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“Simiente de Lobo”
ОглавлениеLos que han sido víctimas de sujetos que ejercieron sobre ellos acciones aberrantes no disponen de palabras para transmitir lo experimentado. Esta enunciación aloja en sí misma una respuesta que da cuenta del impedimento: la palabra es insuficiente para expresar su sufrimiento.
La ilusión puesta en la palabra de un alcance expresivo que en realidad no tiene puede incluso contribuir a desviar, deformar o aún a desconocer la naturaleza del impacto desorganizador que afecta a la víctima. La escucha y la respuesta de un supuesto interlocutor suele operar de por sí como una fuente de asignación de significaciones que no se compadecen con lo experimentado. De tal manera, una excesiva fe en que la palabra pueda decir más de lo que dice, puede devenir en que el impacto de lo infligido quede aún más aislado, distante de una posible comprensión.
El lenguaje opera con un límite que no sólo lo excluye de la posibilidad de ofrecerse como representante de afectos que no abarca, sino que además dichos afectos pueden producir un impacto devastador sobre la estructuración del discurso mismo, con lo cual su alcance expresivo se reduce todavía más, o aún puede quedar anulado.
El estado subjetivo de horror es comparable al desquicio que sobre el escenario simbólico del sueño produce la invasión pulsional en la pesadilla, salvo que en este caso se trata de una permanente pesadilla de vigilia1.
El riesgo de la palabra es que puede ser usufructuada en forma complaciente si se induce la suposición de que es hábil para explicar, comprender y elaborar lo que en realidad está más allá de sí misma.
El horror no admite metáforas. Suponerlas puede servir a la renuncia a reconocer lo insoportable de afectos que han desquiciado el aparato psíquico, y también a la adhesión a una cultura que al no soportarlos propicia su desconocimiento.
Las palabras pueden entonces escamotear la naturaleza del sufrimiento. No puede ser dicho el horror de las víctimas de actos de humillación y crueldad cometidos por semejantes2. Tal el sentido de la tantas veces citada frase –casi sentencia– de Theodor Adorno: “Después de Auschwitz no puede haber poesía”.
Es sin embargo inevitable, quizás hasta imperativo para ciertos escritores que fueron de algún modo víctimas de sucesos atroces, explorar, llevando al límite la palabra, alguna posibilidad de transmitir el sufrimiento a través del lenguaje escrito.
Este fue el intento de Paul Celan, poeta judío rumano, que escribió en alemán. Sus padres murieron en campos de concentraión y él mismo fue perseguido por el nazismo. Concluyó su vida arrojándose a las aguas del Sena.
La búsqueda de Celan se dirigió a explorar la posibilidad de trasvasar al lenguaje poético algo del desquicio estructural que afecta a la víctima de acciones aberrantes. Pensó así la posibilidad de trasmitir una representación material del aniquilamiento de la mente, incorporando a la estructura de sus textos algo de dicho desquicio.
En su poesía apela, entre otros recursos para denotar lo que semeje al horror, a rupturas sintácticas, cesuras del discurso, silencios, reiteraciones, referencias crípticas, hermetismo, puntuación desconcertante, y a figuras retóricas que impactan la lógica y la emoción. No con la ilusión de crear una metáfora, sino un símil que traslade al lector una experiencia que sea próxima a la de la víctima.
Recursos como para mostrar los efectos desestructurantes de un trauma avasallador, que desborda un para el caso frágil (casi inútil) sustento simbólico que pudiera operar como coraza antiestímulo.
El monto cuantitativo pulsional quebranta, destituye el aparato mental, originando, como dijimos, un estado de horror como el de una pesadilla. Pero a diferencia de la pesadilla onírica, en este caso la víctima lo es de un campo pulsional ajeno, por lo que no existe la posibilidad de despertar a una vigilia que podría reconstituir una estructura metapsicológica hábil para lidiar con la propia pulsión (aun cuando este logro debiera ser considerado, en última instancia, una mera forma de “sobrevida”, un transitorio postergar lo que al fin será un triunfo irreductible de la pulsión).
El intento del poeta, lúcidamente fallido (¿quién mejor que el mismo poeta para saber de esto?) concluyó en suicidio, quizás un acto poético más, el último, el límite definitivo entre lenguaje y pulsión, que no pudo (no se puede) inscribir en el lenguaje.
El lenguaje es insuficiente para regular ciertas derivaciones pulsionales que afectan, incluso llegando a la mortificación y a la eliminación, al sistema biológico y social del que depende la criatura humana.
