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4. Beirut, 1983-1985

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La explosión fue tan fuerte que durante unos segundos no supo si estaba vivo o muerto, si la nube de yeso y polvo que lo envolvía era parte del paraíso o del infierno. Puta Esperanza tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si se le hubiera congelado el grito de Munch. Vio a Mayo en el suelo, tapado por las tablas de una estantería. A la derecha distinguió un cuerpo doblado contra la pared. A la izquierda le pareció reconocer a dos de los más reputados periodistas británicos que pisaban Beirut en aquellos años. Se sentía aturdido, incapaz de recordar sus nombres. Una mujer movía los brazos detrás de la nevera reventada por la metralla; a sus pies crecía un charco de leche y agua. «Estamos muertos —pensó—. ¡Mierda! Si aún no he cumplido treinta años». Se miró las manos e intentó acercárselas a la cara. Buscó sus piernas, trató de moverlas. Había perdido el control de sí mismo, nada le obedecía. Sacó la punta de la lengua y recorrió sus labios en busca de algo salado, fuera sangre o sudor. Miró a través del agujero de la pared, donde antes había una ventana, cristales, cortinas y un retrato de Ernesto Che Guevara. Ni siquiera era capaz de escuchar el ruido de la guerra. Sintió la brisa del Mediterráneo, o tal vez se la imaginó. Siempre le había gustado el mar, una querencia infantil. Lo conectaba a Saint-Malo y a la abuela materna. Empezó a fluir la película de su vida. Le pareció confusa, sin lógica narrativa. «¡Pero qué basura es esta! —se dijo enfadado—. ¿Cómo es posible que lo sucedido en 1982 me llegue antes que mi infancia?». Vio las expresiones de los asesinados en Sabra y Chatila antes que las de los muertos de Vietnam. Le desconcertó la falta de cronología. «¡Qué idiota! No vendí una puta foto. Fue un viaje ruinoso», se dijo. «Quería ir a una guerra, saber qué se sentía. Buscaba respuestas, descubrir si iba a ser mejor persona que el cabrón de mi padre. Ese ha sido mi camino: huir de la posibilidad de ser como él. No he sabido regresar a tiempo para ser yo mismo y alcanzar la paz. Soy un yonqui de la desgracia ajena, un puto mirón. Y ahora estoy aquí, sentado en el suelo de una oficina de prensa, en el séptimo piso de un edificio de Beirut, hablando solo sobre una película de mi vida que se mueve a saltos y en la que no entiendo un puto carajo. Quizá esto sea el resumen de mi existencia, y todo haya sido así de incoherente y superficial. ¡Pobre madre! No le agradecí lo suficiente lo que hizo por mí durante su vida. Ahora que no sé si estoy vivo o muerto no me apetece pensar en el hijo de puta que nos pegaba al llegar borracho a casa. Así fue siempre, sin que importara la edad. Hice bien en enfrentarle a los diecisiete, harto de humillaciones. Lo recuerdo bien. Fue en el vestíbulo. No hubo saludos ni amenazas. Lo miré a los ojos como si fuera un duelo. En los suyos brillaba el odio. Tenía los brazos caídos, sueltos, como si estuvieran preparados para lanzarse sobre las cartucheras y desenvainar las pistolas. Al percibir el movimiento de un músculo en su cara me adelanté a su golpe. Fue un directo de derecha en la nariz. Antes de que pudiera reaccionar le crucé un croché de izquierda a la sien, y otro más con la derecha en la boca. Siempre me gustó el boxeo. Era mi forma de sentirme capaz. Disfrutaba del descaro de Mohamed Ali, imitaba su dribling. Al caer se golpeó en el baúl en el que guardábamos las botas y los zapatos. Un líquido tan oscuro como su alma empezó a brotar detrás de sus orejas. Intentó incorporarse. Parecía un sonado, emitió un gemido y se desplomó. Mi madre me abrazó. Así permanecimos hasta que estuvimos seguros de que seguía vivo. Llamó a la policía primero y a una ambulancia después. Les dijimos la verdad callada durante tantos años. Pero ¿qué hago pensando en estas cosas? ¿Será que ya estoy en el puto Juicio Final? Me declararon inocente en el juicio terrenal que siguió. El juez dictaminó que había actuado en defensa propia. A él le impusieron una orden de alejamiento de ocho años, pero no fue a la cárcel. Me pareció una puta burla. Al salir del tribunal le dije: “Te cortaré los putos huevos si te acercas a mi madre”. No sé de dónde saqué la idea, supongo que de alguna película. Días antes de cumplir la mayoría de edad viajé a Vietnam. Necesitaba probarme. Mi madre me animó. “Ve, hijo, yo estaré bien, tengo familia en París.” Me cambié el apellido en Saigón. Sentía repugnancia de ser hijo de un maltratador. Fue una ruptura categórica. Tenía que desinfectarme de su genética. Elegí Hope, como si fuera un lema y un objetivo. Mi madre murió tres días después de mi regreso. Parecía que me estaba esperando para despedirse. Después de mi partida, ella tuvo dolores en el abdomen. Pensó que era debido a las emociones de los últimos meses. Los médicos le diagnosticaron un cáncer de estómago y metástasis en el hígado y en el páncreas. Le dieron tres meses de vida. No quiso estropearme el viaje. El nombre de la enfermedad podía ser cáncer, pero lo que la alimentaba eran el dolor y las humillaciones. Me acerqué a los bares que él frecuentaba. “Mi madre ha muerto. Decidle al hijo de puta de mi padre que la orden de alejamiento sigue vigente. No quiero verlo en el cementerio.” No apareció. Ni siquiera sé si vive.»

