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Introducción

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Un solo dato es ilustrativo de la precariedad de las manifestaciones literarias durante los años de la conquista y colonización de América: aquel largo período de más de tres siglos que comienza, para nosotros, con la fantástica incursión de Cristóbal Colón en aguas del Orinoco, con los ojos enfermos y el alma en vilo, que lo lleva a escribir uno de los pasajes más extraordinarios de los que se tenga noticia: aquel en donde les manifiesta a los reyes de España haber llegado al paraíso terrenal, justo al navegar sobre el torrente dulce de la desembocadura del río gigantesco. El dato, antes de perderme en algún otro caño del delta, es el de la llegada de la imprenta a Venezuela.

Si bien el caraqueño Francisco de Miranda traía una en la nave que lo acercaba a las costas de su sueño independentista, es sabido que aquel intento fracasó y que el destino de las máquinas no fue otro que el de la isla de Trinidad. Así lo sostiene Manuel Segundo Sánchez cuando afirma, refiriéndose a los aparatos: «Depositada en la isla de Trinidad, después del fracaso de la expedición, la adquirieron los norteamericanos Gallagher y Lamb, primeros tipógrafos que se establecieron en Caracas» (Sánchez, 1950: 5). En efecto, una vez asentados en la capital fueron los que imprimieron la Gazeta de Caracas, a partir de 1808. Luego, no es sino dos años después cuando aparece el primer libro impreso en el país: me refiero al Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para 1810, título acerca del cual Pedro Grases publicó, en 1952, un estudio donde demuestra no solo que fue el primer libro impreso en Venezuela, sino que su autor fue el joven Andrés Bello. Pero, para que se entienda todavía mejor lo que señalo sobre la llegada de la imprenta a Venezuela, recordemos que esta se establece en México en 1535, en Lima en 1583, en los Estados Unidos en 1638, en la Argentina un poco antes del 1700, en La Habana en 1707 y en Bogotá en 1738, según los datos que ofrece Pedro Henríquez Ureña en su libro Historia de la cultura en la América Hispánica.

Pero si acaso no fuese suficiente demostración de la precariedad de las expresiones literarias el hecho de no disponer de imprenta sino hasta los primeros años del siglo XIX, ofrezcamos algunos juicios de los estudiosos. Antes, aclaro que los textos de fray Pedro de Aguado (Historia del descubrimiento y fundación de la gobernación y provincia de Venezuela, 1581), de Juan de Castellanos (Elegías de varones ilustres de Indias, 1589), de fray Pedro Simón (Noticias historiales de las conquistas de tierra firme en las Indias Occidentales, 1626) y de José de Oviedo y Baños (Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, 1723), así como algunos versos que no han llegado hasta nuestros tiempos, no son materia suficiente como para llevarnos a afirmar que hubo una literatura colonial venezolana, al menos con las investigaciones que hasta el momento se han dado a la luz pública. No descarto que pronto, gracias a la acuciosidad de los investigadores, pueda hallarse un patrimonio literario hasta ahora desconocido o escasamente estudiado. Pero mientras estos hallazgos ocurren, no tengo otra alternativa que referirme a las manifestaciones literarias del período colonial con lo que tengo en la mano. Cuando nos referimos a una literatura estamos pensando en un sistema, en un corpus, no en inspiraciones aisladas, valiosísimas por lo demás, de los pocos que estamparon los frutos de sus visiones y su imaginación. Para no ser tan contundentes, aceptemos que hubo algunas manifestaciones literarias durante el largo período colonial; incluso recordemos que con frecuencia se llevaban a las tablas algunas obras de teatro, pero no exageremos: la expresión literaria de los hijos de aquella sociedad no fue suficiente como para poder hablar de una literatura colonial venezolana. Sobre todo, insisto, si pensamos en la literatura como un tejido de lectura y escritura que se expresa de manera abundante y llega a formar un sistema.

El crítico Julio Calcaño es enfático al señalar:

… fue a fines del siglo último [se refiere al XVIII] cuando la revolución de los Estados Unidos del Norte, la revolución de Francia y el consiguiente estado anormal de la península, abrieron nuevas sendas a las ideas de los suramericanos, hicieron posible la introducción clandestina de libros prohibidos, y contribuyeron en gran manera a la lucha de Independencia, que cambió por completo la mísera condición de las Colonias, las cuales acaso hubiera conservado España con la práctica de un sistema de colonización y gobierno más liberal, y con la difusión de las luces que preparan el corazón y el espíritu para figurar en la escena de la civilización. (Picón Febres, 1972: 115)

Más adelante, afirma: «Nuestra literatura alborea con el sol de la revolución de Independencia».

