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El modernismo entre nosotros

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Las fechas de aparición de las primeras manifestaciones de lo que luego se llamó el modernismo han sido fuente de una larga discusión, pero investigaciones relativamente recientes parecen haber colocado el punto final a la diatriba. Varios aspectos están claros: la primera vez que se usa el término «modernismo» para designar lo que aquellos autores se proponían tiene lugar en un artículo que Rubén Darío escribió sobre la obra de Ricardo Palma en 1890. Esta circunstancia, aunada a la inmensa popularidad de Darío, ha hecho que durante muchos años los historiadores y críticos de la literatura dieran por sentado que el padre del modernismo fue el poeta nicaragüense. Sin embargo, estudios recientes, sin desconocer el protagonismo del poeta, encuentran en la obra de José Martí las primeras definiciones teóricas del modernismo, así como las primeras expresiones poéticas.

En el prólogo que Cintio Vitier escribe para el libro de Iván Schulman y Manuel Pedro González, Martí, Darío y el modernismo, en 1967, afirma: «La cronología del movimiento quedaba rectificada: sus primeras manifestaciones había que situarlas hacia 1875; su verdadero inicio, en 1882 (año de Ismaelillo y del prólogo al Niágara de Juan Antonio Pérez Bonalde); sus consecuencias, hasta bien entrado el siglo XX» (Vitier, 1969: 10). En verdad, con las investigaciones de Schulman y González quedó deshecho un entuerto de la historia que le atribuía una suerte de insularidad creadora a Darío, dejando de lado a Martí. Otras investigaciones posteriores se han centrado en el análisis de las características sociales hispanoamericanas donde surge el modernismo, entre ellas la de Ángel Rama, Las máscaras democráticas del modernismo. Estos estudios vienen a enriquecer lo que los de Max Henríquez Ureña, Federico de Onís, Ricardo Gullón, entre otros, ya habían establecido sobre este fenómeno. El tema es apasionante y, por supuesto, podría quedarme navegando en sus aguas con mucho mayor detenimiento que el que los límites de este ensayo permiten. Miremos algunas de sus aristas.

Ya hemos visto cómo el romanticismo comienza a agotar su proyecto y, frente a la nave que hace aguas, el parnasianismo se alza como una reacción vivificante en Europa. Lo mismo ocurre en Hispanoamérica, pero con una circunstancia inédita: el proceso de gestación del modernismo y sus cultores más elaborados son americanos. Es la primera vez, como se ha dicho en infinidad de oportunidades, que los nativos de América engendran un movimiento estético en el mundo de habla hispana. Hasta entonces, los americanos solo hemos sido sujetos pasivos en el concierto de la generación de movimientos creadores inéditos. El modernismo, como creación americana, no fue una corriente o una escuela literaria y nada más; fue un movimiento y, como tal, sus coordenadas tuvieron implicaciones tanto estéticas como éticas. De allí que la fuerza de ruptura del modernismo fuese implacable con la retórica del neoclasicismo vetusto o la del romanticismo ya exasperante. Por ello Darío expresó claramente en Historia de mis libros que asistían al entierro de «la celebración de las glorias criollas, los hechos de la Independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas» (Darío, 1916: 24).

No cabe la menor duda: para la literatura hispanoamericana el modernismo vino a significar una suerte de liberación de sus ataduras al muelle. Y en la nuez del modernismo estuvo la palabra «libertad»; de allí que la pluralidad y la heterodoxia hayan sido consustanciales al proyecto modernista. Es obvio: una propuesta estética signada por el presupuesto de la libertad estimula el desarrollo de la individualidad hasta sus grados más excelsos. Adiós a las prescripciones autoritarias del neoclasicismo; adiós a la moralidad implícita en los interminables cantos patrióticos; adiós a la subordinación del arte a una cartilla de preceptos moralizantes; adiós al pasado y bienvenido el porvenir. De allí la denominación de «modernistas». En ella también va la expresión de una apuesta por el futuro, por el futuro que se vislumbra signado por los aportes de la ciencia y la tecnología. La aventura modernista es personal, como también lo fue para los románticos europeos y para los mejores del romanticismo hispanoamericano. Dice Martí en el prólogo al Niágara de Pérez Bonalde:

