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Juan Antonio Pérez Bonalde: ¿el último romántico o el precursor del modernismo?

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Al igual que Bello, Pérez Bonalde escribe su obra significativa lejos de la patria. Pero si el primero en su tarea fundacional abraza el discurso neoclásico, el segundo alcanza el punto más elaborado de nuestro romanticismo. La crítica se divide en dos porciones: los que no le conceden a la frecuentación de las lenguas y la poesía alemana e inglesa influencia determinante en el logro del poeta, y los que sí le conceden peso. Negar que fue un factor determinante es negar el valor de la cultura. Por supuesto que, además de su talento indudable, su poesía es la que llega más alto dentro de los cánones del romanticismo porque bebió de sus fuentes originales, entre otras razones. Pero, antes de entrar de lleno en la polémica, examinemos su trayecto.

Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892) nace en Caracas, en el seno de una familia liberal; por ello mismo experimenta un primer destierro en 1861, cuando el grupo familiar se ve en la necesidad de emigrar a Puerto Rico. Ya para entonces, las primeras nociones de alemán le han sido ofrecidas, gracias a la amistad de sus padres con Carlos Zappe. Entre sus quince y sus dieciocho años vive en dos islas caribeñas: primero Puerto Rico y luego Saint Thomas. Regresa a Caracas cuando las condiciones cambian, en 1864. Entonces la vena poética comienza a manifestarse: su poema «Una lágrima más» fue escrito en 1864, el mismo año en que comienza a ayudarse económicamente impartiendo clases de piano. Luego, anualmente, va publicando uno o más poemas en los periódicos de su tiempo, hasta que en 1870, de nuevo, sale al exilio.

Esta vez la causa es Guzmán Blanco. El Ilustre Americano se entera de que unos versos que han sido declamados por un payaso en el número de variedades, después de la corrida del domingo, son obra de un joven poeta de apellido Pérez Bonalde. En la composición se hace burla del general y, lo que es peor, el público entre risas aplaudió con insistencia. Al día siguiente, llegó la orden al poeta: ocho días para abandonar el país. Tiene veinticuatro años y corre el mes de marzo de 1870, su madre está enferma e intuye que en la despedida va el último abrazo. Así fue; meses después de su partida a Nueva York, fallece la madre en Caracas. Probablemente, intuía el poeta que aquel viaje iba a ser largo, pero no lo sabemos. Lo cierto es que vuelve varias veces a su ciudad natal, pero no de manera definitiva hasta 1889, cuando ya regresa enfermo para morir tres años después.

Justo después de su primera visita, en 1876, acomete su primer gran poema, de los tres legendarios que escribió: «Vuelta a la patria». Lo incluye en su libro inicial: Estrofas (1877). A partir de 1870, las condiciones naturales del poeta encuentran su mejor camino. Basta recorrer su primer libro buscando cuáles poemas ofreció antes del destierro y cuáles después para percatarse del ahondamiento de sus recursos y sus ritmos. «Vuelta a la patria» representa la culminación de una primera etapa, en la que trabaja en la traducción de Heine y ya ha leído a los románticos ingleses. Hasta esa fecha, sin la menor duda, ningún venezolano ha escrito un poema de mayor resonancia interior, de mejor arquitectura, de más acompasada musicalidad. En ningún poema nuestro la interiorización del paisaje y la secuencia del viaje han sido trabajados con tanta profundidad.

Madre, aquí estoy: de mi destierro vengo

a darte con el alma el mudo abrazo

que no te pude dar en tu agonía;

a desahogar en tu glacial regazo

la pena aguda que en el pecho tengo

y a darte cuenta de la ausencia mía.

Dos ausencias se suman: la del desterrado que vuelve y la de la madre, que ha fallecido en ausencia del hijo. Con frecuencia se ha destacado más la destreza paisajística del poema, en su faceta descriptiva, pero lo que se trabaja de fondo es también relevante: la relación madre e hijo, la identificación entre la madre y la tierra que se ha perdido por la fuerza del exilio político. Pero, además, ocurre un diálogo entre el hijo que vuelve y se confiesa y la madre que está y no está, que aún late en el corazón de su hijo perdido. El poeta da cuentas de lo que ha sido su devenir, y de pronto se percata de que la madre no puede escucharlo. Lástima: la vida de aquel hijo desterrado se ha ensanchado en exacta proporción al itinerario de sus viajes por el mundo.

