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Pinocho: un caso clínico

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La primera entrega de Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi apareció en un semanario romano dirigido a los niños, en 1881. Luego de una interrupción en dicho año, reapareció y concluyó en 1882, siempre bajo la forma de entregas semanales. En 1883 se publicó la primera edición de la obra, en un volumen.

La historia de esta marioneta de madera que luego de muchas peripecias “deja de ser muñeco y se convierte en muchacho” (p. 75)1, es lo suficientemente conocida como para que efectuemos un resumen de su argumento.

La universalidad y riqueza de esta obra queda demostrada tanto por su difusión como por su perduración hasta la actualidad.

De las múltiples lecturas que se han hecho –y aún pueden hacerse– sobre la parábola de Pinocho, la nuestra estará dirigida, muy sintéticamente, a reseñar y considerar algunos aspectos de esta historia que pensamos pueden contribuir tanto a ilustrar el “momento” en el que el niño adviene sujeto como también a situar las representaciones y las expectativas con las que la sociedad de fines del siglo XIX revestía al niño-futuro-adulto.

Vamos entonces a puntualizar algunos hitos del desarrollo de esta historia, reiterando que implicará un recorte algo tendencioso, en función del objetivo que nos hemos propuesto.

En primer lugar destaquemos que, al principio, antes de la entrada en escena de Geppetto, tallador y padre de Pinocho, hay un capítulo de comienzo en el que otro carpintero, el Maese Cereza, descubre al rebajar con el hacha una madera con la intención de construir la pata de una mesa, que dicha madera llora y ríe como un niño. Presa de pánico, no sólo no tiene inconveniente sino que incluso siente alivio al cedérsela a Geppetto, quien se propone utilizarla para hacer “por su cuenta [...] un muñeco maravilloso, que sepa bailar, practicar esgrima y dar saltos mortales. Con este muñeco quiero recorrer el mundo a fin de procurarme un trozo de pan y un vaso de vino” (p. 9).

De esta breve síntesis sobre el origen de Pinocho, queremos hacer algunas consideraciones. 1) Hay un primer padre que supone para el madero un destino de objeto inerte. 2) Luego un segundo padre que, si bien no manifiesta un deseo de hijo, tiene un proyecto para el madero, que aunque egoísta y oportunista (es para usufructuarlo como sustento), implica una proyección prospectiva que lo compromete con su propio futuro. 3) La vida de Pinocho precede a la participación de los carpinteros: está implícita en la interioridad del madero. Y hay algún “saber” de esto por parte de Geppetto, cuando dice que tallará un muñeco “que sepa bailar...,” etc. En ese “que sepa” está expresado que ya antes de construirlo el carpintero supone a su muñeco capaz de hacer cosas por su cuenta. 4) No hay intervención de ninguna mujer en la gestación de Pinocho.

No entraremos en detalles acerca de todas las peripecias por las que pasa nuestro personaje desde que es creado. Sus tribulaciones son del orden de la aventura y la errancia. Vive inmerso en una trama de palabras destinadas a incitarlo a la transgresión y al peligro, mientras otras intentan protegerlo y encaminarlo, “para que no se pierda” (volvemos a las palabras de Blake). Entre estas últimas se encuentran las del propio Geppetto, que en todo momento –aun a costa de su propio sacrificio– intenta reencauzarlo; y las del Grillo Parlante. Este último representa nítidamente la voz de un superyó incipiente y a la vez indestructible, maravillosamente encarnado en un portavoz que, como dicho insecto, por lo general es oído (no siempre escuchado), pero difícilmente visto.

La otra voz que contribuirá a conducir a Pinocho hacia su transformación en “un muchacho de verdad” es la de una mujer. Desde su aparición tardía (p. 58), ineficiente y casi muerta, irá pasando por sucesivas transformaciones hasta asumir el papel central de referente que dirige y gesta la metamorfosis de Pinocho en sujeto.

No podemos dejar de citar por lo tardía que es, la entrada en escena de quien luego será considerada “mamá” de Pinocho y, por los interrogantes que esto despierta, el momento en que dicho personaje femenino se incorpora a la historia.