Ni líricos ni épicos pueden ser hoy con naturalidad y sosiego los poetas; ni cabe más lírica que la que saca cada uno de sí propio, como si fuera su propio ser el asunto único de cuya existencia no tuviera dudas, o como si el problema de la vida humana hubiera sido con tal valentía acometido y con tal ansia investigado, que no cabe motivo mejor ni más estimulante, ni más ocasionado a profundidad y grandeza que el estudio de sí mismo. Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben. No hay pintor que acierte a colorear con la novedad y transparencia de otros tiempos la aureola luminosa de las vírgenes, ni cantor religioso o predicador que ponga unción y voz segura en sus estrofas y anatemas. Todos son soldados del ejército en marcha. A todos besó la misma maga. En todos está hirviendo la sangre nueva. Aunque se despedacen las entrañas, en su rincón más callado están airadas y hambrientas la Intranquilidad, la Inseguridad, la Vaga Esperanza, la Visión Secreta. (Martí, 1977: 302)

He citado in extenso porque no creo que pueda hallarse un programa más moderno que este de Martí. Aunque no agota el tema de la caracterología del modernismo, sí es exacto y revelador de lo que estremecía las conciencias de algunos creadores de aquellos tiempos.

Sin embargo, conviene recordar que los movimientos artísticos no suceden de manera unánime y que, mientras en Martí ya se dan las manifestaciones del cambio, otras conciencias permanecen atadas a los preceptos neoclásicos y románticos. Ya sabemos que los tiempos históricos pueden darse de manera simultánea, y mientras unos vislumbran el futuro, otros trasiegan el pasado. Estos últimos, entonces y ahora, castigan a los innovadores con el expediente de ser seguidores de la moda, caprichosos. Conviene recordar que la andanada que recibieron los modernistas no fue carga liviana; los disparos fueron cerrados desde las capillas de la ortodoxia, llámense academias o autoridades críticas de entonces. Los disparos fueron diversos porque el modernismo fue también diverso. No puede pensarse que un movimiento signado por el resurgir de la individualidad pudiera estar regido por patrones estéticos inflexibles. De allí que, a veces, sea difícil encontrar el punto de relación entre unas obras y otras del mismo movimiento. Recordemos que el modernismo fue, como todo movimiento que se respete, una ampliación de los horizontes de la realidad, no un empobrecimiento de los campos de visión. Ya lo decía Borges, refiriéndose al modernismo, en el prólogo a su libro El oro de los tigres (1972): «… pero si me obligaran a declarar de dónde provienen mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España» (Borges, 1974: 1081).

Veamos ahora algunas aproximaciones a la definición del movimiento. La de Federico de Onís, por ejemplo: «… el modernismo —como el renacimiento o el romanticismo— es una época y no una escuela, y la unidad de esa época consistió en producir grandes poetas individuales, que cada uno se define por la unidad de su personalidad, y todos juntos por el hecho de haber iniciado una literatura independiente, de valor universal, que es principio y origen del gran desarrollo de la literatura hispanoamericana posterior» (Schulman, 1966: 21) Aquí habría que precisar que la independencia del modernismo no implica la negación de sus antecedentes. Por el contrario, tanto Martí como Darío les rindieron el tributo debido a los románticos valiosos; de hecho, el prólogo al Niágara de Pérez Bonalde es eso. Lo que se desprende de la definición de De Onís es que lo que el modernismo emprendió fue una ventura propia, no fue la aclimatación de un movimiento europeo a suelo americano ni la criollización de una escuela literaria. También, la precisión epocal es importante: el modernismo sería incomprensible si olvidamos que responde a un momento histórico americano preciso. Las antiguas colonias españolas levantan las paredes de una república y las naciones recientes ya han podido discernir la circunstancia de lo propio, de modo que aquellas sociedades en formación pasan por la afirmación de lo particular y, en ese sentido, nada más afirmativo de los valores individuales que el modernismo. Es un movimiento basado en la necesidad de construir un futuro propio; de allí que algunos desplantes de Darío suenen hoy excesivos, pero entonces eran necesarios para la manifestación de la voluntad cosmopolita del modernismo. Pero el cosmopolitismo del modernismo nos señala el norte de un proyecto: querían subirse al tren de la modernidad, no querían dejar que el futuro pasara a su lado y los dejara en el andén. De modo que la búsqueda de lo propio pasaba por el reconocimiento del lugar donde la modernidad conocía su apogeo: Europa, y especialmente París. Si por una parte el modernismo era la afirmación de una vocación particular e independiente, por la otra buscaba eco en la metrópolis, que de ninguna manera le era indiferente.

