Читать книгу El coro de las voces solitarias - Rafael Arráiz Lucca - Страница 8

El romanticismo nuestro

Оглавление

En la raíz del surgimiento del romanticismo está la negación del neoclasicismo, así como en la aparición del neoclasicismo estuvo el interés por sepultar la efusividad barroca. Aunque estas oscilaciones no pueden verse como el movimiento de un péndulo en su vaivén, lo cierto es que en esta secuencia fue así. Pero al visitar la tierra prometida del romanticismo es necesario hacer algunos deslindes. El primero: no fue exclusivamente un movimiento literario, fue una propuesta climática, un cambio de vida, una alteración de los ángulos de visión. De allí que su expresión literaria sea uno de los caminos que encontró el torrente romántico para expresarse. La vida política también fue pasto de su fuego. De hecho, las guerras de independencia de las colonias españolas en América estuvieron inspiradas por dos hechos centrales: la Revolución francesa y la Independencia de los Estados Unidos. No exagero si afirmo que la Independencia que logra Bolívar es un cetro romántico, entregado a un personaje arquetipal del romanticismo: el propio Libertador. Este personaje lo encarnó Bolívar con tanta exactitud que la epifanía de sus victorias, las traiciones que sufre y la soledad de su muerte, en medio de la asfixia del tuberculoso, son todos episodios de un héroe romántico.

El romanticismo no puede entenderse sin el surgimiento de la modernidad. Esta adviene, como sabemos, con la operación crítica, con la razón que se empeña en echar por tierra los castillos que ella misma ha construido, y nada más crítico de los espacios racionales que el propio romanticismo. De modo que, paradójicamente, el romanticismo surge del seno de la modernidad, a enfrentar lo que ella misma levanta. De allí que su operatividad asuma, probablemente sin saberlo, una estrategia típicamente moderna: mientras siembro árboles voy afilando el machete con el que voy a cortarlos. De modo que el romanticismo no puede entenderse sin la modernidad: aunque el primero niegue, en su operación negadora está siendo profundamente moderno, profundamente revolucionario.

Pero si el romanticismo tiene en Juan Jacobo Rousseau a su modelador sociopolítico, en poesía encuentra sus primeros cultores en Alemania e Inglaterra. Hölderlin, en Alemania, y Wordsworth (con sus Baladas líricas, 1798, a orillas de los lagos del Lake District en el noroeste de Inglaterra), Coleridge, Shelley, Blake enfilan sus lanzas en contra del racionalismo y abogan por una poesía de circunstancia propia, de íntimos recintos espirituales, de paisajes interiores como espejos de los que la naturaleza brinda en su esplendor. El romanticismo se propuso darles la espalda a las construcciones intelectuales que olvidaban el temblor vital. En ese sentido, proclamaba un matrimonio entre la vida y el arte, un matrimonio indisoluble que trabajara más con el cuerpo y la realidad que con los ideales aéreos. Puede afirmarse que el romanticismo reaccionó en contra del espíritu racionalista; frente a la petrificación que este fabricó, ofreció la flexibilidad de sus efluvios.

Pero si el romanticismo como clima ideológico halló terreno fértil en la Caracas política de comienzos del siglo XIX, y Bolívar es un ejemplo clarísimo, no ocurrió lo mismo en el campo literario. El poema fundacional de Bello, «Silva a la agricultura de la zona tórrida», no es un texto romántico, aunque alguna influencia romántica se vislumbra en él. En verdad, prende velas en el altar del neoclasicismo, aquel que reaccionó en contra del barroquismo que prosperaba en las colonias españolas de América. El espíritu romántico (¿o el bucólico?) había aflorado en la poesía de Bello, tímidamente, en sus primeros poemas de la etapa caraqueña, y luego reaparece en sus poemas chilenos, ya al final de su vida. Pero lo que hace inmortal a los efectos históricos a la poesía de Bello es su obra neoclásica en un país, vaya paradoja, tomado por el viento más romántico (y moderno) que pueda imaginarse: la gesta bolivariana.

