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3. Split / Sarajevo, agosto de 1992

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En el aparcamiento del hotel Split se sucedían los gritos y las carreras. Aunque la calma de Roberto Mayo pudiera parecer fruto de la experiencia o de la temeridad, no era más que vaguería enmascarada en una tensión arterial baja. Sostenía que su cuerpo andino se rebelaba contra los efectos del nivel del mar. Fumaba —entonces lo hacía— sentado en una jardinera; al lado, observando las maniobras de carga de los vehículos, estaba Puta Esperanza, que seguía siendo incapaz de pronunciar una frase sin incluir las palabras «tío» y «puta». Este vocabulario proyectaba una imagen tosca que le gustaba cultivar. Pese a tener la misma edad de Mayo, treinta y siete años, parecía más joven. Le favorecían sus parodias de voces famosas y un físico desmadejado: barba de tres días, mirada lánguida y un cabello tan revuelto que siempre parecía recién caído de la cama.

Ninguno de los periodistas que se esforzaban en cargar los cinco todoterrenos blindados en los que iban a entrar en Sarajevo había conocido el Beirut de los años ochenta. Solo sabían que Tobias Hope era un reputado fotógrafo que había cubierto la guerra de Croacia en 1991 y entrado y salido dos veces de la capital bosnia en medio de intensos combates, experiencias que lo elevaban a la categoría de erudito balcánico liberado de las tareas físicas. Fue designado copiloto del primer vehículo y responsable de hablar en los checkpoints, fueran bosniacos, croatas o serbios, de milicianos, tropas, más o menos regulares, o bandoleros. Era tan bueno en las imitaciones que un par de meses en los frentes de la Krajina y una semana atrapado en Vukovar le habían permitido captar el acento y expresarse en un idioma que podría parecer serbocroata. Mezclaba palabras reales e inventadas, lo que dejaba al interlocutor en una situación incómoda: ¿era él quien no entendía su idioma debido al empleo de palabras cultas, o era el fotógrafo quien se estaba riendo de él?

Amanda Bris se acercó a la jardinera que servía de butaca de primer anfiteatro y le dijo a Mayo mirándolo a los ojos:

—Supongo que eres una estrella de cine o un aristócrata que no está acostumbrado al esfuerzo.

—Ya cargo con Puta Esperanza, que es quien nos va a meter vivos en la ratonera —respondió él.

—¿Puta Esperanza? —dijo ella en un buen español.

—Es una historia demasiado larga.

—Que no perderás la oportunidad de contarme, míster Me Hago El Interesante.

Le llevaba ventaja en los Balcanes. Era su tercer viaje a Sarajevo; Mayo acababa de abandonar Oriente Próximo.

Primero dejó Beirut en agosto de 1990 para instalarse en Jerusalén. Sadam Husein había invadido Kuwait y Estados Unidos preparaba la madre de todas las batallas. Su director, Jon Barnard, lo quería en la que iba a ser una de las capitales informativas de la guerra del Golfo. Él hubiera preferido Bagdad o la saudí Dhahran y cruzar la frontera de la mano del general Tormenta del Desierto. Su nombramiento como corresponsal en Jerusalén tuvo efectos colaterales: activó el odio enfermizo de Sophia Hunter. Le declaró una guerra sucia constante de la que no fue consciente hasta el final. Barnard estaba deslumbrado por la riqueza narrativa de sus crónicas. Desoyó a los críticos como Mengele que le advertían contra el nombramiento porque se trataba de una persona inestable, alérgica al mando e inclinada a beber en exceso.

—Me están enumerando las cualidades del buen reportero —replicó él—. Las de un jefe consisten en sacarle provecho.

Pasado el primer entusiasmo, Mayo comenzó a aburrirse. Estaba cansado de contar los misiles Scud que mandaba Sadam Husein, más por presumir que por intimidar, pues apenas llevaban carga. Echaba de menos Beirut, escribir de lo que quisiera sin seguir el paso marcado por las agencias internacionales de prensa. Se abonó a la barra del hotel American Colony y al Fink’s Bar. Tobias le telefoneaba desde Dhahran, donde se preparaba la liberación de Kuwait:

—Tío, no te quejes. Esto sí que es un puto coñazo, y encima no hay cerveza.

Reconquistado Kuwait, Barnard hizo caso a la jefa de Internacional, Marcela Thompson, y convirtió la indisciplina de su periodista favorito en una ventaja para el diario.