En su libro indispensable, Breve historia del modernismo, Max Henríquez Ureña establece dos momentos en el desarrollo del modernismo. Al hacerlo, lo define:

Dentro del modernismo pueden apreciarse dos etapas: en la primera, el culto preciosista de la forma favorece el desarrollo de una voluntad de estilo que culmina en refinamiento artificioso e inevitable amaneramiento. Se imponen los símbolos elegantes, como el cisne, el pavo real, el lis; se generalizan los temas desentrañados de civilizaciones exóticas o de épocas pretéritas; se hacen malabarismos con los colores y las gemas y, en general, con todo lo que hiera los sentidos; y la expresión literaria parece reducirse a un mero juego de ingenio que solo persigue la originalidad y la aristocracia de la forma. (Henríquez Ureña, 1954: 31)

Y en el segundo momento observa:

En la segunda etapa se realiza un proceso inverso, dentro del cual, a la vez que el lirismo personal alcanza manifestaciones intensas ante el eterno misterio de la vida y de la muerte, el ansia por lograr una expresión artística cuyo sentido fuera genuinamente americano es lo que prevalece. Captar la vida y el ambiente de los pueblos de América, traducir sus inquietudes, sus ideales y sus esperanzas, a eso tendió el modernismo en su etapa final, sin abdicar por ello de su rasgo característico principal: trabajar el lenguaje con arte. (Henríquez Ureña, 1954: 31-32)

Esta división es tácitamente suscrita por Octavio Paz en un ensayo publicado en 1964 sobre la obra de Darío, recogido en el libro Cuadrivio y luego recogido en el tomo «Fundación y disidencia» de las Obras Completas de Paz. Allí toma partido por el carácter fundacional de Darío, motivo por el que tres años después le responde Vitier en el prólogo antes mencionado. En verdad, a Paz la figura de Martí, sin negarla, lo seduce menos que la de Darío. Este ensayo del poeta mexicano es sumamente polémico por varios motivos, pero entre ellos por el de buscar ver el fenómeno del modernismo dentro del juego inevitable de las influencias. Por ello afirma:

… la reforma de los modernistas hispanoamericanos consiste, en primer término, en apropiarse y asimilar la poesía moderna europea. Su modelo inmediato fue la poesía francesa no solo porque era la más accesible sino porque veían en ella, con razón, la expresión más exigente, audaz y completa de las tendencias de la época. (Paz, 2004: 140)

Luego, ubica en el primer modernismo la influencia del parnasianismo y en el segundo la del simbolismo. Lo reduce a un juego de asimilación de influencias francesas. Sin embargo, no lo condena por ello, como sí lo hace con el romanticismo hispanoamericano. Luego, a medida que avanza la navegación del ensayo, Paz va fascinándose con la obra y la figura de Darío y llega a estimarla con un entusiasmo notable, para terminar valorando el modernismo con mucha mayor efusividad que al comienzo. Años después, también, en Los hijos del limo y en La otra voz, matiza los juicios emitidos al inicio del ensayo sobre Darío. Con la escritura de Paz ocurre algo que se sistematiza: da vueltas alrededor de un tema y le ve sus aristas desde todos los ángulos, como si estuviera dando vueltas alrededor de un círculo. De allí que en un mismo ensayo afirme y niegue, sin temor a contradecirse, siempre y cuando ello contribuya al esclarecimiento del fenómeno que estudia. Paz no abandona sus presas hasta que las ha vuelto picadillo. Puede ser, entonces, que en la digestión salgan a relucir estas piezas que parecen contradictorias. También ocurre que este método de decir y desdecirse es un anzuelo subyugante para el lector. Leer un ensayo de Paz es una tarea de sobresaltos y de pinchazos a la inteligencia y a la imaginación, de modo que el método se impone por sobre la búsqueda de un texto blindado contra las contradicciones, las sabrosas contradicciones.