No huelga insistir, entonces, en que la sucesión de Bello no responde a un unívoco catecismo literario establecido por el maestro, sino al motor de sus intereses, a la urgencia de su afán creador, que lo lleva a concebir las repúblicas nacientes bajo el influjo del orden clásico y no de la revuelta romántica. De allí que el ecumenismo de sus intereses lo haya hecho un humanista. Si Bolívar lo revolucionaba todo, Bello se otorgaba a sí mismo el trabajo del organizador. Probablemente pensaba: ¿quién ha visto que el ánimo que destruye lo aborrecido es el mismo que construye lo deseado? Lo que identifica a los cuatro grandes sucesores de Bello es su impronta de humanistas más que la comunión con un credo literario que, por lo demás, ni en el mismo Bello fue único.

Pero si el cuerpo completo del romanticismo nuestro, como movimiento poético, fue posterior al Bello de la Silva, hay que establecer que se trata de un romanticismo que nos llega, mayoritariamente, desde los puertos de España. Y esto es sumamente importante para comprender el primer romanticismo venezolano. En España, entonces, lo que se conoce como la modernidad no había tenido lugar, y una prueba de ello, entre otras muchas, es que las ideas de Miranda y de Bolívar no encuentran fuente allá, sino en Inglaterra y Francia. Si los españoles hubiesen asistido como protagonistas al parto de la modernidad, probablemente la guerra de Independencia habría sucedido de otra manera o no habría tenido lugar. De modo que el romanticismo español que llega hasta las antiguas colonias americanas no es fruto de una vivencia cultural profunda; es hijo de una corriente literaria. Me refiero, por supuesto, al romanticismo en poesía: creo haber señalado claramente que el romanticismo político que articuló y procreó la guerra de Independencia sí gozó de una absoluta legitimidad. Corrijo: más que legítimo, quise decir genuino.

Todo lo anterior explica, quizás, por qué el mejor poeta romántico que tuvo Venezuela fue uno de los últimos: Juan Antonio Pérez Bonalde. No es casual que la formación poética de este bardo excepcional, gracias al exilio político, haya ocurrido en Nueva York y en su periplo de viajero pertinaz por Europa, Asia, Suramérica y África. No solo dominó el alemán y tradujo a Heine (El cancionero), sino que hizo suyo el inglés y vertió al español «El cuervo» de Poe en una versión que todavía se celebra como una de las mejores. La vuelta no puede ser más completa: el mejor romántico nuestro es el que bebe en sus lenguas iniciales: el alemán y el inglés, pero no es el primero, cronológicamente, sino uno de los últimos.

Los historiadores y críticos de la literatura venezolana hablan de dos y hasta de tres promociones de poetas románticos. Picón Salas alude a dos camadas y Lubio Cardozo establece tres en su libro La poesía lírica venezolana en el siglo XIX. Pero si el primero es lapidario en cuanto al valor del romanticismo poético criollo —con las solas excepciones de Pérez Bonalde y Sánchez Pesquera—, el segundo llega hasta a entusiasmarse con la producción romántica, sobre todo con la de las dos primeras promociones. Uslar Pietri no concede un ápice y afirma, en su libro Hombres y letras de Venezuela, refiriéndose al romanticismo criollo: «Borrosa poesía de empalagosa sentimentalidad, o de retóricas frialdades. No había traza de poeta grande, y los llorosos o académicos versificadores parecían cortados de la fuente de la poesía» (Uslar Pietri, 1953: 936). A pesar de los juicios precedentes, entremos en el bosque de nuestro romanticismo. Sospecho que ni la lápida con que quiere condenársele al olvido ni el elogio desmedido dan en la diana de la justa entidad de este clima creador.