A diferencia de otras especies –y esto abre un interrogante acerca de su supuesta supremacía– el ser humano puede poner en práctica una agresividad que destruye a sus pares e incluso a sí mismo indiferenciado del otro, sin siquiera un sustento de razonabilidad que pueda relacionarse con la necesidad de autopreservarse o sobrevivir3.
Si la palabra es el privilegio más refinado y alto, aún el que define a la persona en tanto tal y a la humanidad como sujeto de una historia, no es suficiente para dar cuenta de las zonas más oscuras del ser humano. Muchas víctimas, desesperanzadas, desconfiando de la palabra como medio de elaboración y reconocimiento, eligen callar4.
Pero en la poética hay una ética: avanzar con la palabra hasta el límite, aun sabiendo de su riesgo (y de una cierta “inutilidad”) de llegar a él. El alcance que puede dar a la palabra es el desafío del poeta. Y su compromiso lo emplaza a trabajar con la disponibilidad de la palabra despojada de lo personal, para constituirla en sí misma materia del poema.
Aun así, llevada al extremo, la palabra es insuficiente. El lenguaje, esa realidad tendida entre individuos, a la vez que sostiene la soberbia con que el ser humano puede asumirse como hablado, lo expone a la fragilidad de sus propios límites, que pueden ser en cierto sentido tan estrechos que no alcanzan para validar los más preciados principios morales y religiosos que supuestamente rigen su vida. Es injuriante la comprobación de que tanto víctima como verdugo son portadores de un lenguaje compartido (hasta puede tratarse de un mismo idioma). No es el lenguaje lo que diferencia a víctima y victimario.
En el poema “Simiente de lobo”, título que tomé prestado para este trabajo (ver nota al pie de página5 en la que este poema, que retomaremos, es transcripto íntegramente), Paul Celan, como dolorosa revelación, reitera: “Madre, ellos escriben poemas”.
Los asesinos también escriben poemas. ¡Todos pueden ser poetas! Versión quizás más sutil y despiadada de esa escena a la que nos tiene acostumbrados la literatura y el cine: el represor vuelve a su casa después de la sesión de tortura, se integra a la vida familiar, después de la cena enciende la pipa y se dispone a leer un libro (puede ser que como fondo se escuche un cuarteto de Beethoven).
Decimos entonces que la palabra es insuficiente para establecer una distinción entre victimario y víctima. Hasta los puede igualar. ¿En qué reside la diferencia entre ambos? Y eventualmente, ¿hay alguna participación del lenguaje instituido en estas salvajes derivaciones de lo pulsional?
Esta sería una dura comprobación para el psicoanálisis. Si su sustento teórico ha sido la develación del síntoma desde la estructura del lenguaje, que éste no sea suficiente respaldo para fundamentar la diferencia entre por ejemplo un torturador y su víctima, lo puede dejar en un callejón sin salida.
Pero tomar esa dificultad como definitiva es altamente riesgoso porque puede dar fácilmente lugar a una declaración de incompetencia para comprender la conducta del victimario en tanto sujeto. Y siendo que se trata de un intento de conceptualizar actos que seguramente son los más repugnantes de la condición humana, la supuesta limitación del psicoanálisis puede usufructuarse como una justificación para eludir una ética que es propia de su método, que consiste en avanzar hacia la comprensión teórica y clínica de toda manifestación humana, cualquiera sea el obstáculo que se presente.
En el poema arriba mencionado, Celan se ocupa de lo que parece un contrapunto en algo fallido entre lo que denomina “simiente de lobo”, referido a lo más demoníaco del ser humano, y un lenguaje poético, no solamente incapaz de contrarrestarlo, sino además con la posibilidad de quedar ahí desvirtuado. El asesino toma la palabra y bien puede escribir el poema de la víctima, igualando, neutralizando, “matando” la ilusión de una escritura que dé cuenta de la diferencia entre ambos. “Madre, nadie/ interrumpe a los asesinos la palabra// Madre, ellos escriben poemas.”
Celan alude a lo que psicoanalíticamente podríamos definir como la incompetencia del discurso ante manifestaciones y efectos de la pulsión de muerte.
El “lobo” representa lo más oscuro del ser humano: sobre esto sobran frases y leyendas que lo refrendan. Pero en el poema no es la referencia aislada al lobo lo que más interesa, sino fundamentalmente, a su simiente. Eso que representa lo que de lo pulsional se repite de generación en generación, fijado en forma irreductible en todo ser humano.
