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Los parnasianos

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El parnasianismo nace en Francia como una reacción, un llamado al orden frente a los excesos del romanticismo. Pero no hay manera de entender el parnasianismo si no se lo estudia como una de las manifestaciones que buscaban salir del laberinto romántico, desde el romanticismo mismo, para ir hacia otras dimensiones. En tal sentido es que debe tenerse en cuenta que el parnasianismo es anterior al modernismo por muy pocos años, y que, mientras uno es de raigambre europea, el otro es una invención americana. Es común a ambos el diagnóstico de agotamiento en que se encontraba el romanticismo, y ambos se mueven a partir de allí en busca de oxígeno. Ahora bien, si el diagnóstico de agotamiento retórico del romanticismo es severo en Europa, cómo podría ser en América, donde el romanticismo presentaba las características que ya conocemos.

París es la ciudad donde se inicia la reacción parnasiana, alrededor de la revista Le Parnasse Contemporain, publicada entre 1866 y 1876 y animada por Leconte de Lisle, José María Heredia, Sully Proudhomme y Théophile Gautier, entre otros. La reacción proponía una dupla distinta a la del romanticismo, arte y vida, y se pronunciaba por la de arte y ciencia, añadiéndole la coletilla según la cual debían ir juntos, pero sin confundirse. El ensayista Luis Beltrán Guerrero definía la lírica parnasiana como «poesía de severa precisión formal, de objetiva impasibilidad, exótica y erudita, refinada y exacta, arqueológica y contemplativa» (Guerrero, 1954: 32). En verdad, lo que buscaba decir el ensayista es que el parnasianismo, como lógica reacción frente al romanticismo, buscaba negar la fuente de la retórica romántica: la efusión individual, la confesión personal. De allí que la emocionalidad estuviese proscrita del campo semántico parnasiano. Si los poetas románticos cantan, gimen, se cuecen en sus martirios, los parnasianos buscan la serenidad marmórea de los griegos. Algunos críticos e historiadores, que les ponen mucha atención a las luchas de poder en el intramundo literario, le asignan gran peso a la intención parnasiana de estremecer el trono de Victor Hugo, y no les falta razón, pero las luchas por el poder del convento poético no son los únicos motores de estas revueltas líricas.

El crítico Julio Calcaño, en el prólogo a las Obras literarias de Heraclio Martín de la Guardia, entrega una definición del parnasianismo. Dice:

Para el parnasiano la poesía es el arte de versificar con propiedad, delicadeza y corrección. La propia definición está diciendo que no es más que una de las calidades de la poesía: pero el parnasiano no piensa gran cosa en conmover, en impulsar la meditación o desatar las lágrimas o regocijar el espíritu con rasgos de ingenio; su ahínco lo pone en deslumbrar, en causar admiración con la belleza del verso y de la rima, la armonía del ritmo, la viveza de la imagen y el brillo del colorido. (Calcaño, 1905: 19)

En el fondo, de lo que habla Calcaño es de la devoción griega de los cultores del parnasianismo. De hecho, a Leconte de Lisle, a quien se le tenía por un hombre ilustrado y viajado, se le atribuye la incorporación y el trabajo con el mundo helénico, después de su viaje juvenil a Grecia. Pero no le eran ajenas a este poeta ni la cultura india, ni la tragedia griega, ni Homero. En el prefacio que él mismo redactó para su libro, Cantos antiguos (1852), puede atisbarse una suerte de declaración de guerra y de proclama de los propósitos de esta respuesta al romanticismo decadente.

El último parnasiano que hubo en Venezuela fue el poeta zuliano Jorge Schmidke, quien —en su discurso de incorporación como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua— afirmaba: «La nueva generación poética, convencida de que el devaneo y de que la negligencia de la forma son síntomas característicos de la infancia del arte, se distingue mayormente por el cultivo severo de esta desdeñada forma y por la precisión matemática de las ideas» (Schmidke, 1983: 294). Aquí convendría preguntarse si, en el caso venezolano, la aparición del parnasianismo y del positivismo no fue concomitante. Pues sí, y lo fue apelando a la autoridad de la ciencia, frente a la gratuidad en que caía con facilidad el romanticismo criollo. Por eso decía al principio que el parnasianismo fue un llamado al orden, como también lo fue el fervor científico que alentaba al positivismo. Sin embargo, no está demasiado claro el panorama parnasiano venezolano, y la razón es muy sencilla: los poetas que prendían velas frente a este altar no fueron absolutamente puros en su ofrenda. Quiero decir, en la poesía parnasiana nuestra se hallan rastros del romanticismo que esa misma poesía enfrentaba. Incluso, algunos poetas se inician en la reacción parnasiana y luego regresan al romanticismo de galería que les valía el favor de los lectores. Además, con inusitada frecuencia los lectores críticos no supieron discriminar entre el parnasianismo y la vuelta a cierta rigidez propia del neoclasicismo. De modo que con frecuencia creyeron encontrar rasgos parnasianos en poetas que estaban trayendo de nuevo la severidad marmórea de cierto neoclasicismo autoritario. Estos dos elementos: la turbia separación de las aguas con el romanticismo y la confusión entre la vuelta al neoclasicismo y la actitud parnasiana hacen delicado el trabajo de construcción de un árbol genealógico parnasiano. Sin embargo, veamos, caso por caso, la obra de algunos de los poetas de nuestra nómina parnasiana.