Como vemos, las dificultades para la comprensión del fenómeno del modernismo no han sido pocas y las polémicas no han sido escasas. Desde las que no dudan de la americanidad absoluta del movimiento hasta las que se permiten hacerlo. Pero hay un punto de coincidencia en el hecho de considerar el modernismo como un movimiento y no como una escuela poética de aclimatación de un fenómeno europeo. En esto la coincidencia es casi unánime. También lo es en cuanto a su importancia como propuesta de lenguaje, como movimiento que privilegió el tratamiento de la lengua por sobre otros nortes. También lo es en sus características rítmicas y tonales: los modernistas trabajaron a fondo con el verso castellano, con sus cadencias, con sus construcciones, y lograron subvertirlo para devolverle a la lengua una vivacidad que se había perdido en el seco laberinto neoclásico. No eludieron lo prosaico ni lo arbitrario. El ritmo del modernismo fue novísimo porque fue novísimo también para nosotros el universo que incorporaban al poema. Imposible olvidar otro aporte: para el modernismo la aventura del poema no era un adorno académico, ni el bálsamo para los rigores de la vida, ni la evasión frente a la realidad; era una experiencia de orden espiritual, que incluso llegaron a tener como de distinta y hasta superior jerarquía que la experiencia religiosa. Los modernistas sabían que la materia del poema era de alto voltaje, que los juegos florales tan afectos al romanticismo superficial eran completamente ajenos a su esfera de concepción. Los vínculos entre el ocultismo y el modernismo fueron mucho más estrechos de lo que suele admitirse. No podía ser de otra manera si en el programa modernista estaba la libertad, la disposición a entrar hasta en las cuevas más oscuras sin que les temblara el pulso.

En honor a la verdad, en todo este programa de aportes la mano de Darío es indispensable. Sin que dejemos de reconocer los cimientos iniciales de Martí, lo cierto es que Darío es el protagonista del movimiento en sus dos etapas establecidas: sobrevivió a los iniciadores (Julián del Casal muere en 1893, José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera en 1895 y José Asunción Silva en 1896) y acompañó a la segunda generación modernista hasta que quedó rendido por la muerte. También, la obra de Lugones es insoslayable, sobre todo en esa segunda etapa del modernismo que precisa Henríquez Ureña. Y detengámonos aquí por un instante. Con las dos etapas ocurre algo curioso: el arranque individualista inicial, lleno de graciosos desplantes, de amor al lujo, de cosmopolitismo, de exotismo, fue atemperándose en razón de un llamado. Me refiero al llamado americano. Los modernistas tuvieron la necesidad de darle forma a un reclamo patriótico, guardando todas las advertencias frente al peligro del patrioterismo, al que habían condescendido el neoclasicismo y el romanticismo. Lo importante es que hay un cambio de rumbo, un tránsito de la geografía exótica a la doméstica. De los perfumes asiáticos a los dioses aztecas. Si fuésemos a buscar los aportes más significativos del modernismo, me temo que los encontraríamos en la primera etapa, en la etapa de ruptura. Es como si para desprenderse de la rémora hubiesen tenido que cantar más alto, más lejos y más raro, con mayor libertad. Ya en la segunda etapa pueden encontrarse los primeros vestigios de su propia retórica. De hecho, la vanguardia que sustituirá al modernismo está incubándose en el alma de sus sucesores. Pero, para complicar el panorama, no puede afirmarse que las obras más interesantes de los poetas, individualmente consideradas, hayan sido escritas durante la primera etapa, y un buen ejemplo es el del propio Darío. Pero es perfectamente posible que lo más interesante de un movimiento se dé en momento distinto a las obras de mayor resonancia de sus integrantes.

La fecha de extinción del fenómeno modernista también ha sido objeto de largas discusiones. Para algunos ocurre hacia 1910, con la aparición del soneto de González Martínez, en Los senderos ocultos, donde se propone: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje». Para otros, con la explosión de la Primera Guerra Mundial, en 1914; y para unos terceros con la muerte de Darío, en 1916. No entremos en esta diatriba; aceptemos que, entre 1875 y 1916, se da en Hispanoamérica este movimiento renovador de las letras, que va a abrir el camino del futuro y a clausurar las proposiciones estéticas del siglo XIX. Aceptemos también que los signos de agotamiento del modernismo comienzan a expresarse hacia 1910, cuando ya los cultores epigonales del movimiento incurren en los estereotipos propios de los movimientos artísticos que envejecen, que se anquilosan. Veamos ahora el modernismo en la poesía venezolana.

Lo primero que se impone decir es que el modernismo encontró en Venezuela mayor cauce en la prosa que en la poesía y, además, que si contrastamos las fechas de aparición del modernismo en otros países con las del nuestro, pues, podemos afirmar que comenzó rezagado, tanto para la prosa como para la poesía, pero mucho más para esta que para aquella. El dato no deja de ser curioso si tomamos en cuenta que Martí vivió en Caracas durante el año de 1881, e incluso escribió Ismaelillo al pie del Ávila. Sin embargo, la influencia de Martí en los jóvenes escritores caraqueños no se manifestó de inmediato; cundió en la década siguiente, cuando el modernismo comenzó a manifestarse en dos publicaciones periódicas de enorme importancia para nuestras letras. Me refiero a El Cojo Ilustrado (1892-1915) y Cosmópolis (1894-1895). En la primera, la expresión modernista se limitó a disponer de espacio suficiente en la publicación; no así en el caso de la segunda, donde desde el primer editorial hay una manifestación de fe en el modernismo. Los tres redactores, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y Pedro Emilio Coll, apenas pasaban de los veinte años cuando afirmaban, en su «charloteo»:

En la América toda un soplo de revolución sacude el abatido espíritu, y la juventud se levanta llena de entusiasmo. Rubén Darío, Gutiérrez Nájera, Gómez Carrillo, Julián del Casal y tantos otros dan vida a nuestra habla castellana, y hacen correr calor y luz por las venas de nuestro idioma que se moría de anemia y parecía condenado a sucumbir como un viejo decrépito y gastado. (Polanco Alcántara, 1988: 34)

Pero, como afirmé antes, el modernismo encuentra en Manuel Díaz Rodríguez, José Gil Fortoul, Eloy G. González y los tres del charloteo, entre otros, sus cultores en prosa, llegando a alcanzar la cumbre con los libros de Díaz Rodríguez. Junto a los prosistas estuvo, a pesar de su ardiente juventud, el polígrafo del modernismo: Rufino Blanco Fombona, quien fue de los primeros en cultivar el verso modernista, aunque el balance final de su obra se incline más hacia la práctica de la narrativa y el ensayo. Examinemos su tránsito.

Rufino Blanco Fombona (1874-1944) es, sin la menor duda, uno de los personajes más apasionantes de la vida literaria y política de Venezuela. Asombra que a estas alturas el cine no lo haya tenido como uno de sus caracteres ideales. Pocas vidas más novelescas que la de Blanco Fombona. La sola enumeración de sus oficios es ya sorprendente: escritor, historiador, periodista, editor, político, diplomático, gobernador en Venezuela y en España, masón, duelista, dandy, polígrafo y un largo etcétera que lo hacen un personaje de leyenda. Vivió entre la diatriba política y el llamado literario y supo no diferenciar entre una y otro. De allí que toda su obra sea una estocada pasional, un desafuero argumental, un alegato feroz por la vida vehemente.

Desde muy joven comienza a viajar, bien por encargos de orden diplomático o bien por el destierro forzoso. Apenas con dieciocho años es nombrado cónsul en Filadelfia y, con apenas veintiuno, de regreso en Caracas, es colaborador de El Cojo Ilustrado, para luego irse a Holanda de agregado en la Legación, y luego a Boston. De vuelta en Venezuela, es nombrado secretario de gobierno del estado Zulia. En 1901 está de nuevo en Holanda, pero en 1905 es gobernador del territorio Amazonas, donde se enfrenta al manejo inescrupuloso del negocio del caucho, y es hecho preso en Ciudad Bolívar (después de un enfrentamiento armado donde les dio muerte a sus contendores) para irse a Europa de nuevo hasta 1908, cuando regresa y es diputado. Comienza su oposición acérrima a Gómez y es confinado a la cárcel de La Rotunda hasta 1910, cuando sale a un largo destierro hasta 1936.

En sus años españoles adelanta el trabajo de editor más asombroso que venezolano alguno haya hecho fuera de su país: la Editorial América, un prodigio de trescientos títulos, aproximadamente. En España, también, es nombrado gobernador de las provincias de Almería y Navarra. Pero, muerto el tirano, regresa a su país, quema las naves españolas y es distinguido con el nombramiento de presidente del estado Miranda; después, entre 1939 y 1941, es embajador en Uruguay, hasta que finalmente, de visita en Buenos Aires, cae fulminado por un infarto. Este resumen, que pasa por alto sus refriegas en duelo, en las que dio muerte a sus adversarios, que olvida sus pleitos personales y sus galanteos incesantes con mujeres de diversísima condición, desde una monja hasta una princesa, también pasa por alto lo más importante: sus libros.

