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1.1 ¿MUNDOS REALES VS. VIRTUALES?

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Sid Meier suele decir que un juego es una serie de elecciones interesantes4. El ser humano sustenta su vida en decisiones. Éstas tienen consecuencias que a su vez derivan en otras elecciones. Incluso el no tomarlas, lo que se denominaría una no decisión, es al fin y al cabo, una elección. Se puede elegir entre escuchar al primer ministro en el Debate sobre el Estado de la Nación o jugar al Candy Crush, aunque se esté en ese instante presidiendo la sesión; también se puede decidir entre pintar un maravilloso cuadro en el parque o salir a pasear con la familia. También hay quien elige quedarse en un laboratorio diseñando un cerebro artificial capaz de puntuar como un ser humano en los videojuegos clásicos de los ochenta. De hecho, este agente artificial llamado deep Q-network (DQN) probó 49 juegos arcade de Atari y logró más del 75% de la puntuación humana en la mitad de ellos5.

Si tomamos en serio la frase de Meier –y es razonable que lo hagamos, ya que se trata de un gran visionario de la cultura– los videojuegos son una especie de fragmento de vida donde podemos vivir vidas diversas, desarrollar facultades, conocer mundos o ciudades extrañas o, simplemente, pasar un buen rato6. Pero también los videojuegos nos muestran que mundos reales o virtuales pueden ser vasos comunicantes y que las decisiones tomadas en uno u otro nos pueden afectar en cualquiera de ellos. Incluso nos permiten optar entre seguir o cuestionar las reglas que conducen nuestra vida en uno u otro espacio.

Cualquier antropólogo, o persona que haya asistido a más de una clase de esta disciplina, entenderá la cultura como algo arbitrario y artificial, distante de cualquier «naturalización». Los videojuegos, como un producto de un proceso cultural, se muestran como construcciones humanas que transmiten visiones del mundo. Es por ello que lo primero que cabe advertir es que no es el ánimo de este trabajo «descubrir el Mediterráneo». De lo que se trata es de desarrollar con rigor un análisis de un producto cultural generado en unas coordenadas espacio-temporales determinadas y con capacidad de influir en las mentes y comportamientos de sus usuarios y de la sociedad en su conjunto. Los videojuegos, además, han influido notablemente en otras industrias, como la prensa tradicional, Internet (el extraordinario desarrollo de revistas dedicadas al tema o webs) o el cine, con películas que han imitado la estética del videojuego7. De hecho, como señala Jamie Russell en su libro sobre la relación entre Hollywood y los videojuegos, hoy no es extraño que alguien se presente en el despacho de un directivo de una gran productora con un videojuego debajo del brazo, como se suele hacer con bestsellers o con los tebeos (Russell, 2012: 282). No cabe duda de que las posibilidades que este tipo de entretenimiento ofrece a los jóvenes están afectando de manera muy acusada a la taquilla.

El modelo de análisis que se propone tampoco es ciertamente novedoso. Recordemos la trascendencia que el pensamiento de Antonio Gramsci ha tenido en el estudio de cuestiones como la formación del «sentido común», el papel de los intelectuales –fueran de orientación conservadora o revolucionaria– o la hegemonía, como concepto central de su propuesta. El análisis de la forma en la que se originan, desarrollan y difunden entre las mentes y cuerpos de la gente es imprescindible para entender –primero– y cortocircuitar –después– relaciones de dominio que actúan en la sociedad. El poder, como la capacidad de influir directa o indirectamente en una decisión o no decisión, es, por tanto, un elemento central de nuestra propuesta. Se debe prestar atención a los procesos y dinámicas que lo acompañan y lo nutren. En este sentido, nos sentimos necesariamente deudores de los estudios de economía política de la comunicación que intelectuales como Smythe, Schiller y Mosco han desarrollado.

También es relevante distinguir nuestra propuesta de otros enfoques metodológicos. Este análisis rechaza cualquier tipo de vinculación con una aproximación postmoderna/postestructuralista o relacionada con los estudios culturales. Debe ser reconocido el esfuerzo de autores como Williams, Thompson y Hoggart como impulsores de estudios críticos sobre fenómenos de la cultura popular británica de la segunda mitad del siglo XX. No obstante, el alcance localista de sus estudios y las particularidades del mismo difícilmente pueden relacionarse, como habitualmente se ha hecho con el fin de ganar una suerte de legitimidad crítica, con la corriente denominada como Estudios Culturales, de la que nos pretendemos diferenciar. No es el lugar para abundar en los problemas de todo orden que la aquejan –especialmente metodológicos– o la falta de reflexión sobre el poder o el status quo y su adaptabilidad al mismo. Hay investigaciones que lo hacen con gran profusión y rigor (Reynoso, 2008). Además de las críticas anteriormente mencionadas, es interesante señalar el sentido acrítico y conformista que los Estudios Culturales han ido tomando con el tiempo.

