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Andrés Bello y el proyecto americano

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Si Andrés Bello (1781-1865) hubiese permanecido en Caracas durante los años que se inician con el 19 de abril de 1810 y culminan con la muerte de su compañero de viaje, Simón Bolívar, en 1830, es sumamente probable que no hubiese podido construir una obra. Aunque esta hipótesis no hay manera de comprobarla, no por ello es menos cierto que su permanencia de diecinueve años en Londres fue, más que beneficiosa, fundamental. Seguramente, si al propio Bello alguien le hubiera esgrimido esta tesis, su respuesta habría sido una mueca de desacuerdo. La vida de Bello en la capital de Gran Bretaña no fue miel sobre hojuelas. No solo vivió tan pobre que alguna vez temió acercarse a la mendicidad, sino que se hizo viudo y vio cómo sus hijos pequeños mordían la arena cruel de la orfandad. Sin embargo, sobrepuesto al infortunio de la pérdida, volvió a casarse y tuvo más hijos, pero con semejante proyecto familiar no hubo ingreso salarial que lo alejara de la pobreza.

La vida de Bello puede organizarse en tres etapas. Una primera, que comienza con su nacimiento en la Caracas colonial y culmina con el viaje a Londres en 1810; una segunda, que se inicia el día en que llega a la casa de Miranda, en la Grafton Way de Londres, a los veintinueve años, y que concluye en el instante en que zarpa hacia Chile, a los cuarenta y ocho; la tercera y última es la plenitud chilena, que concluye con su muerte, a los ochenta y cuatro años, en 1865. Estas tres etapas vitales dan pie para organizar, también, su obra poética: del período caraqueño nos queda su lírica bucólica, aquella que Picón Salas llamó «sueño virgiliano», aquella que se declamaba en casa de los Ustáriz y que luego fue publicada por Bello, después de haber pasado por el crisol de sus severos criterios selectivos. No es esta su etapa poética luminosa.

La segunda etapa va de la mano de sus años londinenses, de su rutina diaria de asistir a la biblioteca del British Museum a leer fervorosamente. Los bibliotecarios lo reconocían y le respetaron la costumbre de ocupar el mismo sillón, frente al mismo escritorio, durante casi veinte años. Allí estaba mister Bello leyendo, investigando, navegando entre folios y lomos de cuero que contenían el intento de organizar el mundo. Sobreviviendo como preceptor de los hijos de primeras figuras de la política inglesa, mister Bello combina sus días entre la enseñanza y la investigación, entre la lectura y la escritura. Hacia 1823 le da forma a un proyecto editorial: ese año sale la revista Biblioteca Americana, órgano que anima la Sociedad de Americanos en Londres, a la cual está afiliada Bello, y en ella se publica su «Alocución a la Poesía». La revista tuvo, como era de esperarse, corta vida, pero no ocurrió lo mismo con el entusiasmo de Bello. Esta vez se embarca en un proyecto solitario: hacer otra revista que llevará por nombre Repertorio Americano. En el primer número publica la «Silva a la agricultura de la zona tórrida». Corre el año de 1826.

Según Emir Rodríguez Monegal, en su libro El otro Andrés Bello (1969), en estos años (1823-1826) se produce un cambio sustancial en el caraqueño. Afirma:

Se produce en la situación literaria y poética de Bello una transformación tan sutil que ha sido muy poco advertida, si no totalmente ignorada por sus biógrafos y críticos. En esos tres años Bello madura rápidamente su estética y su visión creadora. Como crítico, salta del eclecticismo sazonado con que contempla el crepúsculo del neoclasicismo en sus artículos de la Biblioteca, a la comprensión de poetas y estéticas del romanticismo triunfante; como poeta, madura su visión americana y produce la «Silva a la agricultura de la zona tórrida». (Rodríguez Monegal, 1969: 79)