Toda esta vida azarosa está acompañada por una voluntad de escritura que deja sin aliento a cualquiera. Su obra de polígrafo se acerca a los cuarenta títulos en setenta años de vida. Los testimonios sobre su creación son múltiples; desde el juicio de Picón Salas, que lo considera uno de los pocos venezolanos universales del siglo XX, hasta el de Ángel Rama, para quien el polígrafo es: «Vivo, veraz, arbitrario, caprichoso, expuesto a las críticas, agresivo y atormentado, esta imagen que él no fraguó para ofrecerla al mundo, pero que nosotros recuperamos recomponiendo los textos de su Diario, hace de él un estricto contemporáneo» (Rama, 1975: XXXIX). Lo cierto es que Blanco Fombona cultivó el poema, el cuento, la crónica y el artículo periodístico, la novela, el panfleto, el ensayo histórico y el literario y, además, el diario íntimo. En todos los géneros brilla su nervio y probablemente en ninguno la serenidad, gran ausente de la obra del caraqueño. Tampoco fue la búsqueda de la belleza el motor de sus trabajos; más bien lo fue una suerte de ajuste de cuentas con el mundo, una suerte de búsqueda efervescente de la justicia. Así como no estaba en su talante el detenimiento necesario para la construcción de la novela, aunque escribió varias, sí estaba en él la fibra del polemista, que es favorable a determinado sesgo ensayístico. De allí que no sea un exabrupto afirmar que lo más significativo de su obra sea el ensayo, junto con el diario íntimo. En ellos vibra un pathos muy particular y muy extraño a la pacatería venezolana de sus tiempos y de los de ahora.

Dice Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo: «Propulsor del modernismo en Venezuela fue Rufino Blanco Fombona. Aunque la mayor parte de su obra está en prosa, fue él quien llevó el acento modernista a la poesía venezolana» (Henríquez Ureña, 1954: 289). Y ese acento que señala el ensayista comienza con Trovadores y trovas en 1899, que lleva un prólogo de Díaz Rodríguez y que fue publicado por la editorial de El Cojo Ilustrado. Blanco Fombona cuenta entonces veinticinco años y asume la impronta modernista con fervor hasta su último poemario, Mazorcas de oro (1943), cuando ya el modernismo ha sido sustituido por la vanguardia. Si descontamos su poema de juventud «Patria», la obra poética de Blanco Fombona está compuesta por seis títulos. Como vemos, no constituye la faceta más prolífica del autor, pero no cabe la menor duda de que su poesía modernista fue la primera que se leyó de autor venezolano.

Su poesía, aunque rendía tributos en el altar modernista, no se caracteriza por el oropel. Por el contrario, su palabra discurre como al margen de cierto exagerado preciosismo que fue propio del movimiento modernista. La crítica ha visto en la reciedumbre de su poesía, lejana de los afeites minuciosos, la patentización de su carácter criollo. En verdad, creo que sería más exacto decir que se trata de la evidencia de su carácter; no creo que en la vehemencia de Blanco Fombona se exprese todo un carácter nacional. De modo que la poesía modernista de este caraqueño ofrece el signo de su personalidad, y ya ello es suficiente para singularizarla. Ofrece, también, el principio de una certidumbre: para Blanco Fombona el nutriente fundamental de su obra literaria era su vida, de modo que su poesía es enfáticamente autobiográfica, y allí estriba otro de sus rasgos. Añadamos el juicio que Fernando Paz Castillo pudo emitir sobre su obra poética:

Muchas influencias hay en Blanco Fombona, en poesía sobre todo, como en la mayoría de los modernistas. Una de las virtudes de esta escuela es, precisamente, la de haber captado, cada escritor, con gran perspicacia, y de acuerdo con su temperamento, tendencias procedentes de diversos países. Pero por sobre todas, se impone, en cada uno de ellos, la de Darío, el magistral creador de una expresión poética inconfundible, aun en aquellos escritores, de personalidad recia, como Blanco Fombona. (Paz Castillo, 1964: 335, volumen II)

En verdad, las palabras de Paz Castillo encierran una contradicción: por una parte apuntan perspicazmente hacia uno de los rasgos del modernismo: su libertad creadora; pero por otra encierran a Blanco Fombona dentro del círculo de influencias de Darío. Quizás la contradicción del maestro provenga de considerar el modernismo como una escuela literaria y no como un movimiento, que en verdad eso fue. Es difícil imaginar que una personalidad como la de Blanco Fombona fuera a seguir acríticamente un catecismo lírico cuando, para colmo, el modernismo contradijo en su propia fuente la cartilla literaria; contra las iglesias insurgió como lanza liberadora de los espíritus individualmente considerados. De modo que a una psique como la de nuestro poeta nada le vino mejor que el estallido modernista: con él ganó licencia para su elocuencia natural; con él invitó al recinto del poema a las más dispares experiencias personales, que fueron abundantísimas en su vida, por lo demás. Finalmente, como el lector ha podido advertir a lo largo de este ensayo, por lo general considero a los autores en su momento de insurgencia para establecer su ubicación histórica, y podría valorarlos de nuevo si sus estéticas se modificaran con el tiempo. No es este el caso de Blanco Fombona. Su poesía fue modernista hasta cuando ya la vanguardia esperaba relevo.