En algunas antologías de poesía venezolana suelen incluirse dos nombres: Antonio Ros de Olano y José Heriberto García de Quevedo. Ambos nacieron en Venezuela, pero mientras Ros de Olano jamás regresó a su aldea natal, García de Quevedo lo hizo en su condición de encargado de negocios de España en Venezuela. Ros de Olano era hijo de un funcionario de la Corona española en tiempos coloniales, y él mismo —refiriéndose a su nacimiento en Caracas— aseveraba que había nacido español, aun cuando lejos del suelo de su patria. No le faltaba razón: para 1808, fecha de su nacimiento, Caracas era tierra de la Corona española. Resulta incomprensible que se le tenga por poeta venezolano por el solo hecho de haber nacido aquí, sin haber prácticamente vivido entre nosotros. Por lo general, quienes lo incluyen no hacen lo mismo cuando las causas son más lógicas: descartan la venezolanidad de algún poeta que pasó la mayor parte de su vida entre nosotros alegando una sola razón: no nació aquí. A todas luces, una exagerada devoción por las partidas de nacimiento.

Descarto al poeta romántico español Antonio Ros de Olano, a quien, dicho sea de paso, cada día se le considera más y mejor en España, no solo por sus ejecutorias militares rayanas en la hazaña, por la defensa de las posesiones españolas en África y por sus altísimos cargos públicos, sino por el interés de sus versos. Matizo la situación de García de Quevedo, ya que, habiendo nacido en Coro en 1819, y habiendo emigrado hacia Puerto Rico en 1825, regresó a vivir a Venezuela, después de haber abrazado la nacionalidad española. En los tres años que pasó aquí como funcionario diplomático no dejó de escribir y Caracas fue tema de su imaginación poética. Pero no por estas razones podemos considerarlo un autor del patio. En verdad, es un poeta español, y de los mejores que pudo dar el romanticismo ibérico. Muere en París de un disparo, en 1871, defendiendo sus causas.

Los primeros poetas románticos venezolanos, una vez hecho el deslinde anterior, son José Antonio Maitín (1804-1874) y Abigaíl Lozano (1821-1866). El primero nace en un hogar acomodado, a tal punto que su educación estuvo en manos de un preceptor. Por razones políticas, su familia tuvo que emigrar a Cuba: en aquella isla, siendo muy joven, traba amistad con un venezolano que va a ser clave en su vida: Santos Michelena. Reside en Londres con un cargo diplomático cuando Michelena es el cónsul general de la Gran Colombia ante el Reino Unido. A su regreso a Venezuela se residencia en Caracas y se dedica con éxito a la dramaturgia. En 1841, cae en sus manos un libro del poeta español Zorrilla: el hecho cambió su concepción de la poesía: el romanticismo había tocado a su puerta. Comienza a darse a conocer en los periódicos de entonces como poeta, hasta que diez años después recoge su producción en un libro. Ese mismo año muere su esposa y, además de quedar herido, compone su poema más célebre, el «Canto fúnebre» (1851). A partir del fallecimiento de su mujer, se recoge en el idílico pueblo de Choroní, donde su familia conservaba una hacienda; allí espera la llegada de la muerte. Su obra poética es breve, pero en cambio era dado a los cantos de naturaleza dilatada.

Aunque un sector de la crítica no se detiene a considerar con atención la poesía de Maitín, hay otro sector que sí la valora. En verdad, lo que para muchos es un defecto, para mí es un logro. Me refiero a la extensión del «Canto fúnebre». En un tiempo de efusiones románticas más signadas por el relámpago que por la dilatación, este poema es una excepción: no solo por lo que implica como arquitectura, sino porque la tensión no decae a lo largo del canto.

La sensibilidad que dicta el poema es genuina, por más que el romanticismo de Maitín haya anidado en su alma de súbito, al borde de sus cuarenta años. Lejos de parecerme un canto gimiente, me satisface lo ajustado de su cuerpo y el viaje preciso que hace el poeta desde la remembranza de la mujer amada hasta el destino del cementerio; allí finalmente afirma:

Que te aromen las flores que aquí dejo;

que tu cama de tierra halles liviana.