Jacinto Gutiérrez Coll (1835-1901), como casi todos los poetas parnasianos, vaya coincidencia, nació en Cumaná. También, como casi todos los venezolanos de su tiempo, conoció desde muy joven el exilio político. En su caso fue muy favorable: se vio en trance de inmigrante en la cercana isla de Trinidad, de modo que aprendió inglés desde temprano. La obra de Lord Byron se le hizo familiar muy pronto y años después se esmera en la traducción de sus libros. Para entonces, ignoraba Gutiérrez que su vida iba a estar signada por el destierro durante muchísimos años. Pero, a partir de 1864, el periplo extranjero del poeta está sostenido por la comodidad: fue canciller, y luego diplomático con destinos envidiables: París, Roma, Nueva York, alternados con años de servicio público en Caracas, donde llegó a ser director general de Instrucción Pública.

Los sonetos de Gutiérrez Coll, que solo a principios del siglo XX se recogieron en libro, están cincelados por la sobriedad buscada por el parnasianismo. Sin embargo, a veces se le impone una emocionalidad más romántica que marmórea; es como si el proyecto de domeñar el espíritu romántico fuese traicionado. De allí que Max Henríquez Ureña, en su indispensable libro Breve historia del modernismo, lo descartara como poeta parnasiano conspicuo. Dice: «Pero el parnasianismo es una actitud antes que una cuestión de forma o de elección de temas, y esa actitud tiende a lo impersonal. Gutiérrez Coll, Fombona Palacio y Gabriel Muñoz son poetas emotivos: en ellos prevale el sentimiento personal» (Henríquez Ureña, 1954: 296).

Pedro Emilio Coll, en una sentida semblanza que hace en el momento de la muerte del poeta, afirma:

Sus versos no revelan sino una parcela de su espíritu. Como Stéphane Mallarmé —a quien se parecía en más de un respecto— poseyó el arte de hacer de sus conversaciones obras perfectas de filosofía y de estética. En el viejo jardín platónico hubiera podido llevar digna y serenamente la clámide. El verso fue para él un reposo, una tregua en la batalla de sus pensamientos, el último consuelo de su tristeza intelectual. (Coll, 1982: 27)

Al igual que Coll, otros autores insisten en señalar la melancolía como el rasgo central de su lírica y de su personalidad. En verdad, muchos de ellos confundieron los rasgos personales del poeta con los de su poesía, caso muy común, por cierto. Más que melancolía, lo que se halla en sus versos es algo parecido a la serenidad, a la mansedumbre.

La poesía de Miguel Sánchez Pesquera (1851-1920) es de difícil ubicación. Si bien De Sola y Picón Salas la tienen, junto con la de Pérez Bonalde, como precursora de la modernidad, pareciera una contradicción comentarla en el capítulo de los parnasianos, pero veamos por qué no lo es. Los rasgos de modernidad que hallaron estos estudiosos en su obra son indudables, aunque no con la entidad con la que se hallan en una obra ya compleja, profunda y por ello moderna, como la de Pérez Bonalde. Las señas de identidad de la poesía de este cumanés son entre románticas y parnasianas, es decir: irrumpen desde el romanticismo con las armas de su tiempo ya cosmopolita, ya helénico, ya severo frente a la gratuidad del romanticismo, ya parnasiano en la medida en que esta actitud fue crítica del romanticismo formulario. La modernidad que se atisba en Sánchez Pesquera puede encontrar razón en su biografía, en muchos sentidos similar a la de Pérez Bonalde.