Gonzalo Picón Febres, en su libro indispensable La literatura venezolana del siglo XIX —donde emite juicios severos o comprensivos en exceso, siempre asentados sobre el estudio—, ofrece el siguiente panorama:

Ningún venezolano medianamente ilustrado debe ignorar que la instrucción pública en Venezuela, a fines del siglo décimo octavo y a principios del siglo diez y nueve, era pobre, deficiente y restringida en grado sumo, por las reservas preventivas que la Corona de España siempre tuvo para ilustrar a sus Colonias de América, y muy especialmente a Venezuela. Temía, sin duda alguna, que la propagación y lectura de los libros nuevos, la difusión copiosa de las ideas avanzadas y el espíritu revolucionario de los Estados Unidos y de Francia despertasen y luego avigorasen el de la Independencia hispano-americana, y por eso procuró a todo trance mantener a sus Colonias en un estado lamentable de ignorancia. (Picón Febres, 1972: 105)

Coinciden en sus diagnósticos tanto Calcaño como Picón Febres. Añadamos ahora el juicio de Mariano Picón Salas, ofrecido en Formación y proceso de la literatura venezolana:

Venezuela no tuvo una literatura colonial que pueda compararse, pálidamente, por lo menos por su volumen, con las de México, Perú o Nuevo Reino de Granada. La imprenta no llegará a Caracas hasta 1808 para convertirse en un instrumento de reacción antiespañola. Los papeles que quedan del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII —novenas y sermones gongorinos o poesías de circunstancias como las que preceden al ya citado libro de Oviedo y Baños— coinciden en su barroquismo colonial con las de las otras partes de América. La misma erudición farragosa, el mismo retruécano, la misma fórmula altisonante. Es —he dicho en otro trabajo mío— una forma de intelecto que carece de espíritu histórico. (Picón Salas, 1984: 34-35)

Estos tres juicios parecen negar lo afirmado por Humboldt en su Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente. Allí, el sabio se detiene a describir una Caracas dominada por el espíritu de las luces. Dice: «Noté en varias familias de Caracas gusto por la instrucción, conocimiento de las obras maestras de la literatura francesa e italiana, una decidida predilección por la música, que se cultiva con éxito y sirve —como siempre hace el cultivo de las bellas artes— para aproximar las diferentes clases de la sociedad» (Humboldt, 1985: 334, tomo II). Aunque el alemán hace referencia al conocimiento de las literaturas italiana y francesa, el énfasis está puesto en el disfrute de la música y, en otros pasajes del libro, en los buenos modales de ciertos caraqueños, que lógicamente denotaban familiaridad con ciertas expresiones culturales elaboradas. Pero no puede inferirse de los comentarios de Humboldt —del retrato de aquella amable ciudad colonial que rememora con gratitud desde su sillón europeo— ni siquiera la existencia de un grupo de lectores críticos medianamente sistemáticos; mucho menos puede suponerse la existencia de una literatura. Sin embargo, el panorama humboldtiano y otros análisis, frutos de investigaciones recientes, como el libro de P. Michael McKinley sobre la Caracas prerrevolucionaria: Caracas antes de la Independencia, vienen a matizar la contundencia de las afirmaciones de Calcaño y de Picón Febres. La situación de la Caracas preindependentista no era la de tierra arrasada; tampoco la de una suerte de Atenas tropical. Afirma McKinley:

Ya a estas alturas deberían estar claros varios aspectos de la economía de exportación de Caracas. Primero y sobre todo la diversificación de la base agrícola ocurrida entre 1777 y 1810. A excepción posiblemente de La Habana, ninguna otra colonia hispanoamericana experimentó la transformación que caracterizó a Caracas al zafarse de su dependencia del cacao. La significativa presencia del café y del añil y, en grado menor, de otras cosechas, procuró a la provincia una variedad en sus posibilidades de ingreso muy notable para una pequeña provincia monoproductora. (McKinley, 1993: 66)

Picón Salas es más preciso en relación con las opiniones de Picón Febres y Calcaño. Se refiere a la literatura; no roza siquiera la mención de otras disciplinas artísticas que, ciertamente, tuvieron un especial florecimiento, como es el caso de la música.