A Tobias le invadió una tristeza profunda. Nunca creyó en los cuentos de la religión, pero ahora que estaba a punto de partir, si es que no lo había hecho ya, sintió pánico de acabar junto a su padre. «¿Me condenarán por esto al puto fuego eterno? ¡Es injusto! He sido un monógamo consecutivo, no fumo, no tomo drogas, apenas bebo, y si lo hago es por culpa de Mayo», pensó como proyecto de defensa celestial. Dejó escapar una carcajada seguida de toses que le parecieron parte del sueño. Vio acercarse una botella de agua, y detrás de ella, los dedos, las manos, los brazos y el cuerpo de Delphine Thitges, productora de la agencia France-Presse.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

Le miró los pechos. Si estaba muerto, nadie le reprocharía robar aquella imagen para el final de su vida. Si estaba vivo, podría aducir que había sido consecuencia de la conmoción. Delphine le acarició el pelo. Estaba lleno de virutas de escayola y polvo, y más despeinado que nunca.

—Debes de estar bien, porque llevas un buen rato hablando de tus padres y del viaje a Vietnam.

Tobias se fijó en unas figuras desenfocadas que merodeaban por la habitación. Unas iban enfundadas en chalecos blancos, otras eran milicianos armados. Vio a varios periodistas conocidos. Apenas quedaban restos en suspensión. El mar seguía en su sitio, exudando aromas de la infancia. Le dolían los oídos y la cabeza. Esta vez consiguió mover las manos y llevárselas a los ojos. Las giró sobre las muñecas e inspeccionó la palma y el dorsal, contó los dedos. Después las depositó en el suelo y volvió a mirar el pecho de Delphine. Alzó la vista en busca de unos ojos verdes que sonreían. Respondió arrugando los párpados. Ella tomó una de sus manos y se la llevó al busto. Sus dedos parecían ordeñar.

—Veo que estás bastante vivo, Puta Esperanza. Bienvenido de nuevo a Beirut.

—¿Mayo? —preguntó él.

—Está bien. Todos estáis bien. Os van a llevar al hospital para averiguar cuántas vidas os quedan.

—¿Qué día es hoy?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Es la fecha de mi segundo nacimiento.

—1 de marzo de 1985. Ahora eres piscis.

—¿Crees en esas cosas, Delphine?

—Tanto como tú en los segundos nacimientos.

Tobias se incorporó auxiliado por un voluntario de la Media Luna Roja. Le temblaban las piernas. Delphine le pasó un brazo por la cintura. Vio a su amigo hacer el signo de la victoria recostado en una camilla. Le habían colocado un vendaje que duplicaba el tamaño de su cráneo. Tuvo ganas de reírse, pero le dolían las costuras. Al llegar al hospital Fouad Khoury los introdujeron en dos salas diferentes. A Tobias le dieron el alta a media tarde; a Mayo le obligaron a pasar tres días en observación. En la puerta esperaban los fieles Hazim y Ali, sus ojos y oídos en Beirut, que hacían de intérprete y conductor. La explosión no había dañado órganos ni huesos. Tenía una contusión en la pierna derecha y varios moratones en la espalda. Le recomendaron reposo.

En la recepción del hotel Cavalier lo recibieron como a un héroe que retorna herido del campo de batalla. Sin consultar a Delphine, pidió que le cambiaran a una suite durante dos noches para que su enfermera pudiera estar cerca en el periodo de observación. El conserje asintió:

—Hacen bien en no correr riesgos. Las primeras cuarenta y ocho horas son decisivas, señor Hope.