—Si se aburre, que se instale en Londres. Lo moveremos como enviado especial por todo el mundo hasta que implore de rodillas el puesto de corresponsal en Buckingham Palace.

Amanda Bris tenía el pelo rubio recogido en una coleta, la tez pálida, los pómulos marcados, los ojos azules y unas manos de pianista. Irradiaba magnetismo. Parecía Sharon Stone recién llegada del rodaje de Instinto básico. Tenía veintidós años y una madurez sorprendente. Había nacido en Glasgow, de padres húngaros y judíos. Era políglota, talento heredado del abuelo Marven, un viejo comunista que supo anticipar el exterminio de Budapest en 1944 y salvó a su familia exiliándola en la Unión Soviética. Hablaba inglés, alemán, francés, portugués, yiddish, bastante español e italiano.

Mayo no se movió de la jardinera por miedo a quedar en ridículo. Debía de medir un metro setenta y cinco, diez centímetros más que él. Vestía pantalones vaqueros y una camisa blanca. Conservaba su feminidad intacta en un mundo de machos alfa en el que las mujeres debían diluirse en un papel andrógino para ser invisibles dentro de la manada. Se fijó en el arco de cupido mientras ella le afeaba su falta de colaboración, olvidándose de que quienes miran la boca suelen estar pensando en tener sexo. El labio superior parecía retarle, «atrévete si tienes huevos». Al estrechar su mano tras el intercambio de golpes, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, del cerebro al pene, del pene a los pies, de los pies al pene. Decidió que era la mujer de su vida, y así se lo hizo saber a su amigo Tobias Hope.

—Pues ponte a la cola, tío. ¿Ves a toda esta gente? No van a Sarajevo por el puto Karadžić, ni a conseguir una exclusiva o ganar un Pulitzer. Van porque viene ella. Amanda es como Marilyn Monroe: un mito.

El convoy arrancó a las seis y media de la mañana, una hora más tarde de lo previsto, algo que no gustó a nadie, incluido el equipo de la cadena de televisión ABC causante del retraso. Todos los vehículos llevaban la palabra press, compuesta por tiras de cinta americana negra, en las puertas laterales y en el capó. Los de ABC optaron por resaltar su aristocrática diferencia: TV. En el blindado de Reuters viajaban un conductor local al que todos llamaban Elvis Presley, Hope, a su lado, y detrás Bris y Mayo, que se negó a ir en el vehículo asignado.

—Jamás me separo de Puta Esperanza. Es mi talismán.

Tras un tortuoso viaje por la ruta del Neretva, el río esmeralda, llegaron al barrio sarajevita de Ilidža, de mayoría serbia. Tuvieron suerte: los milicianos aún no estaban borrachos. Solo exigieron ver los papeles, una obsesión heredada del comunismo. Los de ABC News pagaron una mordida de cuatrocientos dólares para agilizar sus trámites y no quedar rezagados. Hope amonestó al productor:

—Pareces tonto, tío. La mitad de la mitad hubiese bastado. Así subes los putos precios y nos jodes a todos.

Dejaron atrás el control. Empezaba a escasear la luz solar. A Hope le dio mala espina. Mayo, que se había cambiado el asiento con Elvis, conducía deprisa. El resto del convoy lo seguía sin dejar espacio entre los vehículos. La medida de seguridad no estaba en la distancia, porque nadie iba a ser tan idiota de frenar, sino en no dejar ningún vehículo expuesto. Juntos tenían más posibilidades. Se escucharon disparos. Antes de que nadie pudiera determinar su procedencia, si iban contra ellos o eran un asunto entre trincheras, una ráfaga de AK-47 marcó la puerta y el cristal de Puta Esperanza. El vehículo tembló. Los ocupantes lanzaron un grito acompañado de menciones a la madre del tirador. Hope exigió más velocidad. Mayo respondió que iba a fondo.

—Si pinchamos no te pares, tío. Ni se te ocurra parar.

—Sé perfectamente lo que tengo que hacer, gilipollas —respondió él aferrado al volante.