En las opiniones de Calcaño y Picón Febres vienen las tintas cargadas: para nadie es un secreto que la apología independentista trajo como consecuencia una gran dificultad para hallar rasgos, aunque fuesen mínimos, de obra positiva por parte de la sociedad colonial. La satanización absoluta favorece la tesis que hacía de la gesta independentista una necesidad urgente, impostergable. Quizás por esto —me atrevo a pensar— es que los juicios de Calcaño y Picón Febres son tan severos. En cambio, el de Humboldt, hace doscientos años, y el de McKinley, en 1985, son desapasionados: ellos no tienen arte ni parte.

Dos aspectos resultan indiscutibles: la provincia de Venezuela, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, había alcanzado un respetable nivel de desarrollo económico sobre la base del cultivo del café, el tabaco, el añil y el cacao. De allí que algunas expresiones del espíritu creador hubiesen florecido, junto con el interés por ciertas manifestaciones artísticas por parte de la élite. Pero este brillo que impresiona a Humboldt no niega la precariedad de la literatura, como dije antes. Por otra parte, sí niega la tesis según la cual en la provincia de Venezuela no fue permitido el crecimiento de las luces. De hecho, la propia élite que va a llevar adelante la guerra de Independencia no se explicaría sin la situación de auge que encuentra el barón de Humboldt en su visita.

Otro viajero, el francés Depons, en la relación que hace de su viaje —publicada en 1806— y refiriéndose a las casas caraqueñas, afirma maravillado:

En ellas se ven hermosos espejos, cortinas de damasco carmesí en las ventanas y puertas del interior, sillas y sofáes de madera, de estilo gótico sobrecargados de dorados y con asientos de cuero, de damasco o de cerda; altos lechos cuyos elevados doseles muestran un exceso de dorado, cubiertos con hermosas colchas de damasco y muchas almohadas de plumas con fundas de ricas muselinas guarnecidas de encajes. (Depons, 1993: 65)

La prosperidad de entonces es fruto del cultivo de la tierra y del comercio con la península imperial, faenas en las que la Compañía Guipuzcoana tuvo su parte durante sus cincuenta años de labor en tierra venezolana (1730-1780), así como los criollos, que para entonces amasaban una fortuna considerable y eran, incluso, dueños de los barcos con los que enviaban sus frutos allende el océano.

En esa sociedad colonial, que tiene expresión en una ciudad capital que para el año de 1800 registra alrededor de treinta mil almas, es donde comienzan a tener lugar las tertulias literarias. En casa de los Ustáriz, Luis y Francisco Javier, y bajo el entusiasmo de estos hermanos, se reúne la élite de entonces a leer y declamar poemas, a compartir sus intentos prosísticos y a limar las rugosidades del espíritu al amparo de las letras. Corre la primera década del siglo XIX. A estas peñas literarias asisten dos caballeros respetadísimos entonces: Miguel José Sanz y José Antonio Montenegro. Junto a ellos, descifran enigmas Vicente Salias, Vicente Tejera, Domingo Navas Spínola, José Domingo Díaz, José Luis Ramos y el joven Andrés Bello. Este último le confesó a su biógrafo —el chileno Miguel Luis Amunátegui—, refiriéndose a los Ustáriz, lo siguiente: «Ambos eran poetas, grandes favorecedores de los devotos de las musas, oficiosos aristarcos de los ingenios noveles que empezaban a despertarse. La casa de estos caballeros se había convertido en una especie de Academia, a donde concurrían cuantos en la capital de Venezuela figuraban por las dotes del espíritu.» (Amunátegui, 1882: 14). No puede señalar Bello, como es lógico, que el más destacado de los jóvenes poetas que se inician entonces es él.