Se ha renunciado a un esquema explicativo capaz de unificar estudios parciales sobre elementos singulares de la cultura contemporánea (Mosco, 2009). En definitiva, no hay duda de que la grave quiebra entre los estudios de la cultura popular inglesa de lo que se denominó primera fase de los Estudios Culturales, y lo que después fue desarrollado, especialmente en EEUU, bajo el mismo nombre (Reynoso, 2008: 22)8, ha generado una gran confusión en torno a los mismos y unas expectativas que éstos no pueden cumplir. Con la investigación sobre los mensajes que transmiten los videojuegos se plantea la necesidad y el interés de contribuir al estudio de una de las mayores industrias culturales contemporáneas. Buen número de académicos dedican su trabajo a explorar las ramificaciones del fenómeno de los videojuegos como artefactos culturales generadores de significados, estudiando el contexto en el que se desarrollan tal y como sucede con otras formas de expresión humana (Zagal, 2010: 16). La significación económica de la misma no es un secreto. Su capacidad para influir y generar actitudes tampoco resulta extraña, si nos atenemos a otros productos culturales que, como el cine o la televisión, han suscitado el interés académico.

Sin embargo, a pesar de lo dicho anteriormente, es necesario ser conscientes de una realidad: la mayoría de las personas en general, y de los estudiantes en particular, estiman que los videojuegos son un mero entretenimiento. Algunos son más expertos que otros, pero no son capaces de ir más allá y comprenderlos como uno de los grandes productores de sentido de nuestra época con derivaciones de toda índole: psicológicas, tecnológicas, económicas y, la que nos interesaba especialmente, hegemónica. La experiencia de trascender la barrera de la simple, y respetable por otra parte, experiencia lúdica y analizar el aspecto que nos interese es lo que otorga valor a la práctica que se propone.

Cuando en 2011 fundamos el laboratorio de videojuegos en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, nos planteamos una tarea tanto de desvelamiento, como educativa. Lo que nos animó en ese momento a poner en marcha una experiencia así fue comprender mejor los lenguajes con los que se conforman en nuestra época las relaciones de poder y dominio. Su fin era el análisis del mensaje político y socioeconómico que se transmite desde los videojuegos, así como el impacto que los videojuegos tienen en el desarrollo de la industria cultural y del entretenimiento. Entender la forma en que juegos como Call of Duty (en sus diferentes ediciones) pueden, en un determinado momento, generar un alza en las oficinas de reclutamiento y el tipo de recluta que produce, o la manera en que Assassin’s Creed permite elevar las cifras de visitantes en una determinada ciudad italiana, convirtiéndose en una de las mejores campañas de promoción turística de la historia9. Y no sólo eso. Las percepciones de la realidad generadas en el mundo de los videojuegos saltan al mundo físico y al contrario. Como sucedió en World of Warcraft, los jugadores se cansaron de ser meros receptores pasivos de las reglas que imponían los desarrolladores y desafiaron a los mismos con Gnome Tea Party o la propuesta de una jugadora de crear una hermandad GLBT (Sicart, 2012: 188 y 197). Todo ello gracias a la conexión mediante Internet.

De hecho, Internet ocupa un lugar central en la forma en la que se juega hoy. La industria se ha adaptado con dispositivos para los que la conectividad se ha hecho casi tan imprescindible como el cable que conecta la consola a la red eléctrica10. Esta opción ha propiciado que el multijugador a través de Internet se haya convertido en uno de los pilares fundamentales del videojuego contemporáneo (Newman, 2008: 24). Si a ello añadimos la revolución en los dispositivos –tabletas, teléfonos– nos encontramos con un cóctel comunicativo y de entretenimiento de dimensiones asombrosas.

La interactividad que permiten los videojuegos no es un factor baladí. Este elemento ha dotado a este entretenimiento de una dimensión comunicativa capaz de trascender fronteras de toda índole. Se establecen relaciones entre personas que viven muy alejadas, con vidas muy distintas o incluso con concepciones antagónicas de ésta, pero que comparten su pasión por un producto cultural, por un videojuego. De ahí a afirmar, como haría cualquier optimista tecnológico, que nos encontramos con relaciones significativas habría un trecho que no se debería transitar a la ligera. Lo cierto es que genera conexiones e incrementa las posibilidades de mutua influencia y negocio. Y no sólo eso. Puede ser un vehículo orientado tanto para el cuestionamiento del poder, como para nutrir a ese mismo poder privado o gubernamental de recursos que se traduzcan en una mejora considerable de la cuenta de resultados de las grandes empresas que dominan el sector. Todas las posibilidades están abiertas.

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