Sombra querida y santa, yo me alejo.

Descansa en paz… Yo volveré mañana.

No creo que puedan parangonarse las obras de Maitín y de Lozano, ni despacharlas a ambas con la misma displicencia. Quizás en Maitín sus primeros intentos poéticos neoclásicos le atemperan la efusión romántica, circunstancia que no ocurre en Lozano. Este, por el contrario, no encuentra en su pasado ninguna cuerda que lo ate al muelle. Si Maitín fue longevo, Lozano muere a los cuarenta y tres años. Si Maitín provenía de familia pudiente, a Lozano lo mordía la pobreza desde su nacimiento. Sin embargo, Federico Maitín, hermano de José Antonio y también bardo, le tendió la mano a Lozano e indirectamente le abrió las puertas de la celebridad. De modo que ambos, proviniendo de canteras distintas, entrecruzaron sus vidas. Es muy probable que los hermanos Maitín hayan sido quienes colocaran a Lozano en el camino de la poesía. Veamos su periplo.

Desde el nacimiento mismo de Lozano comienzan sus avatares comprometedores: lo bautizaron con nombre de mujer, «Abigaíl», pero esta circunstancia, lejos de amilanarlo, lo encrespó. Nace en Valencia, pero siendo un niño se lo llevan a Puerto Cabello a trasegar la orfandad paterna. A los veinte años se le abren las puertas del periódico de Antonio Leocadio Guzmán, El Venezolano, y comienza su celebrada carrera poética. Se muda a Caracas gracias al apoyo de Federico Maitín, y desde entonces sus arrebatos románticos hallan en la capital el mapa propicio para sus explosiones. San Felipe, otra vez Valencia, Barquisimeto, son las ciudades que va conociendo Lozano en su peregrinaje de perseguido político y de editor de revistas literarias. Vuelve a Caracas sobre el potro de sus partidarios y traba amistad con funcionarios diplomáticos peruanos acreditados en la capital, y poco a poco se va enamorando a distancia del Perú, al punto que este país lo nombra cónsul en la isla de Saint Thomas. Zarpa en enero de 1861 y ya no regresará más a su Venezuela natal.

Según relata Enrique Bernardo Núñez en su libro Escritores venezolanos, la muerte de Lozano es todo un relato policial. Lo resumo: en Saint Thomas se entusiasma con el general mexicano, expresidente y caudillo de su país Antonio López de Santa Anna (aquel que perdió una pierna en batalla y organizó unas pompas fúnebres para ella) y se hace su secretario. Además de asistirle en diversos asuntos, le escribía discursos y manifiestos. Era fama que el general disponía de una fortuna considerable y, según Núñez, era un hombre dado a creer en la palabra de los otros. Así fue como cayó en manos de un embaucador de apellido Mazuera, que se le acercó con el pretexto de escribir su biografía y, después de la frecuentación de la amistad, lo estafó. El general invirtió una fortuna en la reconquista de México que Mazuera prometía, pero este había tramado una estafa con tal exactitud que solo se enteraron del timo cuando ya estaba en Nueva York. El pobre Lozano, en su condición de secretario de López de Santa Anna, era un testigo privilegiado de la conflagración que estaba por develarse, de modo que el inefable Mazuera se deshizo de aquel poeta incómodo envenenándolo durante un cordialísimo almuerzo. Moría de cuarenta y tres años en unas circunstancias tan absurdas como muchos de sus intentos poéticos. ¿Qué diablos hacía Lozano como secretario de aquel general dictador que era víctima de su propia vanidad? Lo cierto es que murió envenenado, en tiempos en que fallecer por esta causa era un gesto romántico.