A los diez años, a raíz de la muerte de su padre y de colaterales calamidades domésticas, emigra con su madre a Puerto Rico, donde se forma con los jesuitas, y luego culmina sus estudios de jurisconsulto en Madrid, para regresar a ejercer en Puerto Rico y en Cuba, donde llegó a ser una autoridad jurídica. Su tránsito laboral estuvo acompañado por el aprendizaje de diversas lenguas, entre ellas el inglés y el alemán, con las que abordó la poesía en sus lenguas originales, y sucumbió ante la tentación de la traducción. Esta labor la desempeñó con solvencia y vertió al español obras de Shelley y de Schiller, y se enfrascó en traducciones del portugués, del francés y del italiano. Culminó sus días de abogado en Madrid, donde finalmente lo halló la parca.

Ha debido regresar a su Venezuela natal en algunas oportunidades, pero no dispongo de evidencias. En cualquier caso, es un hecho que mantuvo relaciones epistolares y bibliográficas con sus paisanos —como lo demuestra el prólogo que Julio Calcaño calzara en su libro de Sonetos (1920)— y que sus poemas fueron leídos por sus contemporáneos. Padeció, al igual que Pérez Bonalde, de la incomprensión de los críticos; para ello basta leer la semblanza que Tejera le extendió y toparse con un ejemplo clarísimo de juicio moral agazapado detrás de la autoridad literaria. Al igual que Pérez Bonalde, la mayor parte de su vida transcurrió en otra parte, lejos del conventillo poético que le habría tocado experimentar si los vientos no lo hubieran llevado a otras costas. Quizás por esta razón vivió de cerca el clima, la «actitud» de su tiempo, en territorios menos periféricos, y trabajó sus versos con naturalidad. Su bibliografía contempla dos poemarios: Primeras poesías (1880) y el ya citado Sonetos (1900), ambos publicados en España, así como la Antología de líricos ingleses y angloamericanos (1918), que trabajó durante años. Dudé en varias oportunidades su consideración como un poeta venezolano, ya que presenta circunstancias similares a las de Antonio Ros de Olano o José Heriberto García de Quevedo, pero opté por considerarlo como tal, a pesar de que no regresó a vivir a Venezuela después de los diez años de edad, porque su obra poética buscó los lectores nacionales, primordialmente. Su producción, aunque escasa, circuló entre nosotros con el sello de los paisanos y la venezolanidad del autor jamás fue desmentida sino, todo lo contrario, exaltada en el recuerdo melancólico de su Cumaná natal. También terminó de convencerme el hecho de que la crítica de su tiempo lo tuvo presente, lo leyó, y valoró sus obras en el marco del sistema de la poesía nacional.

No es por casualidad que tanto Gutiérrez Coll como Sánchez Pesquera hayan pasado la mayor parte de sus vidas fuera de Venezuela, hayan acudido a las fuentes del parnasianismo con mayor facilidad y, además, sean los cultores más elaborados de esta actitud poética entre nosotros. Algo parecido ocurrió con Pérez Bonalde, como ya hemos visto. ¿Apunta este comentario a demostrar que en suelo patrio fue imposible alcanzar las cotas más altas de elaboración lírica? Es evidente que el universo poético venezolano de finales del siglo XIX no fue el más propicio para el desarrollo de los talentos ni el más permeable a las corrientes de las metrópolis. Fue, por el contrario, bastante reaccionario a todo aquello que se saliera de los cánones de la corrección lírica castellana, establecida por unas autoridades literarias tan atrabiliarias como cortas de horizontes. De modo que sí, es cierto que si estos poetas no hubiesen emigrado se les habría hecho muy cuesta arriba desarrollar unas aventuras líricas al margen de lo que la ortodoxia de su tiempo caraqueño establecía. Precisamente, por ello es que sus obras son escritas y publicadas en el exterior, al margen de las pautas del conventillo, sin que por ello quedaran a salvo de la sanción de los críticos de su tiempo, que no veían más que desvíos de la moral católica en la expresión de la desolación y el pesimismo, que cualquier poeta moderno no hace sino pulsar en las venas del mundo. Así es como, de nuestros parnasianos, los dos más representativos son estos primeros viajeros, desterrados no por razones políticas sino por encrucijadas familiares o simplemente por favores del destino.

Gabriel Muñoz (1863-1908) no nació en Cumaná; llegó al mundo en Caracas y sus biógrafos coinciden en afirmar que recibió una educación esmerada por parte de sus padres. Su vida literaria tuvo lugar en los periódicos de su tiempo; no llegó a recoger sus poemas en libro mientras vivió. Es póstumamente cuando se recogen sus Helénicas (1929) y se salvan del océano hemerográfico. Aunque sus versos están poblados de rasgos parnasianos, también los efluvios del viejo romanticismo se cuelan entre sus palabras. Muñoz hizo suyo este clima griego de su tiempo, pero el eco de Abigaíl Lozano aún reverberaba en la Caracas de sus años mozos. No es su poesía la más acabada de la promoción parnasiana. Estuvo, al decir de Luis Correa, dominada por cierto fragmentarismo, pero es innegable que intentó criollizar el parnasianismo de origen francés. Muñoz murió de cuarenta y cinco años y, en verdad, no llegó a completar una obra de significación, lamentablemente.

