted.
Le seguí y salimos fuera del salón.
—El Empecinado y usted están en este momento en un gran peligro—me dijo.
—Pues, ¿qué pasa?
—Ahora mismo aquí se está fraguando una conjuración realista que va a estallar. En este instante, en una sala del piso bajo, se hallan reunidos más de cien absolutistas de influencia, con objeto de constituír un Ayuntamiento para reemplazar al constitucional.
—¡Diablo! ¿Y es gente de armas tomar?
—Están armados hasta los dientes; algunos han propuesto a la Junta matar al Empecinado, proposición que se ha rechazado gracias a las exhortaciones de un cura viejo que se halla entre los conspiradores.
Al escuchar la confidencia del portero entré rápidamente en el salón de sesiones; me acerqué al Empecinado, le agarré de la manga, le arrastré a un rincón y le expliqué lo que pasaba.
—Señores, tengo que salir un momento, vuelvo en seguida—dijo don Juan Martín a los concejales.
Salimos corriendo del salón de sesiones, desenvainamos los sables, bajamos las escaleras a saltos y llegamos al zaguán. En aquel mismo momento se oyó una gran gritería en el edificio; un hombre intentaba cerrar la puerta; pero al ver que el Empecinado y yo nos echábamos sobre él con los sables en alto, la abrió y nos dejó pasar.
Los realistas se hacían dueños del edificio, se oían gritos y tiros en el interior del Ayuntamiento.
El Empecinado y yo montamos a caballo, y al galope, por la calle de Santiago, llegamos al Campo Grande. Reunimos a los oficiales y se dió la orden de salir inmediatamente camino de Tordesillas.
No habríamos dado cien pasos fuera de las puertas de la ciudad cuando comenzaron a tocar las campanas de las iglesias a vuelo. Sin duda se celebraba el triunfo de los realistas y la aproximación del cura Merino, que había dejado Palencia y estaba a una jornada de Valladolid.
Llegamos a Tordesillas, nos alojamos de mala manera, y al día siguiente nos dirigimos camino de Salamanca.
La Milicia nacional de esta ciudad, mandada por el catedrático Barrio Ayuso, se unió a nuestra columna, y reunidos todos llegamos a la plaza de Ciudad Rodrigo, que era el punto donde habíamos pensado establecer el cuartel general.
Yo, con otros oficiales, me encargué de organizar las fuerzas. Se nos incorporaron bastantes soldados del ejército regular. Se ocuparon los dos cuarteles de infantería y el de caballería del pueblo, y el resto de la fuerza tuvo que alojarse en las casas y en las iglesias.
La infantería quedó al mando del coronel Dámaso Martín, hermano del Empecinado, y de un guerrillero de la época de la Independencia apellidado Maricuela.
La columna de caballería, mandada por el propio don Juan Martín, se componía de ochocientos caballos. La vanguardia de esta fuerza se hallaba formada por cien lanceros que habían servido en la guerra de la Independencia a las órdenes de don Julián Sánchez, y por cincuenta soldados del regimiento de Farnesio, mandados por el capitán Lagunero.
Los demás jinetes eran nacionales de caballería de Valladolid, Toro, Medina y otros pueblos.
Comenzaron a preparar la defensa de la plaza.
Ciudad Rodrigo no era una ciudad fácil de ser defendida. La antigua Miróbriga está dominada por el teso de San Francisco, por donde tuvo siempre sus acometidas en los sitios. En aquella época sus murallas estaban arruinadas y llenas de brechas.
Estas brechas eran del tiempo del sitio que sufrió don Andrés Pérez de Herrasti en la guerra de la Independencia, el cual pudo resistir durante setenta y seis días en una plaza desmantelada, y sin auxilio de los ingleses, contra los numerosos ejércitos de Massena y de Ney.
Preparamos también la defensa del Agueda. El Agueda es un río bastante caudaloso que pasa lamiendo las murallas de la vieja Miróbriga y que recorre la vega de Ciudad Rodrigo, y antes de llegar a Barba del Puerco recibe algunos pequeños arroyos, entre ellos el Azaba, que baja de un cerro próximo a Fuente Guinaldo y es un obstáculo para el paso del camino de Ciudad Rodrigo al fuerte de la Concepción y a Almeida.
En los primeros días de estancia allí, el Empecinado y yo salíamos constantemente al campo. El Empecinado estaba alojado en una casa de la plaza del Consistorio, y yo por aquellos días vivía cerca de él con la familia de un pañero, de quien me hice gran amigo. Después tuve que establecerme en una finca extramuros de la ciudad.
Ya instalados, la primera expedición que se intentó desde Ciudad Rodrigo fué una sorpresa contra Zamora, ocupada por escasas fuerzas realistas. Se encargó de ella un viejo coronel apellidado Ruiz, pero la comenzó con tan poco tacto, que no hubo más remedio que desistir de la aventura.