Lejos de haber llevado la vida de clochard que hubieran esperado sus biógrafos románticos, el caraqueño consigue de inmediato un trabajo que supo mantener a lo largo de su vida neoyorquina. Era comisionista, representante viajero de una firma que vendía perfumes: Lahman & Kemp. El sueldo que devengaba y las comisiones que obtenía le permitieron llevar una vida digna en Manhattan, pero le dieron algo más precioso: el planeta. Gracias a la firma, Pérez Bonalde fue haciéndose un trotamundos. Así fue como se enriqueció con todo tipo de vicisitudes en África, en Europa y en Asia. Hasta un naufragio abandonando un puerto ruso lo detuvo por semanas en Escandinavia. De todo ha debido pasarle: desde los confesos amores del marinero que toca un puerto y se va hasta la relación amistosa con los escritores de su tiempo, así como la profundización de su cultura musical, que llegó a ser francamente asombrosa. Si el cosmopolitismo del modernismo en muchos casos iba a ser un proyecto, en Pérez Bonalde era una realidad innegable.

«Vuelta a la patria» no es el fruto de un destierro relámpago o baladí; es el fruto de largos años haciendo alma lejos del lar nativo. De lo contrario, sería imposible la construcción del poema, sería incomprensible la sincronía entre la emoción del que se acerca a su patria amada y el avance de la nave rumbo al puerto. Desde el retrato de la cordillera de la costa, vista desde el mar, el vaivén de las olas se hace interior, se espiritualiza, pierde su condición física para desmaterializarse en una evocación memoriosa y profunda. El autor cuenta treinta años. Nunca antes se había trabajado tan profundamente en la poesía venezolana el sentimiento amoroso hacia la tierra, en conjunción con el amor hacia la madre, en una suerte de sinfonía de solapados ritmos entre un amor y otro. Ni una pizca de grandilocuencia, ni una pizca de zalamería bobalicona, ni una pizca de falsedad, como solía presentarse en cierto romanticismo criollo. Se cumplía genuinamente un presupuesto romántico: la vida y el arte como un todo indisoluble.

Aquellos años son propicios en varios sentidos para el poeta: su situación económica mejora y el amor toca a la puerta. En 1879, se casa con Amanda Schoomaker, a quien ha conocido en la Biblioteca Pública de Nueva York. Un año después nace su única hija, Flor, que viene a ser la alegría más preclara de su vida y, vaya ironía, el más duro golpe también. Según refiere el padre Barnola en un artículo esclarecedor sobre aspectos biográficos del poeta, «Rectificaciones biográficas», la niña murió de tres años a causa de un ataque de risa enfrente de sus padres atónitos. Apunta Barnola:

La niñita, sin embargo, debió ser un caso extraño, diríase patológico; criatura de prodigioso desarrollo mental, que antes de los dos años ya entendía y reflexionaba como persona mayor. Y así fue como cierto día, mientras se hablaba durante la comida, Flor entendió algo de la conversación que le causó mucha gracia; de donde le acometió un acceso incontenible de risa, del que se siguió un ataque, y poco después la muerte. (Barnola, 1945: 187-188)

Pero antes de la muerte de Flor, que en cierto sentido fue también la muerte del poeta, nuestro autor había publicado un segundo libro: Ritmos (1880). En él viene el más complejo poema que llegó a escribir: «El poema del Niágara». Hasta la fecha de la publicación de este canto abismal, la poesía venezolana no registraba un hecho poético de semejante profundidad.

El poema recoge una contemplación activa, dialogante, de la naturaleza en su expresión fluvial. Pero el río que observa en Canadá Pérez Bonalde no es el río de los románticos; es un río moderno, es el río de Heráclito que de pronto estalla en mil pedazos por causa del abismo. De modo que el río simbólico de los románticos se deshace en el canto del poeta quien, además, adelanta una operación moderna: el salto del agua hacia el vacío pasa a ser el salto del hombre en su tránsito vital. A partir de aquí, el poema cobra resonancias metafísicas: el agua que se fragmenta, que se multiplica, que se hace plural ya no es el agua, es la condición humana. El salto hacia el vacío es hermoso y terrible: es la perplejidad del hombre frente a la muerte. El poeta se debate entre el vértigo y la quietud, entre el horror y la belleza.

En el diálogo que va tomando cuerpo entre la catarata y el poeta, el camino de la espiritualización de lo material toca a la puerta. Nuestro autor intuye un espíritu regente de la ferocidad del agua que se precipita. Cree que en las entrañas del abismo acuático se esconde un genio que guarda los secretos. Sospecha que una sabiduría se oculta detrás de aquel poder creador de belleza y de terror al mismo tiempo. Entre el poeta y el genio mudo se metaforiza la relación del hombre con sus dioses, o con su Dios. El poeta, ardido en interrogantes, en dudas, asado en el fuego del misterio, solo alcanza a preguntar, a preguntar. Aquí Pérez Bonalde apela a un recurso intertextual y construye el mismo juego de Edgar Allan Poe en «El cuervo», es decir, alguien pregunta y una voz lacónica responde. Si en un poema responde el cuervo, en el otro responde el eco, pero en ambos diálogos la respuesta es entre escueta y enigmática. ¿No es esta, acaso, la relación que mantenemos con Dios? ¿No se nos pide fe, y más fe, para poblar el vacío que deja el silencio de Dios? El canto va como avanzando hacia su altura religiosa, entonado sobre la condición principal de la modernidad: la duda.