Encuentra Rodríguez Monegal una diferencia entre la Alocución y la Silva, obviamente, a favor de esta última. Cree el crítico uruguayo que entre una y otra se afina la visión bellista de la circunstancia americana. Incluso llega a atribuirle este cambio al trato cotidiano de Bello con Olmedo. En efecto, este dato es valioso, pero de ninguna manera único. Las preocupaciones americanistas de Bello son de larga data. Lo que sí puede ser cierto —y aquí apunta bien Rodríguez Monegal— es que la presencia de Olmedo en Londres, a partir de 1824, entusiasma a Bello en el avance de su Silva, pero de ninguna manera la determina. De hecho, el proyecto de las silvas lo viene afinando desde antes de la fundación de la Biblioteca Americana, como bien lo demuestra Pedro Pablo Barnola, s.j. en su «Estudio introductorio» al tomo II de las Obras completas de Bello, en 1962. Ambos textos, la Alocución y la Silva, formaban parte de un largo poema que se titularía América y que estaría formado por las silvas que el autor ya había compuesto. Por diversas razones, el poema América nunca se publicó como tal, mientras que la Alocución y la Silva sí.

Es cierto que la Silva es un poema de mayor importancia que la Alocución: no cabe la menor duda, y es probable que esta profundización de la mirada se haya dado en Bello por diversos motivos, entre ellos el diálogo intenso de los americanos de entonces, en Londres, entre cuyos contertulios se hallaba Olmedo. Ha debido sentir que llegaba el momento para el que se había preparado durante tantos años: darle cuerpo a una idea; pasar del triunfo sobre la Corona española a la construcción de una república; de allí que comenzara por nombrar sus elementos. Ha debido sentir que la tarea de su compañero ya estaba casi concluida, aunque el propio Bolívar no lo pensaba así; y ha debido sentir que debía alzar su voz creadora. La obsesión americana de Bello estaba sembrada en él desde sus tiempos coloniales en su Caracas natal, pero era ahora, después de años de destierro, cuando podía expresarse en toda su magnitud. De allí que la «Silva a la agricultura de la zona tórrida», aun siendo su poema más acabado, su poema fundacional, sea también pieza de un proyecto al que Bello le imaginaba diversas facetas. Ese proyecto americano del caraqueño se expresaba de manera excelsa en su poesía, pero también lo hacía en su labor de docente; lo hizo luego en su tarea de legislador y ya se expresaba en sus estudios lingüísticos, así como en su tarea de filólogo. El Bello de Londres, así como el de Caracas, está preparándose, sin saberlo, para ser uno de los arquitectos intelectuales del Nuevo Mundo. La obsesión americana, ya manifiesta en la Alocución, encuentra un cauce más hondo, menos anecdótico, más universal en la Silva; es como si el torrente que pide espacio en la Alocución encontrase mayor contención y, en consecuencia, mayor intensidad en los linderos que le fija la Silva. La discusión sobre esta alternativa no es nueva, pero no por ello estamos relevados de terciar en ella. Detengámonos aquí.

Si bien es cierto que en ambos poemas Bello se dirige a alguien, apelando a una forma sucedánea de la epístola, no deja de ser cierto que en la Silva el destinatario es menos abstracto que en la Alocución. El recurso de dirigirse a la poesía, humanizándola, para invitarla a posar sus alas sobre el espacio americano, es más fácil que el de dirigirse a la zona tórrida. Sobre todo si la invitación casi de inmediato se descubre como una estrategia para la descripción de los avatares heroicos de la guerra de Independencia y la relación celebratoria de las ciudades y los países americanos. El paseo que efectúa Bello no puede ser más completo, siempre de la mano de la referencia a la mitología clásica. El poeta levanta hasta el pedestal heroico a Ricaurte, Girardot, Roscio, Piar, Mac-Gregor, Anzoátegui, Vargas, Cedeño y, por supuesto, Bolívar. En su relación poética condena a Boves y no deja de rendirle tributo a su amistad con Javier Ustáriz. Es así como la Alocución va avanzando en su tono celebratorio, pero ciertamente comedido, hacia un territorio enumerativo en el que se dan la mano la crónica y el verso. Pocas veces el poeta se sale del cauce que él mismo le ha fijado a su discurrir ajustado, poco dado a la observación personal, y mucho menos dado a los efluvios de la subjetividad. Ni la interiorización del paisaje ni la subjetivación de la experiencia épica formaban parte del proyecto bellista en la Alocución. Sí habitaban el paisaje del poema, el giro del lenguaje correctísimo y la intención de rendir una experiencia totalizante. No buscaba don Andrés la intensidad, o al menos eso parece, si lo juzgamos por el fruto entregado. De hecho, en un poema tan largo y a veces de tan trabajosa lectura, el riesgo de perderse en unas aguas quietas es grande. Es probablemente por ello que el autor, de pronto, retome la fuerza que lo anima y toque la lira con mayor potencia.