No fue esa, por cierto, la historia de Alfredo Arvelo Larriva (1883-1934), quien, hacia el final de su vida, cuando ya los vientos de la vanguardia se batían con fuerza, asumía el discurso vanguardista en alguno de sus últimos poemas y estimulaba a los más jóvenes a seguir esos derroteros. Sobre la poesía de Arvelo, en los años recientes, se ha posado un manto reivindicatorio. Especialmente por parte de los críticos Juan Liscano, José Ramón Medina y Alexis Márquez Rodríguez, para quienes la obra poética de Arvelo es la mayor expresión de la poesía modernista entre nosotros. Y, ciertamente, aunque a Arvelo no le correspondió ser el primer poeta de espíritu modernista, como sí lo fue su entrañable amigo Blanco Fombona, sí es cierto que sus alcances fueron mayores.

En su poesía vive el retruécano, de filiación española, así como su nunca oculta admiración por Quevedo. En ella se explaya la gracia, el humor juguetón con que Arvelo enfrentó las inmensas desventuras que le deparó la vida. En su poesía el verso musical, que le da un colorido cinético a sus poemas, anidó con una extraña exactitud. Manejó con destreza la precisión silábica de los versos y congregó en ellos tanto la ironía sangrienta como la ternura más indulgente.

Su fascinación por la espesura enigmática de la selva lo llevó a establecerse en el sur de Venezuela, y fue allí donde el inesperado destino le tendió una trampa. Cuando apenas contaba veintiún años, un hombre lo ofendió frontalmente y él consideró, instigado por su amigo Blanco Fombona, que estaba presente, que no le quedaba otra alternativa que el lance personal, el duelo a muerte, y así fue. Le propinó una herida definitiva a su adversario y pagó con la cárcel aquella asunción de la justicia en mano propia. Ocho años de prisión castigaron su juventud; pero, al salir de ella, lo esperaba otra algunos años después: la que le infligiría el tirano Gómez por sus actividades conspirativas. De modo que un hombre que va a fallecer en Madrid, a los cincuenta y un años, casi la mitad los ha pasado en la mazmorra. De allí que él mismo firmara sus artículos con el pseudónimo de El Enlutado, ya que su vida estuvo signada por la tiniebla carcelaria, humillante.

A pesar de esta vida castigada, Arvelo publicó lo que, por lo general, escribió en la cárcel: Enjambre de rimas (1906), Sones y canciones (1909) y algunos otros poemas que no recogió en libro. Aunque su producción poética no fue abundante, los libros que dio a la imprenta, años después, le han valido el aplauso de la crítica; de allí que Márquez Rodríguez afirme: «Todo ello avala nuestra afirmación de que este poeta barinés es el máximo representante en nuestro país del modernismo poético» (Márquez Rodríguez, 1996: 22). Si bien es cierto que la calidad de la poesía de Arvelo es inobjetable, no es menos cierto que cuando publica sus libros ya el modernismo continental había dado frutos excelsos. El Ismaelillo de Martí fue publicado en 1882 y los Versos sencillos en 1891. Darío publica Azul en 1888, Prosas profanas en 1896 y Cantos de vida y esperanza en 1905. Julián del Casal publica Hojas al viento en 1890 y Nieve en 1892. Con estas fechas pretendo corroborar lo que creo haber dicho antes: en Venezuela el espíritu poético modernista florece después que en otros sitios o, dicho de otra forma, ninguno de nuestros poetas incubaba en sus entrañas la necesidad de buscar un lenguaje nuevo que expresara la modernidad con la misma intensidad con que se estaba viviendo, salvo el atormentado Blanco Fombona quien, lamentablemente, no ofrece lo mejor de su obra en la casa del poema, sino en la del ensayo. Esta observación no le resta valor a la poesía de Arvelo, pero la sitúa en un contexto histórico hispanoamericano, inevitable.