En la habitación intentó besarla y quitarle la camisa, pero se atrancó en los botones. Ella le dejó hacer, convencida de que no llegaría lejos. Después le ayudó a desnudarse. Giró a su alrededor, «buen culo en un fotógrafo tan esquelético y buenos moratones en el hombro». Fue un acto sexual fugaz: él se corrió en cuanto Delphine colocó el miembro entre sus pechos. Tobias cayó como un fardo en la cama. Ella lo tapó y apagó la luz. Después se dio un baño. Pese a tener los ojos verdes más hermosos del mundo, en palabras recién pronunciadas por Tobias, no tenía éxito entre los hombres. Le fallaba la nariz, demasiado grande para su gusto, la confianza y un carácter retraído que parecía hosco. Vestía ropa ancha. Sentirse no deseada le daba seguridad.

«Le gusto, es evidente desde hace tiempo», se dijo acariciándose el sexo escudada en la necesidad de la limpieza. «Ha estado bien que se corriera. Evita dar explicaciones de mis problemas. Se lo debo a los tres hijos de puta que me violaron a los dieciséis años. Se turnaban y reían. Uno me metió la polla en la boca y empezó a moverse. Yo estaba aterrorizada. Conocía a dos porque habíamos ido juntos al colegio. Me dejaron tirada en el campo. Tenía sangre en las piernas. Antes de largarse me advirtieron: “Si nos denuncias, te mataremos”. Aquel acto repugnante me dejó mutilada. Acabo de cumplir veintitrés años y he tenido tres novios. Les daba largas, les decía que quería llegar virgen al matrimonio y esas cosas de los pueblos. Solo cedí ante el último, ya en París, que no dejaba de suplicar. En cuanto me penetró lo eché de mi vida. Beirut me ha ayudado a relativizar. Pienso en las historias de Sabra y Chatila que he oído contar a Tobias Hope en la oficina, de cómo los falangistas se divertían con los palestinos, de cómo obligaron a una abuela a arrojarse desde un balcón si quería salvar a su nieto de siete años. La mujer se tiró, y antes de rematarla en el suelo le dispararon al nieto en la cabeza. De cómo metían las bocachas de sus fusiles en las vaginas de las más jóvenes. ¿Dónde sitúo mi desgracia en medio de esta barbarie? Hice bien en dejar el pueblo e instalarme en la capital. Fue otra manera de contextualizar. Mi mente ordenó olvido, pero mi cuerpo se resiste a perdonar. Tobias Hope no es guapo, tampoco feo, y es tímido y dulce pese a esa máscara de tipo duro que lo protege. Parece escapado de un cuadro de El Greco. Al menos sé que le gusto. Y me gusta. Me ronda en silencio en sus visitas a la oficina. La explosión le ha ayudado a romper el hielo.»

—Buenos días, señor dormilón —dijo Delphine tras besarlo en la frente—. Aquí tiene su majestad el desayuno.

Él se incorporó entre quejidos:

—Tengo excusa, acabo de sobrevivir a un ataque. Creo que he pasado la noche boxeando con George Foreman. Estoy peor que ayer.

—Son las agujetas. Se te pasarán en unos días.

—No sé si lo he soñado, pero creo que anoche hice el ridículo. No dio tiempo a nada.

—Lo soñaste, Puta Esperanza.

—Parecía tan real... Soñé que me corría en tus tetas.

—Tetas, Foreman... No está mal para tu primera noche de tu segundo nacimiento.

Beirut fue la primera guerra de Roberto Mayo tras vivir la caída del sha en Teherán y el inicio de la guerra del Chat el Arab entre Irán e Irak. Su idilio no empezó bien. Llegó dos días después del atentado contra la embajada de Estados Unidos ocurrido en abril de 1983. Murieron sesenta y tres personas. Lo reivindicó la Yihad Islamiya, germen de lo que sería Hezbolá. Tobias Hope le confesó que él también acababa de aterrizar. Su primer vínculo fue la sinceridad. Se hicieron amigos. Era fotógrafo, divertido y tenía contactos. Había pasado cuatro meses en Líbano en el verano de 1982 y entrado el primero en los campamentos palestinos masacrados. De madre judía, se sentía desconectado del Israel posterior a 1967, y conmovido hasta los tuétanos por un Holocausto que le robó a un abuelo y dos tíos, sentimientos que consideraba compatibles. A Mayo le gustaron sus dotes de imitador. Podía expresarse en un árabe apócrifo, deformar el francés y el inglés en diversos acentos, reales o de dibujos animados, y reproducir el habla de personajes famosos. Tenía talento.