Hay una acongojada apelación –casi un reclamo- a una madre que se ofrece como incapaz de lidiar con el asesino que convive en cada uno de nosotros. La palabra es patrimonio tanto del asesino como de la víctima y contiene en sus intersticios la pulsión destructiva. “Ayer/ vino uno de ellos y/ te mató/ otra vez en/ mi poema” ... “Madre, ellos escriben poemas”. La palabra del asesino se infiltra en la del poeta, quien a su vez, seguirá engendrando el circuito que desarrollará una simiente que será en el hijo, que se “sabe”, será afectado y afectará con la pulsión. No falta en el poema la mención al hijo que repetirá esta operación entre significante y pulsión, con la posibilidad de que tengan entre sí una relación de connivencia, y aún de que se potencie la pulsión.
Es en el lenguaje mismo, en sus efracciones, en sus grietas, donde anida la simiente de la que se desprende la pulsión.
En ese sentido, creo que la mención a la madre no es en realidad una referencia a la madre biológica sino a la lengua materna, que lo ha dejado “perdido” ante el embate de la pulsión, en un desencanto quizás más grave en el caso de un poeta, quien ha apostado todas sus cartas a la palabra. Conviene anotar que efectivamente, en el caso de Paul Celan, su lengua materna, era el alemán.
En el lenguaje entonces, relacionado con la pulsión de vida, que tiende a estructurar y ligar, se presentifica la pulsión de muerte alojada y entrelazada con las palabras en las efracciones que entre ellas quedan. Y este efecto de inhabilidad del lenguaje para lidiar con la pulsión será dramático si el monto cuantitativo del campo pulsional lo avasalla.
Cuando la pulsión desquicia el aparato mental que se ha constituido para contenerla, se impone como experiencia subjetiva desbordante para quien la sufre, pero a la vez permanece como irrepresentable, intransferible, indecible.
Tal el caso de la víctima, la que desde su mortificación, y a pesar de las dificultades para acceder a ella, naturalmente nos emplaza, en tanto personas y psicoanalistas, a atender su en cierto sentido impensable dolor, e incluso conceptualizar los efectos devastadores que sobre ella provocó la agresión del semejante.
Pero distinta es la posición del analista ante el victimario, portador del campo pulsional del que se desprendió el ataque generalmente impune y salvaje contra la víctima, y que acaso queda con su aparato mental tanto o más estructurado tras haber sido ejecutor de las acciones humanamente aberrantes. Se le suman entonces al analista dos problemas: por un lado, lo inabordable de una estructura mental que se clausura ante cualquier intento de indagación, por otro, el rechazo moral que de por sí agrega otro obstáculo a la posibilidad de una aproximación psicoanalítica.
Es muy difícil entonces, por diversas razones, introducir el interés por el estudio del victimario. Sin embargo considero que es imperativo para el psicoanálisis no desentenderse de esta cuestión.
Para una humanidad signada por acciones destructivas entre sus semejantes, que lejos de disminuir con el avance de la civilización más bien parecen agravarse, el psicoanálisis no puede, no debe, permanecer indiferente. Los obstáculos son muchos y pueden quedar coagulados en frases que circulan como verdades que avalan que la destructividad extrema no es campo del psicoanálisis: “El represor no es analizable”; “el represor no va a la consulta psicoanalítica”, etc...
Esta clase de argumento, que puede responder a una realidad clínica, si no lo dejamos ahí como una clausura definitiva, nos hace entrar de lleno en un campo de interrogantes que apuntan a refrendar o no la validez de obtención de datos útiles para la elaboración de conceptos teóricos que no provienen de la clínica. Sin desarrollar esta problemática, sólo quiero recordar la cantidad de escritos clásicos psicoanalíticos cuya fundamentación proviene del estudio de un texto escrito, un relato o aún de la interpretación de una obra de arte.
En el caso puntual de esta presentación, he tomado como fuente el citado poema de Paul Celan, intentando desentrañar de él elementos que también nos den algún indicio acerca de la problemática que pueda dar cuenta de la figura del victimario.
Partimos de la observación, extraída del desgarrado texto del poema, de que no es el lenguaje lo que diferencia víctima de victimario. Queda entonces pensar que debe ser una cualidad en la derivación de la pulsión lo que establece en un sujeto su condición de ejecutor de actos de crueldad sobre la víctima.
Para ello el victimario debe instaurar un tajante límite que separe un “nosotros” de un “ellos”, así sobre estos últimos externaliza y deposita la pulsión, desembarazándose subjetivamente de su nocividad. La eficacia de esta operación depende de un registro rígido, indeformable de dicha división, que se sustenta entonces en una doctrina inflexible y sintónica que la define. Para quedar no sólo indemne, sino además aliviado, reconstituido y liberado de su propia destructividad, el victimario refrenda su acción desde una posición mental que no admite cuestionamiento de su acto criminal. Nos vemos así ante el dogmatismo, el fanatismo o aún el mesianismo del represor. Es decir, constituciones que desde la clínica no reclaman ni admiten indagación y que permiten sostener a ultranza como diferentes a los depositarios de la pulsión.