El convoy entró en Sarajevo por el bulevar Meša Selimović, convertido en la avenida de los Francotiradores. Hope mandó entrar en Dobrinja, un barrio que servía de primera línea del frente a los defensores bosniacos, que es como les gusta llamarse a los bosnios que no son croatas ni serbios y no tienen por qué profesar la fe musulmana. Al otro lado de la pista de aterrizaje del aeropuerto estaban las posiciones serbias. Quería fotografiar sus calles al atardecer. Disimuló su deseo en la necesidad de evaluar los daños. Las balas también habían alcanzado al equipo de televisión. Todos estaban nerviosos y a salvo.

Mayo se acordó de Cabeza Rapada, el jefe de Recursos Humanos. Le gustaba recorrer el pasillo como un camorrista en busca de pelea: barbilla alta, mirada gélida, manos a la espalda y andar altanero. Se había negado a comprar un Land Rover blindado para sus reporteros y fotógrafos del periódico. Su argumento era económico:

—¿Y si nos lo roban?

—¿Y si nos matan? —replicó Mayo.

No aireó entonces la respuesta ni pensó en hacerlo ahora, aprovechándose del incidente. Desconocía cuál era la fuerza del director, su respaldo entre los accionistas que habían entrado en la propiedad del diario tras su salida a Bolsa. Sabía que Barnard acababa de cumplir sesenta y cuatro años y había comunicado al consejo de administración que no tenía intención de retirarse. «La jubilación es un derecho, no una obligación», decía. Estaba al tanto de la existencia de dos grupos que se disputaban la sucesión. El principal lo lideraba Freddie John Mae, subdirector de Información. Lo llamaban el clan de Los Mariachis, por su afición a la comida mexicana, entre otras cosas.

A Mayo no le gustaba Freddie John porque conspiraba contra Barnard y hablaba mal de la redacción. Había sido un buen redactor jefe, un tipo divertido a quien se le avinagró el carácter según ascendía y acariciaba el sueño de ser director. De mediana estatura, pelo ralo, ojos saltones, camisa blanca y trajes a medida, solo se permitía un toque de atrevimiento en los tirantes. Jamás en su vida profesional había pisado la calle ni escrito un reportaje. Nunca había sido corresponsal ni enviado especial. Lo suyo eran las moquetas, los editoriales y los sermones. Fue el responsable de convertir un diario de prestigio en The Nothingness, nombre irónico inventado por Roberto Mayo. Tenía como adlátere a Josef Mengele, gafas sin patillas, pelo engominado hacia atrás y bigotito nazi, a quien el boliviano consideraba un comepollas preventivo, un delator, siempre del lado del poder, de cualquier poder. Su repulsión mutua era química, física e ideológica. Mayo no soportaba su mezquindad; él, que fuera el inventor de su mote.

Al otro bando le decían Los Rusos porque estaba liderado por el corresponsal en Moscú, Max Blind, un tipo honesto que hacía honor a su apellido. Eran menos numerosos y carecían de la malicia necesaria para asaltar el poder. Mayo estaba seguro de que el asunto del blindado no había llegado a oídos de Barnard, que lo habrían resuelto entre Cabeza Rapada, Freddie John y Mengele. Había más peligro en la redacción que en Sarajevo.

El convoy se movía despacio por Dobrinja, protegido por lo que quedaba en pie de unos edificios derruidos por la artillería enemiga. Mayo escudriñaba cada detalle como si llevara instalada una cámara en el cerebro. En las paradas escribía palabras clave en una libreta abierta sobre la pierna derecha. Le ayudaban a fijar lo observado: Niños que juegan. Casas sin ventanas. Perros solitarios. Ropa colgada. Gente delgada. Traje de novia sin novia. Lo garabateado resultaba ilegible debido a la posición forzada debajo del volante y a su letra endiablada. Nunca se preocupaba en descifrarla, porque lo escrito quedaba duplicado en su cerebro. Su estilo demandaba descripciones precisas. Narraba la realidad ayudándose de las herramientas de la ficción. En eso era un verdadero cronista latinoamericano.

Sentada detrás de él, Bris sostenía la cámara pegada a la mejilla, el dedo en el disparador mientras su ojo rastreaba imágenes en el visor. Era una cazadora en espera de la décima de segundo que explica una historia extraordinaria, o una guerra. Así sucede en la foto del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, o en la del soldado que sujeta a un compañero muerto en Vietnam tomada por Catherine Leroy, o en las de Dorothea Lange durante la Gran Depresión. Aunque le atraía la fuerza narrativa de Capa, su descaro y el hecho de ser húngaro como sus padres, ella prefería a su compañera Gerda Taro, la impulsora del mito que murió aplastada en julio de 1937 por un carro de combate en el frente de Brunete, a las afueras de Madrid. Tenía veintisiete años, cinco más que ella, y una vida por vivir. También le gustaba Martha Gellhorn, pese a no ser fotógrafa. Fue quien puso en su sitio a Ernest Hemingway.

