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Los sucesores de Bello

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El poder fundacional de la poesía de Bello está fuera de duda. A partir de su obra, especialmente de la «Silva a la agricultura de la zona tórrida», va desgranándose, como hemos dicho, toda una familia poética. Juan Liscano, en su libro Panorama de la literatura venezolana actual, afirma: «La literatura creativa venezolana nace a la sombra de la Silva. El tema de la exaltación del agro, del repudio a la ciudad creadora de rencillas y ambiciones, de la contemplación maravillada del paisaje y la flora abundante, inspirará durante años la narrativa y la poesía venezolanas» (Liscano, 1995: 18). No podemos dejar de lado, como intenté asentar en el capítulo anterior, que la poesía de Bello responde a un proyecto que podríamos llamar «político», en el más globalizante sentido del término; de allí viene buena parte de su impronta. Bello, así como otros hispanoamericanos llamados a ser fundadores, abrazaba un proyecto. Mariano Picón Salas, en un penetrante ensayo sobre la obra de Bello, «Bello, entre los humanistas», refiriéndose a la generación fundadora, afirma: «Formar una patria es para ellos no solo la mística nacional y libertaria, aquel espíritu de los pueblos que buscó con tanta pasión el romanticismo, sino la gran utopía moral, los arquetipos de la razón y belleza con que quieren superar la violencia e injusticia que prevalecían en nuestra vida colectiva» (Picón Salas, 1984: 201).

Y en efecto, inmediatamente la semilla sembrada comenzó a crecer. La generación venezolana que escucha el llamado de Bello está formada por algunos de nuestros más significativos creadores. Es una promoción de humanistas, si entendemos por humanismo aquello que el propio Bello encarnó con tanta exactitud: el intelectual que ante la urgencia de construir en terrenos yermos hace de la vastedad del saber su reto perentorio. Por supuesto, en las entrañas del humanismo late el mayor de sus peligros: el saber superficial, el vuelo rasante, pero es evidente la diferencia entre un humanista y un diletante. El mejor ejemplo es el propio Bello: una larga vida de lector que apoya sus codos sobre la mesa de trabajo aleja cualquier riesgo de liviandad. Lo que el maestro emprendió lo llevó hasta sus últimas consecuencias, sobre todo a partir de su vida londinense, cuando se combinan en él el camino de la madurez y la dedicación al estudio.

Pero hablar de los sucesores de Bello e imaginar la unanimidad sería un desacierto. Entre los que recogen el testigo se cuentan Vicente Coronado, Marco Antonio Saluzzo, Félix Soublette, Felipe Tejera, Gerónimo Blanco, entre otros, y, por supuesto, los cuatro grandes humanistas de la etapa posterior inmediata a Bello: Fermín Toro, Rafael María Baralt, Juan Vicente González y Cecilio Acosta.

De González (1810-1866), salvo el tono poético encendido de sus refriegas periodísticas, no queda obra lírica considerable. Encarnó el arquetipo del romántico de raigambre francesa, con todo el ímpetu que su condición le permitió, y su vida es más legendaria que su propia obra, lo que no deja de ser injusto. Cocinó su talento literario en la hoguera del periodismo político, el ensayo histórico y la polémica, y todos sus actos estuvieron impregnados de una extrañísima pasión. Se tenía a sí mismo como el mayor devoto de la obra de Bello, y así lo manifestó cuantas veces pudo.