Entonces, ¿por qué ruges,

magnífico y bravío,

por qué en tus rocas, impetuoso, crujes

y al universo asombras

con tu inmortal belleza,

si todo ha de perderse en el vacío…?

¿Por qué lucha el mortal, y ama, y espera,

y ríe, y goza, y llora y desespera,

si todo, al fin, bajo la losa fría

por siempre ha de acabar…? Dime, ¿algun día,

sabrá el hombre infelice do se esconde

el secreto del ser…? ¿Lo sabrá nunca…?

Y el eco me responde,

vago y perdido: ¡nunca!

Al final, ya superada la experiencia del abismo, el autor siente que debe tomar partido, y ante la parca expresión del eco en su interpretación del genio, opta por una respuesta: la poesía. Hace el elogio y la anatomía de su naturaleza y se confiesa consagrado a sus dictados. Pero, también, al final opta por una resignación moderna y alcanza una certeza: todo se perderá, hasta el río que se precipita en la catarata.

¡Yo pasaré también; irá mi canto

a extinguirse en el seno de la muerte

a donde todo va; y allí do ardía

la sacra inspiración, el estro fuerte

del infelice bardo que su llanto

supo olvidar un día

para cantar tu gloria,

sólo habrá vil escoria,

el polvo de una lira confundido

con el polvo del muerto,

el eco de un sonido

perdido entre los ecos del desierto!

En 1883, el poeta decide la publicación de este canto solo y le solicita un prólogo a José Martí, a quien —según Enrique Bernardo Núñez en su ensayo sobre la vida y obra del caraqueño— ha conocido en la tertulia que sostienen los latinoamericanos residentes en Manhattan en la calle 14, en el salón Theiss. Martí es elogioso. Afirma: «Este poema fue impresión, choque, golpe de ala, obra genuina, rapto súbito» (Martí, 1977: 309). Y más adelante señala: «Y Pérez Bonalde ama su lengua, y la acaricia, y la castiga; que no hay placer como este de saber de dónde viene cada palabra que se usa, y a cuánto alcanza» (Martí, 1977: 310). El prólogo del cubano, además, es un manifiesto del modernismo. En él se detiene en las condiciones y circunstancias del escritor de su tiempo, dibuja el clima intelectual de su época, descarta las piedras del pasado y anuncia el esplendor que germina en las entrañas de los nuevos autores. Entre ellos, destaca a Pérez Bonalde. No fue gratuita, entonces, la expresión de Uslar Pietri en uno de los ensayos más penetrantes que se han escrito sobre el poeta: «Lo esencial del premodernismo está en él» (Uslar Pietri, 1953: 941).

Volvamos a 1883 y al hecho nefasto de la muerte de Flor. Después de este drama, el matrimonio con Amanda Shoomaker, ya de por sí mal avenido, se deshace definitivamente. Comienza la última etapa de la vida de Pérez Bonalde; le quedan por delante la escritura de un poema de mediano aliento y de profunda intensidad, y la conclusión de su obra magnífica de traductor. Escribe otros poemas, pero ninguno de la entidad de «Flor».

Flor se llamaba: flor era ella,

flor de los valles en una palma,

flor de los cielos en una estrella,

flor de mi vida, flor de mi alma.

A lo largo de toda la finísima elegía se descubre el alma elegante del poeta. Su canto es como un fado, como una delicada balada que se pronuncia en voz baja para no irrumpir en llanto. Ni lamento ni llanto desconsolado, sino una dolorosa asunción de la terrible fatalidad, y un retrato como de acuarela del lugar que aquella hija ocupaba en su alma.

En los años que siguen, persiste en la experiencia neoyorquina y en el viaje permanente. Dedica todas sus fuerzas creadoras, al margen de las del trabajador comisionista, a la empresa titánica de la traducción. Se sigue moviendo por el mundo, pero va herido. Se sostiene con la ilusión de poder concluir la mejor traducción al español de El cancionero de Heine; ese sueño lo mantiene en pie. Viaja a España y establece vínculos con Marcelino Menéndez Pelayo, al decir de Grases, «maestro de la crítica española». Le muestra el trabajo adelantado de la traducción para su justa valoración y el crítico le contesta una epístola. Cuando sale, finalmente, la traducción en Nueva York, gracias al apoyo de los dueños de Lahman & Kemp, lleva la carta de Menéndez Pelayo en el lugar del prólogo. En ella, mayor elogio no se puede ofrecer. Llama a la traducción «el monumento más insigne que hasta ahora han dedicado las letras castellanas al último gran poeta que hemos alcanzado en nuestro siglo» (Medina, 1984: 276). ¿Qué más puede decirse?