Los que han sido signados y relegados al campo de lo “otros”, las víctimas, asisten azorados a esta arbitrariedad a la que están sujetos, y al sufrimiento que se les inflige se agrega el de no poder comprender el porqué de una agresión injustificada, que recae sobre ellos sin apelación posible, a partir de un ejecutor hermético, del que no surge nada del orden de lo conflictivo que pueda al menos situar lo sucedido dentro del campo de lo humano.
En algún momento entenderán que ellos también están sumergidos en esta diferenciación que se les impuso. También desde la víctima habrá un “nosotros” y un “ellos”. “Madre, ellos callan. / Madre, ellos toleran que/ la vileza me calumnie”.
Primo Levi, desde su condición de víctima también identifica a los victimarios como “ellos”, designando cada uno de estos lugares de desigualdad como “los hundidos y los salvados”6. Lugares entonces de una poderosa asimetría como para signar destinos opuestos según se esté de un lado u otro.
Pero debemos convenir que si se ha conformado una doctrina que avala en forma concluyente la determinación de a quiénes será dirigida la destructividad, será el lenguaje mismo el soporte de su institución y enunciación. La misma asignación del quién es quién en el “nosotros” y el “ellos” es impensable si no es a través de la participación de la palabra.
Retomemos entonces lo anotado anteriormente para añadirle algunas consideraciones. Dijimos que no es el lenguaje el que diferencia a víctima de victimario. Cabe perfectamente retocar la escena del torturador que vuelve a su casa, incluyendo que después de cenar también puede sentarse ante su escritorio y escribir un poema.
Pero en su caso el lenguaje además avala y promueve el acto asesino. La palabra puede ser tan versátil, vicariante y oportunista, como para adecuarse a orientar y cualificar la pulsión, refrendando si de eso se trata, la posibilidad de que la destructividad derive en la flagelación física o psíquica del semejante, con la alternativa incluso premeditada de provocar su muerte.
Si suponemos al lenguaje como aliado a la pulsión de vida, en tanto tiende a la ligadura que contribuirá al rodeo, siempre provisorio, que retarda el siempre inexorable triunfo de la pulsión de muerte, el torturador puede experimentar su acto criminal como una forma de “salvarse” de Tanatos, que quedará ilusoriamente depositado en la víctima. Es una “lógica” que quizás pueda relacionarse con el egoísmo propio de la pulsión de autoconservación, en parte antecedente teórico desde la primera teoría instintiva de Freud de lo que será la pulsión de vida en la segunda.
A través entonces de una determinada instrumentación del lenguaje a favor de una derivación aniquiladora de la pulsión de muerte hacia el semejante, habrá por un lado los que se consideran “salvados” (y todos sabemos hasta qué punto incluso se propician como “salvadores”), y por otro los que si han sobrevivido a la destructividad infligida quedarán “hundidos” en una incesante pesadilla.
La palabra entonces no sólo es inhábil para nombrar afectos que la desbordan, sino que es además partícipe, si éste fue el caso, de las acciones aberrantes que los han desencadenado.
Concluimos con otra cita del poema de Paul Celan, recordando que hemos tomado como acepción posible la equivalencia de “Madre” con lengua materna: “Madre, qué/ tierra más extraña da tu fruto! / Da tu fruto y alimenta/ a los que matan!”.
1 En un trabajo anterior, intento definir la pesadilla (en contraposición al sueño de angustia) analizando la iconografía sobre el tema del pintor Heinrich Füssli (1741-1825). De ahí tomo la siguiente cita (Levín, R., “De representaciones de animales, sueños de angustia y pesadillas”. Trabajo libre presentado al XVIII Simposio y Congreso Interno de APdeBA, 1996, p. 181): “A diferencia del sueño de angustia hay entonces en la pesadilla una fractura de la integridad del fundamento de un espacio-representación del ámbito de lo simbólico. Lo monstruoso (o lo demoníaco) puede arrasar desde cualquier (o ningún) lado”.
“Los ‘lugares’ del sueño tal como fueron establecidos por la estructuración en términos simbólicos, de los fantasmas sexuales edípicos, son desnaturalizados y superados por la pulsión”.
“La pesadilla queda definida como un quebrantamiento del espacio simbólico acordado, que es el escenario del sueño. Y esto queda así definido por las enigmáticas transposiciones de algunos elementos del segundo cuadro de H. Füssli, si es tomado con referencia al primero”.