Aunque sus poemas se recogen en libro por primera vez en 1844, la fama súbita de Lozano hizo erupción el año anterior, cuando se inició en el periódico guzmancista. No olvidemos que durante todo el siglo XIX la fama del poeta podía llegar a ser enorme, tanto como la de los cantantes o los actores de cine de hoy en día. Sin embargo, los críticos de su tiempo le señalaron ingentes desatinos a su obra, pero los lectores hicieron de su poesía moneda común y celebradísima. Lo que los críticos hallaban de altisonante y cursi, los lectores lo encontraban prodigioso. Su fama fue tal que hasta sus detractores tuvieron que convenir en que sus versos secundarios eran fruto de un talante fogoso. Vista a la distancia, su obra no pasa de ser una típica expresión del primer romanticismo venezolano: emulador de Zorrila, de rimas forzadas, melifluo, desaforado. Pero si el juicio sobre su obra es severo, no por ello es innegable que, a los efectos historiográficos, es interesante lo que Lozano representa. Oigamos a Jesús Semprum fijar su importancia:

Salvo el tremendo Juan Vicente González, ningún espíritu de la época representa mejor, en efecto, el alma atormentada de su generación como el poeta de Horas de martirio. Desenfrenado cantor del amor, del heroísmo y de las encendidas pasiones políticas que inflamaban a la Venezuela de entonces, sus versos son el trasunto fiel del mundo en que vivió, cuya atmósfera tempestuosa olía a centella, y temblaba con el medroso estampido de los truenos que sacudían el mal seguro edificio de la Patria recién nacida. (Semprum, 2006: 22)

Lozano fue un hombre emblemático de su tiempo: la pasión política no le fue ajena; la poética, tampoco. Vivió como ardiendo en el fuego del romanticismo cultural de sus años: componía loas a los héroes de la patria en construcción, denostaba de sus enemigos, se solazaba en las ciudades idílicas que se amoldaban a su imaginario, huía hacia adelante, se enamoraba, cocinaba sus frustraciones en una de las palabras más al uso en su tiempo histórico: martirio (pocos vocablos más románticos que este; pocos vocablos otorgaban mayor prestigio poético que la confesión del dolor martirizante). Consigno un ejemplo de su poesía, tomado de la oda a Barquisimeto:

¡Virgen desamparada!

¡Reina del Occidente!

¡Alza la noble frente,

no te avergüences, no!

Grande en tu vencimiento,

el mundo te admiró.

Al son de tus cañones

Colombia despertó.

El tercero que completa el primer romanticismo criollo es el marabino José Ramón Yepes (1822-1881). En su obra poética se distinguen dos períodos: el del romanticismo inicial, que es el que más nos interesa en este momento, y el segundo, ya entregado a la lírica parnasiana.

La vida de Yepes emula en muchos sentidos la de Ulises. Nació a orillas del lago y llegó a ser contralmirante de la Marina de Guerra de Venezuela, después de haber superado todas las peripecias del mejor de los navegantes. También escuchó el canto de sirenas de la política y llegó a ser diputado y senador. Al jubilarse, emprendió la escritura de novelas de sesgo indigenista, pero mientras estuvo bajo el dictado de las olas abordó la poesía. De modo que alcanzó un típico ideal romántico: la vida y el arte en una sola entrega. Al momento de relatar su muerte, sus biógrafos revolotean alrededor de una nube, y no se sabe a ciencia cierta si se suicidó o se quedó dormido viendo la luna, pero lo cierto fue que se ahogó en aguas de su lago de Maracaibo. En cualquiera de los dos casos, es inimaginable una muerte más romántica que la del bardo Yepes. Fernando Paz Castillo, en su labor de crítico de la poesía venezolana, estimó mucho su obra y llegó a afirmar: «Creemos que de los poetas románticos de la primera generación —esencialmente poetas— el único que se le puede parangonar a Yepes es Maitín. Maitín tiene, sin duda, un sentimiento más familiar y depurado. Pero muestra Yepes más seguridad en el paisaje, sobre todo cuando habla de cosas como el mar, que forman parte de la propia vida» (Paz Castillo, 1964: 182, volumen I) Si Lozano aborda los temas altisonantes de la épica, sin haber sido guerrero, este marino, que batalló denodadamente, se afana con los temas más sencillos: allí está su fuerza. Cuando hace baladas de inspiración marina, cuando retrata a una niña en la tarde, cuando perfila el cielo estrellado se acerca a estos parajes con una extraña dulzura, con una humildad distinta a la del romanticismo vociferante. Veamos un mínimo ejemplo:

¿Quién sabe por qué crece

Entonces el penacho de esa palma,

Y el viento la remece

Y la despierta de súbito,

Y a su voz el concierto y dulce calma

De la noche se rompe, cual si fuera

Hablando una palmera a otra palmera?