Algo similar ocurre con la obra poética de José Tadeo Arreaza Calatrava (1882-1970), es decir, si tomamos en cuenta que los primeros poemarios de este autor son publicados en 1911, pues lo que aludíamos con relación a la poesía de Arvelo con la de este poeta se hace todavía más patente. El Canto a Venezuela y los Cantos de la carne y del reino interior fueron editados en la fecha citada, y Odas. La triste y otros poemas en 1913; ya el Canto a la Batalla de Carabobo y el Canto al ingeniero de minas son de la década de los años veinte. En estos años, precisamente en 1928, en el ejercicio de su profesión de abogado, es defensor de los implicados en la sublevación de abril en contra de la dictadura de Gómez, y esta defensoría le valió la prisión en La Rotunda. Estando allí recibe la amarga noticia de la muerte de su padre y, al parecer, la fuerte impresión que le causó el hecho le desencadenó un proceso de pérdida de sus facultades mentales. Desde entonces conoció la reclusión en un sanatorio en la isla de Trinidad y luego estuvo al cuidado de unas monjas tarbesianas en Caracas, en donde lo sorprendió el Premio Nacional de Literatura de 1965, cuando ya a sus calamidades se había sumado una parálisis de algunas de sus funciones motoras. Murió en 1970, sobreviviendo cuarenta años a aquella estocada fatal de la muerte de su progenitor.

Distintivo de su obra, y no es poca cosa, es la fuerza épica que ofreció. Sus largos cantos son piezas de cuidada arquitectura y de valiosísima ejecución. Envuelven al lector en una atmósfera y no lo dejan escapar fácilmente de sus órbitas. Me refiero con especial énfasis a Canto al ingeniero de minas, una obra modernista tardía, pero no por ello despreciable.

Aún menor en extensión es la obra poética de un personaje controversial: el sacerdote Carlos Borges (1867-1932). Un solo poemario publicado en su tumultuosa vida, siempre interpelada por la encrucijada de una pasión: el amor carnal y el amor divino. Si la nómina modernista nacional no fue abundante en aportes continentales, sí lo fue en vidas novelescas. A las peripecias legendarias de Blanco Fombona y las vidas trágicas de Arvelo Larriva y Arreaza Calatrava, se suma la del padre Borges: navegante entre las aguas de la lujuria y la beatitud. De aquella vida entre el altar y el lecho nació una poesía que para Salvador Garmendia le abre la puerta al erotismo en la lírica venezolana. La mayoría de sus versos fueron publicados en las publicaciones periódicas de su tiempo. Unas veces cantaba al amor divino y otras veces se extasiaba frente a las formas femeninas de un piano.

Era un hombre contradictorio: después de abrevar en las aulas de la Facultad de Derecho, ingresa en el seminario a los veintitrés años, a pesar de las advertencias de sus amigos —entre ellos Manuel Díaz Rodríguez— que ya conocían los ardores eróticos de Borges. En 1894 adopta la sotana ya con la legalidad del que ha sido ordenado, pero al poco tiempo su espíritu anacoreta es doblegado por la llamada del deseo, motivo por el que se va del país, buscando sosiego. Regresa a Venezuela en los primeros años del siglo XX y se entrega a la escritura y a la fascinación del poder: se hace secretario de Cipriano Castro. Ya la profanidad de sus versos y la vida disipada que lleva le valen la suspensión eclesiástica, pero no abandona su veta religiosa. Se enamora perdidamente de una dama llamada Lola, que pasa a ser materia fundamental de su lírica encendida. Cae Castro, y Gómez no encuentra mejor destino para él que la cárcel. Cuando sale de ella, en 1912, está decidido a reanudar sus amores con Lola, pero esta fallece; entonces Borges estrena un nuevo capítulo: abraza las botellas de alcohol desesperadamente. De pronto la luz divina lo rescata, vuelve al redil eclesiástico y abjura de su vida libertina pasada desde el púlpito de Barquisimeto. Allí vuelve a enamorarse y, mientras eleva sermones cristianos, su pluma se detiene en los placeres mundanos. Vuelve a viajar y se especula que lo hace esta vez con su enamorada. Regresa y vuelve a la iglesia, donde le es entregado el cuidado católico de un asilo de enajenados y luego el del Cementerio General del Sur: la locura y la muerte en sus manos, pues. Concluye sus días religiosos reconciliado con el tirano Gómez y expresándole su gratitud en loas a su magnanimidad.

De semejante resumen biográfico se desprende un hecho cierto: cada tumbo que daba era asumido con el fervor de los conversos. De allí que sus poemas religiosos sean verdaderas jaculatorias y sus versos eróticos estén tomados por el ímpetu de los amores prohibidos. En su palabra poética anidaba la luz, pero su circunstancia personal lo embargó de tal manera que su obra no fue asistida por la persistencia necesaria. Lástima.

El coro de las voces solitarias

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