Para estos cuatro venezolanos la literatura, en gran medida, no fue una pasión autónoma. Es imposible olvidar que la Venezuela en que estos hombres crecen ha sido desgarrada, arrasada, quemada por la guerra de Independencia, y frente a ellos la etapa posbélica se presenta como un reto de enormes proporciones: se trata nada menos que de la fundación institucional de una república una vez deshecho el intento utópico integracionista de la Gran Colombia y retomada la individualidad de la República de Venezuela por el general Páez en 1830. De allí que el ensayo, el periodismo, la novela, la poesía, la vida pública sean tareas asumidas en medio de la mayor emergencia, siempre escuchando el llamado fundacional del maestro Bello. El clima literario de la Venezuela que está levantándose se debate entre las pulsiones neoclásicas y la cabeza del romanticismo que asoma en el horizonte. La furia antiespañola incide, también, en las voces que estos hombres están dispuestos a oír de buena gana. La creación de la nacionalidad pasa por la negación de lo hispano, en algunos casos, o por la vehemente defensa de lo español, en otros. Si unas líneas antes aludí a la imposible unanimidad, pues aquí se divisan algunos ejemplos: mientras Toro trabaja parte de su obra intelectual bajo el influjo de pensadores anglosajones, a la par que cultiva un verso de cadencias neoclásicas y románticas, Baralt afinca sus pasos sobre la recuperación de lo hispano, y llega a ser el primer venezolano aceptado en la Academia de la Lengua Española, apegado a las más estrictas prescripciones del castellano. Junto a ellos, González se fascina con el romanticismo y Acosta labora, pacientemente, bajo la sombra de la madre, con la asistencia de un espíritu a veces clásico, a veces romántico. Los cuatro, eso sí, se sienten llamados por una voz privilegiada: la república se funda, la nacionalidad inicia su cauce. Son los sucesores de Bello.

En verdad, la obra poética de Fermín Toro (1807-1865 —la fecha de 1807 es tentativa, ya que no hay certeza sobre ella, dado que su partida de nacimiento no se encuentra—) no constituye lo más acabado de su trabajo, pero lo mismo puede llegar a decirse de Bello, con todo y ser su poesía de carácter inaugural. Ya lo afirmaba el sabio Marcelino Menéndez y Pelayo: «Voz unánime de la crítica es la que concede a Bello el principado de los poetas americanos; pero esto ha de entenderse en el sentido de mayor perfección, no de mayor espontaneidad genial, en lo cual es cierto que otros le aventajan» (Picón Febres, 1972: 267). Todavía más, tampoco las narraciones de Toro (Los mártires, novela, y La viuda de Corinto, relato) constituyen lo mejor de su legado.

De su obra escrita, lo imperecedero está en su faceta de ensayista político (Europa y América, Informe sobre la Ley del 10 de abril de 1834), y lo que podríamos llamar su obra oral, dados sus impresionantes discursos. Se le tiene como uno de los mejores oradores que ha habido en la historia nacional. Aseguran que estaba muy lejos de ser apuesto, pero en la tribuna se transfiguraba y entraba como en un éxtasis de elocuencia estremecedor. Abrevaba en él la tradición del tribuno, tan nuestra, y recordaba la del predicador, la del que da sermones, más de la tradición seglar, aunque no por ello menos arquetípica. Con sus dotes de orador dialogaba una íntima facultad para el cultivo del dibujo, pero este talento no fue expuesto en la escena pública. Se formó al alero inicial de José Luis Ramos, en lengua y humanidades, pero no le fueron ajenos los saberes del doctor Vargas y de Juan Manuel Cajigal. Como Bello, vivió en Londres, pero, a diferencia de este, no permaneció mucho tiempo: dos años estuvo como funcionario diplomático en la Embajada de Venezuela ante el Reino Unido. En aquel corto lapso, sin embargo, bebió de las aguas del pensamiento europeo y pudo comprender, desde allá, mucho mejor la realidad de su continente y las relaciones y rupturas que entre ambos mundos sucedían a diario.