Este primer romanticismo criollo presenta aristas contradictorias. Si por una parte es evidentemente emulador de Zorrilla, por otra es genuino en la asunción de la poesía y la vida como una sola empresa. Si por una parte es una suerte de eco, por otra es verídico, responde a una impronta personal propia y a la vez colectiva. Espejo de su tiempo, pero a la vez carta de presentación de la individualidad, los tres primeros son disímiles: Maitín canta apesadumbrado, se retira, la muerte lo domina y probablemente sea el motor de su arquitectura profunda. Frente al tráfago de la vida pública, después de conocer sus fauces, la abandona y se refugia en Choroní para adelantar su poesía de celebración susurrante, de aceptación de la fatalidad del destino. En cambio, Lozano blande su espada y canta, desaforado, a los motivos de su entusiasmo, ya sea Bolívar, algún otro héroe, la ciudad de sus sueños o la mujer amada. Yepes observa y dibuja sus baladas cadenciosas. Paradójicamente, la mirada de este guerrero está tomada por la ternura. Los tres, cada uno por su cuenta, han ido metabolizando el arquetipo romántico y este, como veremos más adelante, fue haciéndose delicuescente en otras obras; fue haciéndose cada vez más una corriente literaria y menos una apuesta vital, como lo fue para estos tres del inicio.

Si el primer romanticismo nuestro surge hacia los primeros años de la década de 1840 y se extiende hasta 1859, aproximadamente, no es menos cierto que estas delimitaciones temporales no son exactas. El primero y el segundo —que, según la crítica, comienza hacia 1860— en algunos momentos se solapan. Entre ambos se clava como una espada la Guerra Federal. Entre los que mayor relevancia alcanzan se encuentran, en primer lugar, José Antonio Calcaño; luego Heraclio Martín de la Guardia, también conocido como Heraclio Guardia, a secas; Francisco Guaicaipuro Pardo y Domingo Ramón Hernández. Sus inicios se sitúan hacia mediados de la década de 1860 y algunos llegan a publicar hasta finales del siglo XIX. Detengámonos en sus aportes.

José Antonio Calcaño (1827-1897) hizo el viaje inverso. Si Bello transitó del neoclasicismo al tenue romanticismo de sus años finales, Calcaño fatigó la trocha romántica y en sus últimos días abrazó el neoclasicismo, buscando (probablemente) el aplauso de la Real Academia de la Lengua de España. A los cuarenta años, en 1867, Calcaño es nombrado cónsul en Liverpool; antes se ha hecho de una reputación poética. A partir de 1845 comienza a publicar sus textos en los diarios de su tiempo, pero no es hasta 1865 cuando publica su primer poemario: El canto de primavera. Pertenecía a una familia cuyos miembros, en su mayoría, se realizaban en el campo literario. Su estancia europea fue mucho más larga de lo que el propio Calcaño sospechaba, a tal punto que pueden establecerse dos etapas en su vida: la romántica caraqueña y la de sesgo neoclásico en Europa. Es extraña esta circunstancia, porque el hecho de haber vivido en Inglaterra tanto tiempo lo acercó al mejor romanticismo y, sin embargo, la poesía que acomete Calcaño en sus últimos años es neoclásica, como aquella oda prescindible a la Real Academia de la Lengua. El espíritu romántico de sus años caraqueños le cedió el paso al adocenado neoclasicismo de su vejez, aun cuando esta tenía lugar en la cuna del mejor romanticismo.