Pero si en la Alocución la invitación a la poesía es a mirar hacia el nuevo continente, su geografía y su épica libertaria, en la Silva se articula una proposición más compleja. La obsesión que mueve a Bello en este poema es de otro tenor: si en la Alocución brilla una exaltación de las armas como instrumento liberador, en la Silva esplende un llamado a la paz. Esta paz con la que Bello, el constructor, sueña, es la de los labriegos. ¿Vuelta a la poesía bucólica de sus primeros años caraqueños? No. La paz que esboza el proyecto americano de Bello es la del trabajo. El poeta se da cuenta de la importancia radical que tiene la curación de la herida de la guerra para la verdadera construcción de una república. Desliza, además, una dicotomía moral: la paz está en el campo; la ambición, en la ciudad. Aquí, sin duda, esgrime una sonrisa el Bello lector de la poesía clásica, pero también la dibuja el humanista.

Forma parte del anecdotario bellista la visita de Humboldt a Caracas, en el 1800, cuando el joven nieto del pintor Juan Pedro López e hijo del abogado Bartolomé Bello cuenta diecinueve años. Deslumbrado, sigue los pasos de Humboldt —y de su ayudante, Bonpland— a lo largo de sus indagaciones caraqueñas, aunque no se sabe por qué no los acompañó en la ascensión al Ávila, de la que queda el relato del sabio alemán en su libro fundamental. Todo indica que el interés botánico del joven poeta se vio súbitamente fortalecido cuando Humboldt le abre las puertas de su sabiduría. Más allá de la anécdota, lo cierto es que en la Silva es notable el conocimiento de la flora propiamente americana. En ella, es como si la ausencia de las figuras de la mitología clásica se hubiese cubierto por lo específicamente americano.

Dos flechas dispara Bello desde su proyecto americano: le da voz a lo particular, que es patrimonio de unas repúblicas nacientes que necesitan como nadie fortalecer su individualidad y, además, busca revelarles poéticamente un mundo a los europeos. Ese mundo sobre el que la taxonomía del barón de Humboldt ya ha hecho su trabajo es el que adquiere estatura poética, el que es nombrado por el humanista caraqueño. Dos son los sujetos a los que Bello se dirige: el americano que necesita ser verbalizado para existir y el europeo que es capaz de legitimar su discurso.

La segunda etapa de su poesía concluye, como dijimos, en 1829. Busca regresar a su país, pero las condiciones no le son propicias; en cambio, Chile le abre sus puertas. Si allí llega a tener lugar el esplendor del maestro, del legislador y del filólogo, no ocurrió lo mismo con el poeta. Para el momento en que zarpa hacia Valparaíso, lo fundamental de la obra poética de Bello ya está escrito. Durante el período chileno publica algunas de las traducciones que adelantó en Londres, entre ellas las de Tibulo y Horacio. Además, da a conocer otras, cuyas versiones han sido acabadas en suelo chileno: la de Petrarca y la del Salmo 50. También, su famosa «Oración por todos», imitación de Victor Hugo, es fruto de aquellos años finales, así como el poema «La cometa».

La larga vida de Andrés Bello llega a su final. Estamos en 1865 y este testigo y actor privilegiado ha visto realizarse un sueño. Lo que alguna vez conversó con Bolívar y López Méndez en aquella nave que los llevaba a Inglaterra es un hecho: las repúblicas americanas se abren paso hacia su razón de ser y en ese camino, sin duda, el aporte de Bello es principal. Tanto es así que la poesía americana que le sucede es, en muchos sentidos, tributaria de su proyecto americano. Hasta finales del siglo diecinueve, de su siglo, la influencia del poeta es determinante. No solo queda su huella en los inmediatos sucesores —que llevan el testigo más allá de donde lo encontraron—, sino en autores como Francisco Lazo Martí, casi ochenta años después de la publicación de la «Silva a la agricultura de la zona tórrida». Pero no lleguemos tan lejos. Por ahora, detengámonos en los poetas que suceden a Bello.

El coro de las voces solitarias

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