Sus empeños poéticos lo llevan e escribir una «Oda a la zona tórrida», donde trajina los mismos caminos de Bello, aunque le añade especialmente el ingrediente indígena. Se esmera en resaltar el contraste entre el indígena y el conquistador español: trabaja la circunstancia histórica y no deja de hacer su propio inventario sobre la ola de pulsiones románticas. También emprende, pero no llega a concluir, otro largo poema americano: La Hecatonfonía. Aquí lo americano encuentra expresión más allá de nuestras fronteras; especialmente las culturas precolombinas centroamericanas son vistas bajo su lupa, en el trance de su encuentro violento con los conquistadores. Su canto se articula alrededor de los escombros de Copan, y a partir de allí se solaza en el trance de la ruina, del mundo perdido, de lo sepultado por la manigua. Aunque sus versos no han gozado del aplauso de la crítica, con sobradas razones, tampoco parece razonable despacharlos sin una relectura. Después de todo, son los poemas de un ensayista de gran penetración, de un testigo privilegiado de su tiempo, con unos intereses intelectuales encomiables. Además, si a sus dibujos Toro les negó un rango público, a su poesía expresamente la consintió con la publicación en libro (Poesías, Madrid,1847), y le reservó la temperatura de sus años de madurez, cuando ya el pseudónimo Emiro Kastos, que aparentemente se le imponía dadas sus severas funciones diplomáticas, había sido abandonado.

El tercero, en orden cronológico, de este cuarteto de sucesores de Bello es Rafael María Baralt (1810-1860). En verdad, el juicio mayoritario de la crítica no ha sido favorable con la obra del marabino, nacido a orillas del lago en 1810. Se ha ido creando una matriz de opinión adversa a la obra de Baralt de manera, a mi juicio, totalmente injustificada. Uno de los primeros en aplicar sobre sus frutos el alicate de su severidad fue Mariano Picón Salas, aunque ya antes Gonzalo Picón Febres había descargado su sentencia condenatoria. Don Mariano, en su obra antes citada, afirma: «Los buenos estudios retóricos que Baralt hizo en Bogotá, su invencible respeto por las autoridades de la lengua castellana, su formalismo clásico, pesarán y limitarán su obra literaria» (Picón Salas, 1984: 83). Incluso antes de este señalamiento, Picón desliza algo más delicado aún; veamos: «Don Ramón Díaz, paciente compilador, había reunido muchos papeles de historia nacional y se los pasa a Baralt para que los ordene y escriba con ellos un Resumen» (Picón Salas, 1984: 83). ¿Qué sugiere Picón Salas? ¿Acaso sospecha que Baralt no llevó a cabo la investigación y que es un simple redactor del Resumen de la Historia de Venezuela? Luego, la enfila contra el zuliano y afirma: «Bello es un filólogo y Baralt es un preceptista» (Picón Salas, 1984: 84). Más adelante, para terminar de sellar la lápida, se apoya en unos juicios de Menéndez y Pelayo que buscan echar por tierra la obra lexicográfica de Baralt. Al momento de sopesar su poesía, también es adverso don Mariano. Algo le molestaba en la obra del zuliano: sospecho que le incomodaba su perfil españolizante. Repetía así lo que fue haciéndose matriz de opinión en relación con Baralt; me refiero a su ortodoxia castellana, a su respeto por la Real Academia de la Lengua, a su inocultable afán por alcanzar la gloria española. Detengámonos en su biografía, a ver si hallamos la raíz de la animadversión contra el marabino.