Observó a Mayo, una mano en el volante, la otra aferrada al cambio y con un bolígrafo entre los dedos. No se parecía al autor de Por quién doblan las campanas —«es más bajo, grueso y moreno», se dijo, «y más humano»—, pero había algo en él que lo emparentaba con el escritor. «Quizá sea un seductor profesional o un misógino. Sabe que tiene una mirada que desarma. Habrá que estar alerta, es de los peligrosos. Soy demasiado joven como para que la vida me vuelva a dañar.» Fue pensar en la palabra prohibida y empezar a desbordarse la emoción. Alzó la cámara simulando una foto, en espera de que las lágrimas emprendieran la retirada.

El convoy dejó atrás Dobrinja y a una chiquillería que agitaba las manos. Pasó delante del edificio de la televisión y de los restos calcinados de un tranvía. No había nadie en la avenida de los Francotiradores.

Amanda Bris pensó en la muerte: «Entramos en una ciudad asediada por el odio tribal convencidos de que somos indestructibles. Nos creemos portadores de un derecho de pernada. Llegamos, preguntamos, fotografiamos, filmamos y escribimos, y días después regresamos a nuestro mundo feliz como si nada hubiera pasado. Sigo conmovida por la muerte de Jimmy Dixon. Solo han transcurrido dos meses, y parece que me ha dado tiempo a vivir una vida entera sin él. La metralla de la granada que lo mató me dejó viva. Él detuvo todos los fragmentos con su cuerpo, sin dejar pasar una sola esquirla que pudiera dañarme. Al caer se giró, no por el dolor o la sorpresa de la muerte, sino para comprobar que yo estaba bien. Lo sé porque me sonrió». Nunca hablaba de él delante de los demás. La excepción era Julian Fox, delegado de Associated Press en Bosnia, que aquel día caminaba unos metros delante de ellos protegido por un chaleco antibalas de última generación, y por la suerte.

«Él sostiene que ese recuerdo no es real, que Dixon estaba muerto antes de caer desplomado al suelo. Me resulta difícil compartir las cosas que siento con quienes jamás podrán entenderlas; ni siquiera Fox, que es un buenazo. Dixon era maravilloso, un excelente fotógrafo que apenas tuvo tiempo de demostrarlo. Fue él quien me regaló esta cámara y los objetivos, quien me arrastró a mi primer Sarajevo en marzo. “Tienes que venir conmigo, se va a montar una buena”, dijo. “Si pretendes ser fotógrafa de guerra tienes que estar en ella antes de que estalle.” Recuerdo su cuerpo desnudo sobre una camilla verde y sucia en la morgue. Tenía agujeros en el pecho, en el vientre y en las piernas. Acerqué mis labios a su oído y susurré: “Gracias por salvarme la vida, Jimmy Dixon. Te querré siempre”. No sé si los muertos escuchan las palabras de los vivos. Se las decía y me las decía: “Gracias por salvarme la vida, gracias por quererme tanto, gracias por cuidarme y amarme”. Estaba junto a los cuerpos de unos jóvenes bosniacos a quienes sería exagerado llamar soldados. Había sangre en el suelo y en los pomos de las puertas. Los dos únicos forenses que quedaban en la ciudad apenas tenían tiempo de lavarse las manos entre cadáver y cadáver. Al entrar en esa sala del hospital, y verlo tan pálido e inerte, recordé la frase de Capa. Las lágrimas no podían impedirme tomar la foto. Enfoqué y disparé: clic, clic, clic. Hasta treinta y seis veces, el carrete entero. Fue Fox quien me ayudó a bajar la cámara. Tomó mis manos entre las suyas y me abrazó. Lloré sin voz como no he llorado desde la muerte de mi padre en accidente de tráfico. Yo tenía ocho años; mi madre, treinta y seis. Ante Jimmy Dixon tomé la decisión de no volver a enamorarme de un periodista de guerra, y no voy a permitir que ningún Hemingway de pacotilla venga a arruinarme la vida.»