Esta situación nos lleva a descartar su producción final y a centrarnos en sus poemas románticos, a los efectos del viaje que realizamos. En ellos puede hallarse una similar visión a la de Yepes, en el sentido de aproximarse a las cosas más sencillas con humildad esclarecedora. Prueba de ello es un poema como «El ciprés», del que ahora cito una estrofa:

Si por mi tumba

pasas un día

y amante evocas

el alma mía,

verás un ave

sobre un ciprés:

habla con ella,

que mi alma es.

Heraclio Martín de la Guardia (1829-1907) tuvo la dicha de una vida larga. En ella no solo se dedicó al cultivo del poema, sino que abordó la dramaturgia con mayor resonancia. Como militar y político no le fueron ajenos los exilios y la cárcel, pero tampoco lo fueron los cargos públicos. El periodismo le abrió sus puertas y fundó un periódico de tiraje discreto. Puede decirse que en todo lo que emprendió fue abundante y que gozó de estima por parte de sus contemporáneos, pero su obra poética se cocina en las aguas de un romanticismo sin innovaciones. La crítica, que suele ser dura con la poesía de don Heraclio, tiene razón al consignar su nombre, pero también la tiene cuando juzga su obra subalterna. Todos los temas fueron suyos: no discriminó a la hora de abordarlos desde el continente del poema; de allí que muchos de sus versos sean gratuitos y hasta prosaicos. Sin embargo, fue distinguido con premios literarios de prestigio, mientras la convocatoria que hacía a las tertulias literarias que presidía encontraba respuesta. Puede decirse que su poesía romántica ya es muestra de una retórica, con todos los lugares comunes que esta operación sin genio supone.

Francisco Guaicaipuro Pardo (1829-1882) desconocía la subestimación; se tenía a sí mismo como el mejor poeta de América. Pero, en verdad, estaba muy lejos de serlo. Su obra poética combina dos de los más lamentables elementos del romanticismo criollo: la grandilocuencia y la intención alabanciosa de la gesta bolivariana. Uno de los conocedores de su obra, Luis Correa, dejó asentado, refiriéndose a sus composiciones, lo siguiente: «Son frías, solemnes, correctas. En la más celebrada de ellas, la que canta la gloria del Libertador, las estrofas desfilan como una procesión de sombras augustas, pero de sombras al fin. Como poeta civil, como animador de sus opiniones políticas, no tuvo el ímpetu de azor de Abigaíl Lozano, a quien imitaba en sus comienzos» (Correa, 1961: 182). El mismo Correa recoge en su ensayo una anécdota sobre Pardo que merece resumirse: había llegado a Caracas la marquesa Olga de Tallenay con su hija, la marquesita Jenny de Tallenay, y Pardo se enamoró perdidamente de ella. Los caraqueños de entonces habían hecho de la marquesita el tema de sus tertulias, se barajaban nombres como posibles candidatos a robar su corazón; y mientras esto ocurría en los salones, Pardo callaba, confiado. El propio general Guzmán Blanco se interesó por la muchacha y en el baile del 1.º de enero de 1881, en la Casa Amarilla, en medio de los cristales de bacará y ataviado con su traje napoleónico, quiso bailar con la marquesita. La buscó por todos los rincones y la encontró en el fumoir en una animada plática, tomada de manos, con el poeta Pardo. Cuentan que dijo: «A quien Dios se lo da/ San Pedro se lo bendiga». Tres años después, es publicado en Francia el libro de viajes de Jenny de Tallenay, Souvenirs de Venezuela, y en él la marquesita hace un comentario agradecido de Pardo e, incluso, llega a traducir al francés un poema de su enamorado caraqueño, pero este ya había fallecido.

Aunque la poesía de Pardo se recoge en libro después de su muerte, sus versos eran conocidos por el camino hemerográfico. Dado a la oda ditirámbica y al culto indigenista, el poeta intentó el llamado poema indiano. En sus versos anidaron la heroicidad de las etnias cercanas y las leyendas de la tribu: quizás le ofrecía homenaje a su segundo nombre.