Al intensificarse los secuestros de franceses, británicos y estadounidenses, Tobias Hope decidió cambiar su identidad por segunda vez. Ser francés y tener origen judío podía costarle la vida. Un falsificador de Beirut Este, de quien fue amigo toda la vida, le fabricó tarjetas, pases de prensa, credenciales de todos los bandos y un pasaporte que podría haber pasado por auténtico en el resto del mundo si no hubiese sido por la nacionalidad elegida. Su nuevo nombre era Puta Esperanza, escrito en castellano. Fue la elección más lógica, debido a su manera de hablar. Sentado en el taller de El Falsificador, en el barrio de Tarik al Jadid, cerca de la Línea Verde, descartó ciudadanías estimulado por su vis cómica. «¿Ruso? ¡Jamás! Demasiado vodka, y además odio al puto Stalin.» Al final se decantó por la ficción: ser ciudadano de Blefuscu, enemigo de Lilliput, que en la obra de Jonathan Swift correspondía a Francia enfrentada a Inglaterra. El motivo de la antipatía entre Blefuscu y Lilliput ayudaba a cruzar controles. A los milicianos, ya fueran chiíes o suníes, libaneses, sirios, iraníes, iraquíes o libios, les parecía razonable el motor de la pelea entre ambos estados, pero nunca consiguieron averiguar si favorecían el cascado del huevo por los polos o por el ecuador. En los países arruinados por dictaduras y guerras, la indefinición salva vidas.

El atentado contra la embajada de Estados Unidos había puesto a Líbano en el mapa informativo. Charles Langer, jefe de la oficina de Associated Press en Beirut Este, contrató a Hope como fotógrafo y a Mayo como ayudante local. No pagaba mucho, pero les permitió quedarse seis meses. Firmaron buenos trabajos sobre la retirada en julio de los israelíes, a quienes acompañaron hasta el río Awali, al norte de Sidón. El 21 de octubre decidieron pasar el fin de semana en Damasco. Necesitaban desconectar. El domingo se produjo el doble ataque suicida contra las tropas de Estados Unidos y Francia. Murieron 241 estadounidenses y 58 paracaidistas franceses, la mayor matanza de marines en un solo día desde la Segunda Guerra Mundial. Regresaron esa misma mañana a Beirut. Nadie se había dado cuenta de su ausencia, ni siquiera Langer:

—¿Venís de la calle? —preguntó al verlos.

—Sí, claro, pero tenemos que volver a salir. Hope se ha quedado sin película —respondió Mayo.

—Bien. Tú quédate y escribe una nota. Tú, coge todos los carretes que puedas. Quiero las mejores fotos.

Mayo dudó si debía confesar la verdad y jugarse el trabajo o darle al jefe lo que pedía. Tobias le musitó al oído:

—A la mierda los principios, tío. Esto es un puto agujero moral. Considéralo una excepción.

Escribió una crónica garciamarqueziana, rica en descripciones y datos. Tuvo suerte de que los aparatos de televisión que había en la oficina estuvieran emitiendo imágenes de lo ocurrido. Un par de cables que pudo leer a hurtadillas, los controles militares que vieron al regresar por la carretera y las conversaciones de Langer con la sede de Nueva York le permitieron armar un texto de dos mil quinientas palabras que recibió numerosos elogios. Las siguientes crónicas, ya en la calle, resultaron estremecedoras. Se publicaron en cientos de periódicos suscritos al servicio de la agencia. Gracias a ese trabajo, empezó a colaborar en el 60 Minutes de Don Hewitt. Meses después recibió una llamada de Jon Barnard interesándose por su situación.

—Me ha dicho Sal Lefrak, un viejo amigo, que estás lo suficientemente cuerdo como para confiar en ti, y lo suficientemente loco como para esperar un material de primera. Me gusta lo que haces en CBS. Hewitt me da permiso. Te compartiremos, al menos durante un tiempo. Puedo ofrecerte cien dólares diarios, el pago de un alquiler razonable y algunos gastos que no incluyan bebidas alcohólicas. A cambio quiero tres crónicas cojonudas a la semana y un gran reportaje cada dos meses. Si estás de acuerdo, firmaremos un contrato que te haré llegar.

Cuando colgó, Mayo lanzó un aullido, las piernas flexionadas y los brazos en alto como si acabara de marcar el gol de la victoria en la final de un Mundial.

—De puta madre, tío —dijo Tobias tras escuchar la noticia—. Necesitarás un fotógrafo.

—¿Se te ocurre alguien?

—Hay uno por aquí a quien todos llaman Puta Esperanza. Además, habla cualquier idioma. Es un chollo, te ahorrarías el traductor.

—Pero si no hablas árabe, solo te lo inventas.

—Por cierto, ¿quién es ese Sal Lefrak? Le debes el trabajo.

Mayo se quedó mirando el whisky que se acababa de servir, maldijo la tacañería de los minibares y respondió:

—Lefrak es un espía.

El día que murió Kapuscinski

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