En el aparcamiento del hotel Holiday Inn, Puta Esperanza bajó del vehículo de un brinco, besó el suelo como si fuera Karol Wojtyla y dijo algo incomprensible que parecía polaco. Al menos arrancó una carcajada al grupo.

«Necesito una habitación lejos de este tío. Quizá estoy siendo injusta anticipando lo que no ha intentado. Tal vez pertenezca a esa minoría de hombres capaces de no pensar con la polla.» Se hizo la distraída hasta que escuchó los números asignados a Mayo y Hope en el cuarto piso. Antes de que pudiera pedir su habitación, oyó gritar su nombre. Era Fox, que corría hacia ella con los brazos abiertos. Le pareció percibir en el boliviano una mueca de decepción. «Vaya, otro capullo que solo piensa en tetas y culos», se dijo.

—¡Qué alegría verte otra vez en Sarajevo! ¡Me encanta que hayas vuelto! Hemos alquilado una casa detrás de la calle Džidžikovac. Estamos solo los de la agencia. Ahí trabajamos, dormimos y comemos. Te ofrezco una habitación doble y aseo compartido con Anja Konnen, nuestra productora. Te caerá bien. Seguro que os hacéis amigas. Este hotel está en manos de la mafia de Yuka. No nos fiamos del director. Solo uso el parking, y porque no tengo otro remedio. Aún no he podido sacar el Golf rojo. ¿Lo recuerdas?

Fox era guapo, inteligente e inofensivo, solo pensaba en trabajar. Encontró otras dos ventajas en la propuesta: esquivar a Mayo y ahorrarse el hotel. Y un inconveniente. Estar entre los mejores fotógrafos de una de las mejores agencias de prensa no le iba a ayudar a hacerse un nombre.

—Te contrato como local: cien dólares diarios durante diez días. Comida y cama gratis. Si me das tres fotos de las buenas, te amplío a un mes.

—Eres generoso, querido Julian. Acepto una semana, pero nada de prórrogas. Necesito volar.

Agosto de 1992 fue uno de los peores meses del cerco de Sarajevo. El bombardeo era constante desde Kovačići y Debelo Brdo, en el monte Trebević, y desde Nedarici, Lukavica y Vraca, en el sur. Los sitiadores disponían de trescientas piezas de artillería, sesenta carros de combate y diez mil hombres. Estaban furiosos por haber fracasado en su objetivo de partir Sarajevo y confinar a la población bosniaca, los «turcos», en la zona vieja. Los peores días de uno de los peores meses fueron el 25 y el 26. Cayeron más de setecientas bombas. Algunas impactaron en la Biblioteca Nacional. Las imágenes de su incendio se convirtieron en un símbolo de la barbarie. Decenas de sarajevitas se jugaron la vida en un intento desesperado por rescatar su memoria escrita.

Días después, extinguido el fuego, en medio de la desolación, la ceniza y la rabia, el celista Vedran Smailović interpretó el Adagio de Albinoni entre las ruinas de la biblioteca. Había empezado a tocar tres meses antes, como homenaje a los veintidós asesinados que aguardaban turno ante una panadería. Aquella matanza fue la primera de otras masacres: la de la cola del agua, la de la cola del tabaco, la de los niños que juegan. Mayo y Hope pasaron varias noches en el sótano del número 25 de Vase Miskina. El edificio era un Sarajevo vertical en el que vivían ocho familias: dos serbias, dos croatas, tres bosniacas y una octava que se declaraba yugoslava. Fue un buen reportaje.

Amanda Bris logró tres fotografías extraordinarias: gente a la carrera cerca de la calle Obala Kulina Bana, cuyos edificios eran de los más expuestos; mujeres cruzando un puente sobre el río Miljacka, del que solo quedaba su estructura de hierro; y niños que jugaban a ser niños en unos columpios herrumbrosos. Captó sus expresiones en el instante de una explosión cercana. La imagen estaba movida, un efecto que añadía dramatismo.

Tras cumplir lo pactado, y ganarse setecientos dólares, empezó a pensar en un trabajo que fuera más allá de una foto. Entró en el bar Ragusa, situado en un recoveco de la avenida Marsala Tita, un lugar a salvo de las explosiones, pidió una cerveza, saludó al equipo de ABC News y se acomodó en una mesa apartada. A los pocos minutos se acercó una mujer enjuta, de rostro curtido y ojos pequeños. Amanda tuvo tres certezas: es periodista, es estadounidense y se va a sentar en mi mesa.