A Domingo Ramón Hernández (1829-1893) se le tiene como el poeta más popular después de Abigaíl Lozano. A diferencia de muchos de sus compañeros de ruta, su vida no dibujó un arco romántico en lo que a epopeya se refiere. Llevó —y probablemente allí estuvo su comunión con las mayorías— una vida recogida, sin grandes relatos épicos. Sobrevivía impartiendo clases de violín y en sus años finales dio lecciones de declamación en la Escuela de Bellas Artes de Caracas, ciudad donde nació y murió. Al igual que Cecilio Acosta, jamás salió del país y probablemente no lo haya hecho de la propia Caracas. Como Acosta, vivió en la pobreza y se ganó el cariño de sus contemporáneos. Pero, a diferencia de Acosta, Hernández se empeñó en el cultivo del poema casi exclusivamente. Su poesía dialoga con la de Yepes y con la del primer Calcaño: atiende a la circunstancia mínima, se detiene en la naturaleza, es contemplativa y proclive a blandir el dato quejumbroso, el martirio que tanto sedujo a los espíritus románticos. Aunque secundaria, la poesía de Hernández era genuina y, quizás, eso fue lo que el mismo lector anónimo de Lozano halló en sus versos.

Y si afanosa pasó mi vida,

si me miraron todos pasar

cual ave errante que va perdida,

volando a locas, sin reposar,

fuéronme oasis los más seguros

para el descanso reparador,

las altas torres, los viejos muros

y el techo humilde del labrador.

De esta segunda camada romántica formaron parte, también, Diego Jugo Ramírez y Eloy Escobar, pero no me detengo en sus obras porque, en verdad, con las de los cuatro anteriores están dadas, prácticamente, todas las coordenadas de esta promoción secundaria: los mejores momentos de Calcaño, antes de retomar el discurso neoclásico; la abundancia retórica de Guardia; las odas grandilocuentes de Pardo y la menesterosa mirada de Hernández, que baña de romanticismo cualquier paisaje. Si en Maitín, Lozano y Yepes despertó el primer romanticismo criollo, en estos seguidores no brilla lo mejor de este espíritu; tampoco lo hizo en el primer grupo, pero a ellos los asistía, como dije antes, un élan romántico comprometido.

La tercera camada está formada por los románticos tardíos: Paulo Emilio Romero, Tomás Ignacio Potentini y Alejandro Romanace. Ofrecen su poesía cuando ya ha tenido lugar la discreta rebelión parnasiana y cuando el modernismo ya ha tocado a la puerta; de allí que la denominación «tardía» no sea gratuita. Otto D’Sola, en su Antología de la moderna poesía venezolana, los ubica como los «populares» de la generación (1885-1890).

En verdad, esta tercera promoción podría llamarse de un modo más exacto. No es una «promoción» en el sentido preciso del término, ya que en sus versos no se promueve nada diferente de lo propuesto por sus antecesores. Son, más bien, epigonales. La popularidad de la que gozaron no es prueba de la importancia de sus obras; hasta podría decirse que todo lo contrario. Probablemente, la razón de esta epigonalidad se encuentre en la vida y la formación de estos hombres. Pareciera que el destino les dio el trabajo de popularizar aún más la impronta romántica y, cumpliendo con ese encargo, abordaron el soneto con gracia (Romanace) y elevaron sus esperadas loas a los héroes de la patria. Para ser francos, nada digno de subrayar más allá de haber encarnado fenómenos de popularidad, ayudados por sus profesiones de periodistas, de militares o de políticos, en el caso de Potentini. La significación de sus obras se hace palpable si recordamos que los primeros libros de estos vates fueron publicados cuando ya Estrofas (1877) y Ritmos (1880), de Pérez Bonalde, habían salido de la imprenta.

El coro de las voces solitarias

Подняться наверх