Con la obra de Miguel Pimentel Coronel (1863-1905) ocurre lo mismo que con la de Muñoz: quedó inconclusa. Muere a los cuarenta y dos años en París y la deja recogida en dos libros: Los primeros versos (1887) y Vislumbres (1905). Había nacido en Bejuma, estado Carabobo, y sus días laborales se consumieron en el fuego del periodismo, la diplomacia y las dotes oratorias que lo distinguieron, así como en los avatares de la vida política. Su poema «Los paladines» fue sumamente popular en su tiempo y, sin duda, las facultades histriónicas del poeta contribuyeron a hacer de su lectura pública un acontecimiento. El parnasianismo de Pimentel Coronel a veces se confunde con rasgos románticos de manera difícil de separar, de modo que la conciencia que ejercía sobre su discurso no fue todo lo aguda que se hubiera esperado.

La aproximación a la poesía de Andrés Mata (1870-1931) se efectúa por caminos diversos y hasta encontrados. Para un sector de la crítica es un precursor del modernismo (Guerrero, entre otros) y para otro sector es un romántico tardío. Para ambos, eso sí, es un autor que logra cautivar a grandes audiencias, pero —como sabemos de sobra— esto no siempre guarda relación con la magnitud de sus aportes.

Para Uslar Pietri, los versos con que Mata despide el féretro de Pérez Bonalde son una prueba de la incomprensión que la poesía de este último padeció en la Caracas de su tiempo. Pero, también, son un libelo contra el propio Mata. Dice Uslar: «El poeta Andrés Mata dijo sobre la tumba: “Ese muerto no ha muerto”. Se equivocaba. Muerto estaba Pérez Bonalde. Mudo y enterrado en su heineano ataúd. Y la mejor prueba eran los mismos versos, casi anacrónicos, que estaba diciendo el joven poeta» (Uslar Pietri, 1953: 942). Muchos otros juicios adversos a la modernidad de la poesía de Mata pueden hallarse, así como algunos otros de tenor distinto. Entre todos ellos el de Rafael Ángel Insausti es de los más justos. Dice: «Con su actitud frente a la vida y la poesía, el autor de Pentélicas y Arias sentimentales nunca traspasó la frontera romántica. Su modernismo es de superficie y de apariencia. Identificación total con ese movimiento jamás la hubo. Lo único entrañable y vital es su actitud romántica» (Insausti, 1984: 328). Aquí Insausti toca fondo: lo que ocurre es que Mata, en sus inicios, recurre a ciertos modismos, más que modernistas, parnasianos, y a partir de allí cierta crítica fantasiosa llega a parangonar su poesía con la de Martí o la de Darío, sin advertir que aquellos primeros efluvios, los de Pentélicas (1896), no son más que las incomodidades del parnasianismo frente a su matriz romántica. El propio Mata con su obra posterior lo confirma: su poesía se aclimata dentro del romanticismo, pero con décadas de desfase. Quizás por ello su poesía anidó en lo que cierta crítica llama «el alma nacional», es decir: el tintineo romántico se hizo reconocible y familiar, como las melodías sonoras que se repiten con alegría hasta el infinito. Sí, es cierto: Mata es, después de Abigaíl Lozano y de Domingo Ramón Hernández, y antes de la aparición de Andrés Eloy Blanco, el poeta más popular de Venezuela, pero en verdad el interés que su obra podría despertar, más allá de ser un fenómeno sociológico, está en los rasgos parnasianos de su primer libro, jamás en Arias sentimentales, que lleva pie de imprenta de 1930, un libro romántico, cuando ya hasta el modernismo había sido barrido por la vanguardia.

Con frecuencia, la crítica confunde popularidad con valor literario, sin detenerse a discernir sobre la naturaleza de la popularidad; otras veces, ha sido una coartada: cuando por razones políticas o personales se impone un elogio, pues se recurre al de «la popularidad» o al del «alma nacional», para no entrar a opinar sobre el peso estético o la importancia histórico-literaria de una obra.

Hasta aquí la nómina principal del parnasianismo criollo. No ignoro que omito otros nombres, pero si entendemos el parnasianismo como una actitud frente al romanticismo que le fue abriendo camino al modernismo, no podemos considerar la poesía parnasiana tardía sino como lo que es: la expresión fuera de tiempo de una estética que se caracteriza, precisamente, por su transitoriedad.

El coro de las voces solitarias

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