Lo que pudo hacer en apenas cuarenta y nueve años es ya, de por sí, motivo de admiración. Cuatro etapas advierto en su vida. Una primera (1810-1821), más determinante de lo señalado hasta ahora, que va desde alrededor del año de nacido hasta los once. Su infancia ocurre en Santo Domingo, a donde ha ido con sus padres, ya que su madre es dominicana: no así su padre, zuliano hijo de catalán y miembro de una familia con recursos económicos considerables. De modo que los recuerdos de su primera infancia no están ligados al lago ni a Maracaibo. El segundo período (1821-1835) está signado por su vida cuartelaria, por los dos años en Bogotá y por la política. Todo este período es resumido por el propio Baralt, según se desprende de la anécdota recogida por Arístides Rojas, mediante tradición oral, también referida por Grases en su microbiografía de Baralt: «Mi escuela estuvo en los campamentos y los cuarteles desde 1821 a 1830. Mientras que mis compañeros perdían el tiempo en bagatelas, yo leía y releía los principales clásicos españoles que llegaban a mis manos, los cuales casi conozco de memoria, pues de coro puedo repetir párrafos de muchos de ellos» (Grases, 1959: 7). El tercer período va de 1836 a 1841. Es la época en que su afición por los estudios históricos toma musculatura profesional y el Gobierno del general Páez le encarga, junto a la Geografía de Venezuela, ya solicitada a Agustín Codazzi, la escritura del Resumen de la Historia de Venezuela. Este libro se publica en París, ciudad a la que viaja junto a Codazzi a tramitar la publicación de las obras. La cuarta y última etapa (1841-1860) es la del escritor, el filólogo, el lexicógrafo y el poeta, íntegramente vivida en Europa. Los primeros meses en Londres, en la delegación diplomática venezolana, donde le ha sido encargado el estudio de todo el asunto de la Guayana inglesa y Venezuela, motivo por el cual se traslada a Sevilla, a hurgar en los archivos, y reside allí entre 1841 y 1844. Luego se muda a Madrid: ciudad donde conoce la gloria y la desgracia.

De estas cuatro etapas, a los efectos de su obra poética, la significativa es la última, ya que es la única en que escribió poesía. Su celebrado poema «Adiós a la patria» fue escrito en Sevilla en 1843, desde donde comienza a intuir que su deseado regreso no ocurrirá nunca y escribe:

Yo a los cielos en tanto

mi oración llevaré por ti devota,

como eleva su llanto

el esclavo, y su canto,

por la patria perdida, en triste nota.

Luego, en el camino de sus afanes poéticos en suelo ibérico, compone la «Oda a Cristóbal Colón» (1849), con la que obtiene el premio del certamen de poesía de El Liceo de Madrid. Ese mismo año publica el prospecto de una obra que no llegó a concluir, el Diccionario matriz de la lengua castellana, pero que le trajo el respeto de los académicos, al punto que en 1853 es el primer americano que ocupa un sillón en la Real Academia de la Lengua Española. Dos años después concluye su Diccionario de galicismos, y después cae en desgracia al prestarse a ser embajador de su Santo Domingo de la infancia en el reconocimiento de la independencia de esta república por parte de España. El enorme prestigio que había logrado de pronto se vio ensombrecido por materias ajenas a las que lo ascendieron hasta la cúspide. Esta contrariedad lo sume en la depresión y finalmente lo lleva a la tumba, cuando apenas contaba cuarenta y nueve años.

Pareciera que los triunfos españoles le restaron méritos a la hora de ser enjuiciada su obra por sus coterráneos. Nada más injusto. También pareciera que su dedicación al trabajo de lexicógrafo y filólogo le hubiese traído la desconfianza de sus lectores futuros. Si releemos su poesía, hallaremos una obra bien tramada que, sin ser un prodigio ni nada que fuese más allá de los cánones del neoclasicismo, no merece haber sido tratada como hasta ahora lo ha sido. Hago mías las palabras de Pedro Pablo Barnola, s.j. En uno de sus ensayos, refiriéndose a la corrección de los versos de Baralt:

Es que en parte así concibe el neoclásico su obra poética; dando lugar principalísimo a la expresión literaria correcta, pulida y elegante, sin escatimar gasto de palabras. Parece que su norma es: mira no solamente lo que digo, sino cómo te lo digo, qué palabras, qué giros y figuras de castizo sabor te ofrezco en cada verso; esto es poesía. (Barnola, 2012: 357)

No podemos juzgar la obra de Baralt comparándola con la de un romántico: sus caminos fueron otros.