A la traducción del poemario del alemán, le sigue la de «El cuervo» de Poe. A todas luces, este texto le daba vueltas desde hace tiempo en la cabeza, hasta que se decide a hacer la versión en español. Corre el año de 1887 y la obra de poeta, no de traductor, parece haberse quedado en una suerte de letargo. En verdad, después de la muerte de su hija son muy pocos los poemas que completa. Los tragos amargos lo han acercado a formas de compensación que se pagan muy caro: se ha ido haciendo adicto a la morfina.

En estos años finales enfrenta, también, una polémica con Felipe Tejera, el autor de Perfiles venezolanos. En su libro aparece un retrato de Pérez Bonalde que motiva la respuesta del poeta, pero su contestación no puede ser más ejemplar: se esmera en la redacción de dos semblanzas, una de Richard Wagner y la otra del propio Heine, y ambas son una contundente lección para Tejera, una severa instrucción de cómo debe abordarse seriamente una semblanza que combine la vida y obra del retratado. La de Wagner es inteligente, fina, erudita. Tejera, al hacer el perfil del poeta, demuestra su incapacidad para comprenderlo: lo que le reclama es precisamente su máximo valor. Lo recrimina porque es un hombre zarandeado por las dudas y no un creyente. La modernidad de Pérez Bonalde es precisamente la que Tejera no comprende. Afirma: «Revelaba el poeta en sus primeros ensayos aquellas hermosas creencias cristianas que aprendió de sus padres, y su imaginación parecía abrirse como flor de ricos aromas y de colores más durables; empero, parece que la lectura de cierta literatura moderna desesperada le robó poco a poco la nativa fragancia y desvaneció las bellas tintas de su cáliz» (Tejera, 1973: 395).

De pronto, la familia deja de tener noticias del poeta. Se sospecha lo peor, pero finalmente se sabe que está recluido en un sanatorio para morfinómanos en Nueva York. Su hermana, Elodia, a quien está dedicado el poema «Vuelta a la patria», viaja hasta la isla en el río Hudson y puede verlo. La intención es traerlo de regreso a casa, pero los médicos determinan que la terapia indicada es permanecer en larga cuarentena. Allí permanece un año, hasta que zarpa hacia sus costas queridas en 1889, aparentemente reestablecido y preservado de su adicción. La Caracas que encuentra lo celebra, pero en verdad no lo comprende del todo. Se aburre, se quiere ir; el viaje de regreso esta vez ha sido un retroceso de muchos años. Entre las tertulias caraqueñas y las del salón Theiss hay un abismo.

En 1890, el nuevo presidente de la república, Raimundo Andueza Palacio, le concede un cargo diplomático en Amberes. Se embarca de nuevo, pero esta vez el viaje fue inconcluso: se le descompensa la salud a bordo y se ve en la necesidad de bajarse de la nave en una de las islas antillanas. La vuelta a casa es ahora inexorable. Ya intuye que la muerte ha comenzado a rondarle. Los médicos le recomiendan vivir cerca del mar, de modo que abandona su ciudad natal y se muda a casa de una sobrina, en La Guaira. Allí transcurren sus últimos dos años. El daño que le ha causado la morfina ya es irreparable: un mal día se le paralizaron las piernas y quedó postrado; luego lo sacudió una hemiplejia que le quitó el habla y, finalmente, lo fulminó la misma emergencia. Murió abrazado a un crucifijo, a los cuarenta y seis años, el 4 de octubre de 1892.

Solo me resta intentar responder la pregunta que encabeza el capítulo. No fue Pérez Bonalde el último de los románticos. Lamentablemente, hubo muchos más después de él que persistieron repitiendo fórmulas huecas del romanticismo; pero sí fue, sin la menor duda, quien formalizó mejor el espíritu romántico de su tiempo. Las razones ya las hemos ofrecido. En cuanto a su poesía, como precursora del modernismo, no abrigo ninguna duda: lo fue, y lo fue en la medida en que el modernismo no objetó el romanticismo de inteligente factura. El modernismo irrumpió en contra de la retórica romántica, que había poblado de sandeces y de llanto los territorios de la poesía. La prueba de que los modernistas no aborrecían el romanticismo es que muchos de ellos (Martí, Darío) rindieron el tributo merecido a sus antecesores. Precisamente, el prólogo de Martí al «Poema del Niágara» es, además de un prefacio, un documento fundamental para comprender los inicios del modernismo. Pero, además, la condición precursora de Pérez Bonalde no solo se manifiesta en su poesía, sino en su obra de traductor. Para los modernistas, las obras de Heine y Poe son fundamentales, y ya sabemos a quién se deben las mejores traducciones al español de la obra de estos poetas.

El coro de las voces solitarias

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