En la página recién citada encontramos a Pinocho golpeando la puerta de una “casita blanca”, buscando refugio ante unos asesinos que lo persiguen. Insiste golpeando desesperadamente la puerta a patadas y cabezazos; “entonces se asomó a la ventana una hermosa niña con los cabellos color turquesa y el rostro blanco, como una imagen de cera, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, la cual, sin mover lo más mínimo los labios dijo, con una vocecita que parecía venir de otro mundo:

–No hay nadie en esta casa. Todos han muerto.

–¡Ábreme al menos tú! –gritó Pinocho llorando, implorante.

–También yo estoy muerta.”

Al no recibir ayuda en la casita blanca los asesinos alcanzan a Pinocho y lo cuelgan de la rama de la Encina Grande, en el Campo de los Milagros.

Pero ahora descubrimos que la Niña de los Cabellos Turquesa no está muerta: es en realidad “un hada buenísima” (p. 62) que rescata a Pinocho hasta que se repone.

Es a partir de aquí que la Niña se constituye en quien respaldará y guiará a Pinocho hacia el encuentro con Geppetto, que es ahora quien se ha perdido en inútiles búsquedas del muñeco.

El protagonismo del hada será cada vez mayor, e irá mutando el carácter de su presencia, en una dialéctica que aparentemente la articula con los diferentes comportamientos, buenos o malos, de Pinocho.

Así es como según los acontecimientos pasará de “Niña” a “hermanita”, luego será “mamá”, morirá nuevamente, reaparecerá como “cabrita de color turquesa fulgurante”, enfermará, hasta que por último será quien tendrá el poder de otorgar la vida al muñeco Pinocho.

Pero lo más remarcable en este acompañamiento que el hada hace del último tramo de las aventuras de Pinocho, es que será a la vez testigo y parte en la instauración de la búsqueda del padre, quien será por fin encontrado en el interior del “terrible Tiburón”.

Representación que instaura otra concepción sobre el origen, fundada en la fecundación, la gestación y el nacimiento, que a la vez instala por primera vez la relación triangular padre-madre- hijo que conducirá hacia el final de la narración, en la que Pinocho “deja de ser muñeco y se convierte en muchacho” como premio a la bondad que pudo manifestar hacia el padre y el hada.

Pero nos parece que hace falta detenerse en este final, por la belleza y nitidez con que queda metaforizado este paso a la condición de sujeto, que se da no como una continuidad sino como una división que deja como marca una brecha que define el desdoblamiento que escinde en forma definitiva lo que se es, de lo que se dejó de ser.

Luego de experimentar las novedades propias de ser ahora “un muchacho como los demás” (incluida la previsible corroboración de su nueva imagen en el espejo), Pinocho tiene una conversación con el padre que culmina en el siguiente diálogo (p. 185):

“–¿Y dónde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?

–Allí está –respondió Geppetto.

Y señaló un gran muñeco apoyado en una silla, con la cabeza vuelta hacia un lado, con los brazos colgando y las piernas entrelazadas y dobladas, de modo tal que parecía un milagro que se mantuviera erguido.

Pinocho se volvió a mirarlo. Y después de contemplarlo durante un rato, dijo para sí con grandísima complacencia: “¡Qué cómico era yo cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy de haberme convertido en un muchacho de bien!”

Se trata de un Pinocho que ha quedado dividido, que contempla lo que fue, que no es especular con lo que es. Tiene ante sí el muñeco que no es más que un resto, un residuo inerte de lo que vivió en su infancia.

Es así como nuestro personaje, desde un punto de vista literario, una vez alcanzada su condición de “muchacho de verdad” abandona la narración, dejando a sus espaldas ese muñeco ahora sin vida.

En cuanto a nosotros, psicoanalistas, esta última imagen de Pinocho contemplando su doble no especular que quedará escindido y reprimido, puede ser tomada como alegoría del paciente analítico ante la experiencia –a veces impresionante– de constatación de su condición de sujeto dividido, punto de inflexión o incluso, alguna vez, de fin de análisis.

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