2 Tampoco la expresión pictórica puede dar cuenta de la esencia del sufrimiento de la víctima. La mediación de lo estético modula la angustia promoviendo un cierto goce (fascinación) que captura al espectador. ¿Acaso puede decirse que estar ante el Guernica de Picasso tiene alguna proximidad material con lo sufrido por los habitantes de la ciudad vasca bombardeada en abril de 1937?
3 Art Spiegelman, en su versión de la historia de sus padres en un campo de concentración nazi, logra un impacto muy particular apelando al relato bajo la forma de historieta (con lo que suma el efecto de la imagen al de la escritura) y representando el enfrentamiento entre humanos según nacionalidades, religiones, razas, grupos étnicos, como si cada uno de estos agrupamientos estuviera protagonizado por mamíferos de una especie diferente a la de los otros (Art Spiegelman, Maus I y Maus II, Buenos Aires, Emecé, 1994).
4 En una entrevista que se le efectuó a Elie Wiesel, escritor sobreviviente de Auschwitz y Buchenwald, dijo lo siguiente: “No hay un día, no hay un sólo día en que no piense en la muerte o no contemple la muerte, la oscuridad, o no vea ese fuego, o no trate de entender lo que pasó. No hay un solo día. No escribo acerca de eso. No hablo de eso. Trato de no tocar el tema, pero siempre está presente”. En Confesiones de escritores: narradores 3, Buenos Aires, El Ateneo, 1998, p. 212.
5 Citamos el poema tal cual fue publicado en el Diario de Poesía, Nº 43, primavera de 1997, Buenos Aires, pág. 40. Traducción de Ricardo Ibarlucía:
Simiente de Lobo... “Oh.../ flores de Alemania, oh mi corazón se vuelve/ un cristal que no puede engañar, en el cual/ la luz examina cuándo.../ Alemania” (Hölderlin, “Cerca del abismo...”). // “...como en las casas de los judíos (para recordar las ruinas de Jerusalén) siempre algo debe ser dejado inconcluso...” (Jean-Paul, El valle de Campania). // Echa el cerrojo: Están/ las rosas en casa. / Están/ las siete rosas en casa. / Está/ el candelabro de siete brazos en casa. / Nuestro/ hijo/ lo sabe y duerme. // (Lejos, en Michailovka, en/ Ucrania, donde/ ellos asesinaron a mi padre y a mi madre: qué/ florecía allí, qué/ florece allí? Cuál/ flor, madre,/ te hirió allí/ con su nombre?// Tú, madre,/ que dijiste simiente de lobo, no:/ lúpulo.// Ayer/ vino uno de ellos y/ te mató/ otra vez en/ mi poema.// Madre,/ madre, de quién/ era la mano que apreté/ cuando con tus/ palabras fui a / Alemania?// En Aussig, decías siempre, en / Aussig al borde/ del Elba,/ al/ huir./ Madre, allí viven/ asesinos.// Madre, yo/ escribí cartas./ Madre, no tuve respuesta./ Madre, tuve una respuesta./ Madre, yo/ escribí cartas a-/ Madre, ellos escriben poemas.// Madre, ellos no los escribirían,/ si no fuera por el poema que/ yo escribí por/ tu voluntad, por/ voluntad/ de tu/ Dios./ Loado, decías, sea/ el Eterno y/ agradecido, tres/ veces/ Amén.// Madre, ellos callan./ Madre, ellos toleran que/ la vileza me calumnie/ Madre, nadie/ interrumpe a los asesinos la palabra.// Madre, ellos escriben poemas./ Oh/ Madre, qué/ tierra más extraña da tu fruto!/ Da tu fruto y alimenta/ a los que matan!// Madre, estoy/ perdido./ Madre, estamos/ perdidos./ Madre, mi hijo, que/ se parece a ti.)// Echa el cerrojo: Están/ las rosas en casa./ Están/ las siete rosas en casa./ Está/ el candelabro de siete brazos en casa./ Nuestro/ hijo/ lo sabe y duerme”.
6 Primo Levi escribió varios libros testimoniales sobre su reclusión en el campo de concentración de Auschwitz. Sin indicios que lo predijera, sorprendiendo a todos los que lo conocían, se suicidó arrojándose por el hueco de la escalera del edificio en el que vivía. La distinción mencionada entre “hundidos y salvados”, figura en su libro (publicado por primera vez en 1958) Si esto es un hombre, Madrid, Muchnik, 1995, p. 94. Será luego título de otro libro, Los hundidos y los salvados, Madrid, Muchnik, 1995, cuya primera publicación fue en 1986, año previo al de su muerte.