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8. Sarajevo, 1994 / Ruanda, 1994-1996

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El año 1994 había arrancado cuerpo a tierra en el cementerio del barrio alto de Alifakovac. Fue Fox quien tuvo la ocurrencia de celebrar la llegada del nuevo año en esa posición intermedia entre el monte Trebević, ocupado por la artillería serbobosnia, y el centro de la ciudad. Allá fueron cinco fotógrafos y un reportero en un todoterreno blindado de Associated Press. Además de las cámaras, llevaban una botella de champán y seis copas de cristal. Mayo la clavó invertida entre dos tumbas nevadas. Nadie le afeó la ocurrencia, porque era lo más práctico. Sarajevo parecía un belén bajo una luna menguante. Estaban en cuclillas, recostados contra la fachada de una casa desierta. La única presencia ajena al grupo era un perro que buscaba compañía. El todoterreno había quedado a un centenar de metros, embocado en la puerta del camposanto en posición de escape. Mayo sugirió localizar un segundo emplazamiento por si ese «se ponía feo». Puta Esperanza asomó la cabeza y solo vio negrura, vacío.

—No hay, tío, esto es lo único que tenemos —respondió.

Un par de minutos antes de las doce de la noche, los serbobosnios comenzaron a disparar sobre Sarajevo, y los bosniacos a responder hacia las montañas. No había orden en la fusilería: ni carrillones, ni cuartos, ni campanadas, nada que permitiera exclamar ¡feliz 1994! El frío era tan intenso que las cámaras se bloquearon. Empezó a nevar. Los copos descendían despacio, parecían bailar. Un bosniaco disparó en dirección a los periodistas. Mayo aprovechó el cuerpo a tierra para posar su brazo en la espalda de Amanda Bris. Como ella sonrió, le dio un beso lo más cerca que pudo de la comisura de los labios.

—Es por si nos matan —dijo.

Tras reprimir una carcajada, ella respondió:

—Míster Hemingway, eres un tonto del culo.

La risa prendió en Fox, que había escuchado la respuesta, y se extendió a los demás fotógrafos, incluido Hope, cuya hilaridad era contagiosa. El alboroto despertó la curiosidad de más fusileros. Puta Esperanza recurrió a su ingenio y empezó a salmodiar algo que parecía árabe. Fox gritó: «Ne pucaj novinara!». Otro lo repitió en inglés: «Journalists. Don’t shoot!». Se arrastraron hasta las tumbas en busca de protección. La nieve derretida por el contacto humano les empapó la ropa, inyectándoles el frío en los huesos. Se oía el castañeteo de los dientes de Roberto Mayo, que maldecía y tartamudeaba a la vez. A los cuarenta y cinco minutos de 1994, bosniacos y serbobosnios decidieron aparcar la guerra e irse a beber. Los periodistas salieron a la carrera hacia el blindado. Mayo logró entrar junto a Bris.

—Si lo vuelves a intentar, te parto la cara —dijo ella.

Para romper la tensión, Tobias exclamó:

—¡Hay que regresar a por el champán!

El presidente de Ruanda, el hutu Juvénal Habyarimana, firmó en Arusha (Tanzania) un acuerdo de paz que incluía el gobierno compartido con el Frente Patriótico Ruandés, la guerrilla mayoritariamente tutsi que ocupaba el norte del país. También firmó su sentencia de muerte. Era el 6 de abril de 1994. Ese mismo día, Roberto Mayo estaba en su casa sin nada que hacer, los pies sobre el escabel, un vaso de whisky en la mano, música de fondo y la televisión sin sonido. Le gustaba el World Service Television de la BBC, pero no siempre escuchar a los presentadores. Había reemplazado su querencia por el mismo servicio en onda corta que captaba en su Sony multibandas. Era una herramienta que le permitía conocer la cotización exacta de su cobertura en un mundo de desgracias y declaraciones vacuas. Algunos utilizaban lo escuchado para dotar a sus crónicas del empaque de la última hora; otros se las inventaban. No era su caso. Mayo necesitaba pisar la calle, mancharse los zapatos de polvo. «Sin personas no hay crónica, solo farsa», decía a menudo. El servicio radiofónico que se emitía desde Londres le ayudaba a desplazarse dentro de su guerra, saber cuándo debía ir a Mostar porque era más importante que Sarajevo, o al contrario, o cuándo una crisis política en Moscú aconsejaba aplazar el envío de un reportaje y evitar que acabara amputado por falta de espacio.

De vez en cuando bebía un sorbo de whisky y ojeaba los rótulos de la BBC. En lo alto del vestidor guardaba una caja de cartón que contenía todo lo necesario, incluidos sus abalorios de la suerte. Bastaba con volcar el contenido en la maleta para estar seguro de que no olvidaba nada esencial.

El día que murió Kapuscinski

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