El buen nivel de ejecución —y de composición— alcanzado por la música en la Venezuela colonial, de acuerdo con el juicio de los conocedores de la materia, no se corresponde con el de la expresión poética: esta vuela menos alto. Las tertulias de los Ustáriz, y particularmente lo que de ellas se estampó más allá de la oralidad, se ciñen al territorio del canto apacible, bucólico, discretamente virgiliano: construcciones líricas pensadas más para el escenario de la velada y para agradar a la audiencia que para darles salida a las tormentas del espíritu. Pero si los logros poéticos fueron menores, incluidos los del Bello joven, los referidos al dominio de las ciencias jurídicas y el pensamiento no fueron despreciables. No pretendo afirmar, obviamente, que estos alcances fueron fruto de las tertulias en casa de los Ustáriz. Señalo, eso sí, que entre los contertulios estaba Sanz, quien pudo hacer aportes valiosos, fruto de su discurrir organizado y de su voluntad. Si fuésemos a resumir en dos apellidos, de los muchos que bebieron de las aguas de casa de los Ustáriz, estos serían los de Sanz y Bello. Ambos, sin demeritar a los otros, trascendieron con sus obras más allá de la anécdota o del ditirambo. Podría decirse más: si ellos no hubiesen participado de estas tertulias, probablemente estas habrían sido registradas por la historiografía por su filón exclusivamente circunstancial y, en verdad, no ha sido así. La historiografía las rescata atribuyéndoles una importancia principal. De hecho, Picón Febres las tiene como el escenario donde nació la literatura venezolana, por más que su juicio sobre los bardos de esta promoción sea lapidario: «Pero de aquellos literatos y poetas, bisoños, poco instruidos en el arte, ignorantes de los buenos modelos castellanos, sin mayores alcances ni gallardía de imaginación, y por añadidura amanerados en fuerza de la imitación pseudoclásica imperante, apenas quedan hoy los nombres y algunas de sus obras, de muy escaso brillo y mérito en el fondo y en la forma» (Picón Febres, 1972: 134). Suponemos que de esta sentencia queda a salvo Andrés Bello.

En verdad, aquella élite que se reunía en casa de los Ustáriz había leído con atención, en el mejor de los casos, a los clásicos latinos y a algunos autores peninsulares. El tiempo demostró, más adelante, que el mejor lector de aquella camada había sido Bello, quien, antes, llegó a trasegar el Quijote, siendo prácticamente un niño. Los aires poéticos de aquella Venezuela finisecular y de principios del siglo XIX, para los que no dominaban otro idioma que el español, eran los de la madre patria. De modo que el barroco colonial convive —aunque cediéndole el paso— con el neoclasicismo que Picón Febres llamó, en uno de sus arranques de guillotina: «la imitación pseudoclásica imperante». Es en este ambiente de prosperidad económica, pero de precariedad cultural, donde va a prender la mecha del espíritu revolucionario. Precisamente, a las propias tertulias de casa de los Ustáriz asistía un alumno de Bello llamado Simón Bolívar e incluso, con frecuencia, tertulias alternas llegaron a ocurrir en la casa de los Bolívar, frente a la plaza San Jacinto. Son estos los años decisivos en los que va gestándose lo que luego estalla definitivamente en 1810. Y es entonces cuando tiene lugar aquel viaje, fundamental para el destino de la futura república, en el que se embarcan Bello, Bolívar y López Méndez, con rumbo a Inglaterra, a encontrarse con el conspirador mayor: Francisco de Miranda. Del frío nunca más regresaría Bello a Caracas: diecinueve largos y difíciles años lo esperan en el laberinto londinense, antes de ser acogido definitivamente por Chile como el maestro que llegó a ser. Para el momento de zarpar de La Guaira, apenas tiene veintinueve años.

El ambiente literario en que Bello recibe sus primeras influencias, como hemos visto a lo largo de estas páginas, es el de la Caracas donde transcurre su infancia y juventud. Este es, en pocas palabras, un ámbito que se debate entre el eco del barroco colonial y las propuestas del neoclasicismo. Este se fundamentaba en una actualización de los conceptos estéticos de la Grecia clásica. El neoclasicismo que llegaba hasta estas costas tropicales venía matizado por el crisol ibérico, pero en su esencia mantenía su teología: la razón está en el centro del proceso creador; la emoción y los sentimientos son compañeros peligrosos, que pueden llegar a desdibujar la nitidez de la construcción querida. La abstracción toma el lugar de lo carnal; la ambición universalista suplanta al rasgo individual. En el corazón del neoclasicismo late el ideal de la inmutabilidad, de la ortodoxia, de lo unívoco.

Sin embargo, si bien es cierto que la tendencia dominante era neoclásica, es posible encontrar rasgos prerrománticos en algunas de las composiciones del propio Bello. Es el momento de recordarlo: la imprenta llega en 1808, Bello se va para siempre en 1810, de modo que las composiciones poéticas que tejió en aquellos años no podían ser publicadas. De hecho, las editó muchos años después e, incluso, algunas no fueron propiamente publicadas por él, sino salvadas en la memoria de algunos compañeros que las habían aprendido, oyéndoselas declamar al joven Bello en casa de los Ustáriz. Pero ya este es el tema del próximo capítulo.

El coro de las voces solitarias

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