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Las atribuciones de la subjetividad cien años después. “Toy Story”

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En 1996 se estrena en Buenos Aires la película de Walt Disney “Toy Story” y en forma más o menos simultánea se edita un libro con el mismo título (Dubowski, 1996), al que se agrega un subtítulo aclaratorio: “Novelización con fotos de la película”. Basamos nuestras breves reflexiones en ambos: película y libro.

Se trata de una pequeña comunidad de juguetes que hablan entre sí afectados por las mismas problemáticas, incluyendo sentimientos y pasiones, que las personas.

A diferencia de Pinocho, que nace muñeco y en un contexto deseante inicia un itinerario pleno de alternativas hasta advenir a su condición de sujeto, los juguetes de esta historia desde el comienzo están vivos y han organizado una sociedad eficaz, con intercambios entre ellos, no exentos de placer y sufrimiento.

Pero hay una regla de juego que se debe cumplir inexorablemente. Cuando aparece el propietario de los juguetes, un niño llamado Andy, deben abstenerse de hablar y moverse, congelándose en la pose con que fueron fabricados.

Si los protagonistas de esta historia están atravesados por la castración, ante quienes se supone son “personas verdaderas”, su lenguaje y conflictos deben permanecer cautivos en la clandestinidad.

La única concesión ante Andy es que éste puede activar en ellos un pequeño grabador que emite frases cortantes, reiteradas y estereotipadas. Pero tampoco Andy –a quien se supone “un niño de verdad”– apela a otra posibilidad de hablar que no sea a través de frases triviales, vacuas y previsibles, como si a su vez él también tuviera incorporado un grabador.

Los juguetes sólo pueden asumirse como inanimados. En tanto sujetos, están proscriptos.

Hasta narcisísticamente dependen totalmente del dueño, quien puede arbitrariamente deponer el frágil investimiento libidinal con que los recubre. Son tratados con indiferencia, como objetos a los que indistintamente se puede elegir, manipular, destruir, descartar, renovar o transformar.

Los otros “seres de verdad” de la familia de Andy, al igual que éste, parecen personajes triviales, chatos, como sombras que no denotan ninguna interioridad de quien las proyecta.

Se desprende de lo comentado que si eventualmente los juguetes son para jugar, el uso que de ellos hace Andy no puede llamarse juego: no se genera nada semejante a un argumento o una elaboración. Ni siquiera se presiente algo que lo aproxime a la serie placer-displacer.

Merece destacarse que el único niño que realiza un juego creativo es un vecino llamado Lenny, considerado “malvado y cruel” porque hace sufrir a los juguetes, no solamente por el sadismo con que los ataca, sino también porque obtiene cierto goce desarmando y combinando entre sí partes de distintos juguetes, generando lo que en el libro se denominan “juguetes mutantes”. Este niño, de quien lo que más se destaca es su perversidad es, sin embargo, no solamente el que tiene ideas y originalidad, sino además el único que en algún momento podrá acceder a la revelación de que sus víctimas –supuestos juguetes– son sujetos que hablan y sufren. Entonces se horrorizará.

Si bien no podemos reseñar en sus detalles esta narración –y, aclarando que estamos advertidos de que carecemos de la distancia histórica necesaria para validar las consideraciones que haremos– pensamos que de todos modos lo expuesto es suficiente como para ensayar, brevemente, una caracterización de la actual posición subjetiva ante la estructura de sujeto.

Si en Pinocho había una trama de palabras que guiaba al muñeco “para que no se pierda”, en “Toy Story” los personajes ya están perdidos y quedan abandonados a su suerte. Desde la posición subjetiva –si la hubiere– en que se sitúan los que tienen poder sobre los juguetes hablantes, no hay lugar, no es reconocida ni aceptada su estructura de sujeto.

Dicha estructura, que implica complejidad y creatividad pero también individualidad, conflicto psíquico, síntoma... puede ser, en cierto sentido, desconocida y sustituida por otra más eficiente y menos costosa. Nos referimos a la tecnología, producida por el mismo ser humano.

Si el sujeto en tanto tal, debe admitir un aspecto de sí al cual no tiene acceso pero sin embargo lo determina, actualmente puede vivir en una ficción en la que depende de máquinas que proveen la información y respuestas desde un campo tecnológico –nos referimos a la informática, la computación, la electrónica, etc.– que de forma semejante a lo inconciente es imposible de aprehender y abarcar.

La división del sujeto ha sido en alguna medida reemplazada por una estructura en que la persona reniega de su inconciente y lo desplaza, por ejemplo, a la computadora. Se establece entonces una ilusión de sujeto en la que lo reprimido y lo “más allá” está derivado hacia una tecnología industrial que lo sobrepasa.

¿Una nueva forma de resistencia? Podemos pensar que sí, pero avalada por un mandato de la época.

Pinocho tiene un padre –podría ser un analista– que lo confronta con la división de su ser, y lo lanza, confiado, hacia un futuro en el que la experiencia y el aprendizaje son una garantía prometedora.

En “Toy Story” los sujetos se encuentran cautivos, atascados, sin futuro e ignorados en tanto tales. No se espera nada de ellos. Ellos tampoco esperan nada de sí mismos. Pueden cesar, ser descartados en cualquier momento.

La subjetividad de hoy no admite la condición de sujeto, porque la sociedad supone suficiente para reemplazarla –y con mayor eficiencia– a la tecnología. Y condición de sujeto, si dejamos de lado su papel en la creatividad, implica deseo, reclamo, insatisfacción, conflicto.

El Pinocho que expresa alborozado su alegría por haberse convertido en muchacho, contrasta con un personaje de “Toy Story” (p. 87)2 que cree ser una persona de verdad, hasta que habiéndose convencido de que no lo es, dice con definitiva resignación: “De todas maneras, ¿qué más da?... al fin y al cabo no soy más que un juguete”.

Si Pinocho llegara a nuestro consultorio sería –jugando con la idea– un paciente que podría ser más o menos “difícil”, pero sin duda apelaría a sus palabras y a las nuestras, procurando y a la vez dejándose conducir hacia la cura. Más allá de sus resistencias y “actings”, confiaría también en sus objetos y registraría un campo deseante relacionado con la condición de sujeto.

Por el contrario, es posible que un personaje de “Toy Story”, como muchos pacientes actuales, se nos presente con una mayor indiferencia (o insensibilidad) al dispositivo analítico. Asumido en la pose con que el mandato social “lo fabrica” ostentaría su desconocimiento, su ignorancia y su desesperanza acerca de la posibilidad de jerarquizar el conflicto intrapsíquico como fuente de sus padecimientos. Puede ser incluso que llegara con la idea de que lo inconciente es una suerte de entelequia, ya que la subjetividad de la cultura circulante tiende a desconocerlo en tanto tal. Sería el analista entonces quien tendría que reconocer y restituir su estructura de sujeto, subsumida en una subjetividad que tiende a no admitirla.

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