La relevancia de Cecilio Acosta (1818-1881) es compleja. Me explico: cualquiera que visite los textos críticos sobre su literatura o el mapa de su biografía hallará enormes elogios sobre su persona y escasos comentarios sobre su obra. Todos los textos, sospecho que no hay excepción, se detienen con holgura en la santidad de su vida: paupérrimo desde el punto de vista económico; jamás contrajo matrimonio, estuvo hasta los cincuenta y ocho años bajo el mismo techo de la madre, profesándole una absoluta devoción; fue seminarista y observó los preceptos católicos como el más circunspecto de los devotos. Jamás abandonó la patria, casi que nunca fue más allá de los predios caraqueños y de su San Diego de los Altos natal. En el sitio fue haciéndose de un prestigio blindado y, al final de su vida, los jóvenes que bebían las aguas del positivismo, con cierto complejo de culpa cientificista, lo tuvieron como el bastión de la dignidad humanista, como el último humanista de la patria. Contribuyó mucho a esta leyenda la visita que le prodigara José Martí, acompañado de Lisandro Alvarado, cuando a Acosta el cuerpo ya no le respondía con presteza. Martí sintió que visitaba a uno de los últimos grandes humanistas de América. Toda la biografía de Acosta ha despertado ingentes simpatías, especialmente la manera como sobrellevó la condición de la pobreza y cómo de la nada se hizo de una cultura excepcional. También esplenden, en la carta de sus pasos sobre la tierra, sus posiciones políticas y sus reflexiones sobre la enseñanza y el mejor destino de la nación.

Además de su libro, Cosas sabidas y por saberse, los discursos, los artículos y las cartas forman parte del material que pudo recogerse en sus Obras completas. Su poesía no es lo más importante de su trabajo. En casi todas las antologías aparece un poema suyo titulado «La casita blanca» que, evidentemente, refleja muy bien su humilde sindéresis, así como su manera de estar en el mundo. De sus otras composiciones líricas la opinión no ha sido muy favorable. A Felipe Tejera, en su libro Perfiles venezolanos, le parece que el soneto «A la libertad» deja mucho que desear, pero «La casita blanca» le resulta encomiable. En un ensayo especialmente perspicaz de Arturo Uslar Pietri sobre la vida y obra de Acosta, en su libro Letras y hombres de Venezuela, creo que da en el clavo sobre su significación, justo en el momento en que el positivismo avanza: «Acosta se duerme en la muerte antes de que esa transformación ocurra. Él muere en la frontera del positivismo. Antirromántico y progresista como él, pero divergente de un idealismo profundo, de su ética cristiana y de su catolicismo raigal» (Uslar Pietri, 1953: 935). El magisterio de Acosta parece estar muy ayudado por la limpieza ética de su conducta personal. Fue un símbolo de una época y resumió en sí mismo el espíritu humanista que también animó al fundador de la poesía nacional. Y si por una parte representaba el ideal humanista inaugurado por Bello, también encarnaba en muchos aspectos el arquetipo del romántico al que la arrogancia de la ciencia, en su expresión positivista, venía a desalojar del templo. Extraño personaje sobre el que se ha posado el manto unánime de la crítica favorable: digno de revisión.

Como vemos, los sucesores de Bello son, afortunadamente, dispares entre sí. Curiosamente, unos continúan la trocha romántica, que también anidó en Bello hacia el final de su vida, y otros la vía neoclásica, que indudablemente inspiró sus poemas principales. De los cuatro, el que visitó más el campo minado de la poesía fue Baralt, pero es sobre el que la crítica ha sido más severa. Los otros que mencioné merecerían un estudio más detenido del que esta historia contempla. En ellos se dio la pulsión de la elegía, de la oda: exaltaron con furor la épica independentista, cantaron con la ronca voz del elogioso, y sus poemas se debatieron entre el ditirambo romántico y el rigor neoclásico, siempre cercanos al tema americano, a la temperatura de la fundación republicana.

El coro de las voces solitarias

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