—¿Te importa?

—En absoluto.

—Supongo que eres fotógrafa. Lo digo por la cámara.

—Trabajo para serlo.

—¿Tu primer viaje a Sarajevo?

—El tercero.

—Quizá he empezado mal. Lo vuelvo a intentar: me llamo Barbara Donadio y trabajo en The Philadelphia Inquirer. Me gustaría saber qué haces. Pareces muy joven, pero eso, en un sitio como este, es una virtud. Significa que tienes coraje.

Amanda le contó sus dos viajes, dónde había publicado, su trabajo en Associated Press, y que una de sus fotos, la de los niños del columpio, había sido portada de The New York Times. También le dijo que estaba en fase de aprendizaje. Prefirió no hablar de la muerte de Jimmy Dixon.

—No llevo ni un año como fotógrafa profesional. Mi aspiración es cambiar el mundo.

—Es un objetivo ambicioso, sin duda.

—Al menos que nadie pueda decir que no lo sabía.

—Eso se acerca más a nuestro trabajo, Amanda. Cambiar el mundo es un asunto que le corresponde a la sociedad.

A Donadio le gustaron sus ojos. «Una mujer así tiene que saber mirar», se dijo. Conocía la foto de los columpios. Estaba informada de quién era Amanda Bris. Fox se la había recomendado: «Perdió a su pareja en junio, y aquí está de vuelta. Tiene ovarios y sensibilidad. Es lo que necesitas».

—Me gustaría narrar la vida de los habitantes de una calle, su día a día dentro y fuera de sus casas. Saber cómo funcionan las tiendas que siguen abiertas, cómo son los trabajos de aquellos que los conservan, u otros nuevos relacionados con la guerra. Quiero narrar sus temores y esperanzas. Son seis manzanas, unas doscientas cuarenta personas. Saber si en ese microcosmos las parejas se casan, si follan, si nacen niños. La calle se llama Logavina. El plan es publicar una serie a doble página en siete días consecutivos. Tendrías que aportar ocho fotografías por capítulo, de las que se publicarían tres o cuatro. Es mejor enviar de más, así los jefes sienten que mandan. En el primer día seremos portada. Por esa foto pagarán el doble. Calcula unos siete mil dólares, quizá más.

—Me gusta, parece un buen plan. Necesitaría un par de días para ganarme a las personas, que me vean sin la cámara levantada, que se acostumbren a mi presencia. Alguien cercano me enseñó que es importante que perciban el respeto. Las personas que se sienten respetadas se abren más.

La serie fue un éxito, lanzó a Amanda Bris como fotógrafa de guerra. El mayor elogio llegó de James Nachtwey, su gran referente junto con Sebastião Salgado: «Bris tiene alma, reconocería sus fotos entre una pila de imágenes». La tarde anterior de su regreso a Londres, Amanda vio a Roberto Mayo en el Ragusa, donde desgranaba batallitas ante un público embelesado. Al verla, enmudeció. Tras darle dos besos y apretarla contra su pecho dijo:

—Me tenías preocupado. ¿Dónde te has metido?

—He estado trabajando. Supongo que como vosotros.

Salieron de la ciudad por carretera en un blindado de la BBC, desandando el camino de ida: Ilidža, Kiseljak, Konjic, Jablanica, Mostar, Split. Cenaron en Boban, el restaurante de un amigo de Tobias que se declaraba austrohúngaro. Servían un pescado tan fresco que el cliente elegía la pieza viva antes de que la cocinaran. A Bris le pareció un detalle de mal gusto. Durmieron en habitaciones separadas en el hotel Split. Antes del amanecer estaban en la carretera. Había que devolver el coche en Trieste.

Amanda iba sola en el asiento trasero. Se situó a la izquierda para ver las islas y el mar. Bajó unos centímetros el cristal; necesitaba oler y sentir la brisa. Mayo puso música. Parecía árabe, un desafío en la zona croata y católica por la que transitaban. Hope parecía dirigir una orquesta. Nadie habló en casi siete horas de viaje, más allá de las palabras urgentes, «necesito mear», «¿comemos algo?» o «quiero un puto café».

El día que murió Kapuscinski

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