Читать книгу El día que murió Kapuscinski - Ramón Lobo - Страница 12
5. Beirut, 1985-1989
ОглавлениеLes costó dejar el Cavalier. Había sido su hogar, mientras que el hotel Commodore se mantenía como oficina-bar. Mayo alquiló un piso en el edificio Saad, donde vivía David Henne. Era económico porque estaba cerca de la Línea Verde. Aún no sabía que las milicias chiíes capturarían a su amigo cerca del portal en enero de 1987 y que lograría escapar a los sesenta y dos días de cautiverio. Los secuestros eran una preocupación sumada a los obuses y a las balas. No existía un patrón, porque el objetivo era que todos se sintieran vulnerables. Ciento dos extranjeros de veintiuna nacionalidades fueron apresados en Beirut Oeste entre 1982 y 1992. Entre ellos hubo periodistas, profesores de universidad, espías y mediadores, como el arzobispo anglicano Terry White, además de miles de libaneses de los que nadie hablaría después.
Mayo y Hope estaban obsesionados tras lo ocurrido a Langer, su antiguo jefe de Associated Press, que se esfumó de las calles de Beirut dos semanas después de que ellos sobrevivieran al ataque contra un centro de prensa. Estuvo desaparecido casi siete años, 2.454 días metido en un sótano en el que jugaba al solitario a la luz de una vela. Cuando lo liberaron en diciembre de 1991 seguía siendo el mismo bromista, pero tenía los dientes podridos, el pelo escaso y la sensación de que ya no pertenecía a ninguna parte.
Se impusieron un objetivo: no kidnapping. Lo escribieron en mayúsculas en varias cartulinas que clavaron en las paredes. En la de la puerta principal añadieron una palabra: remember, no kidnapping. Acordaron medidas de seguridad que incumplieron reiteradamente: no salir a la calle sin un objetivo definido, modificar los horarios y las rutas, no hablar de sus planes por teléfono o en lugares públicos, moverse de día, no comer fuera de casa ni beber en el Commodore. Si no acabaron en un zulo se debió al aspecto árabe de Mayo, que podría pasar por miliciano, y a la suerte.
Con Jon Barnard mantuvo una excelente relación telefónica. Casi nunca hablaban de las crónicas; esa era la tarea de Marcela Thompson, la mejor jefa de Internacional que jamás tuvo. El director se interesaba por su vida: «¿Cómo es tu casa? Bueno, nuestra casa, porque creo recordar que la paga el periódico. ¿Te sientes seguro en ella? ¿Necesitas contratar a alguien más?». O preguntaba qué había desayunado, si hacía él la compra o mandaba al fixer; también si seguía bebiendo como un cosaco, información que debía de proceder de Lefrak. Resultaba motivador que una leyenda del periodismo se preocupara del bienestar de sus colaboradores. Solo le sugirió dos reportajes:
—Me gustaría saber cómo viven las personas que permanecen a ambos lados de la avenida de Damasco. Es la que sirve de frente, si no me equivoco. Una historia repleta de gente normal, que a los cabrones ya les damos demasiado espacio. Debe de haber héroes que hacen cosas imprevistas fuera de la tribu. No sé, salvar en vez de matar.
Se tituló «Voces de la Línea Verde»; recibió varios premios y acabó en un documental de la CBS. El segundo fue un capricho de viejo sabueso:
—Lefrak me ha hablado de un restaurante que no ha cerrado ni un solo día desde 1979. Se llama Barbar. Creo que su kebab es delicioso, y está en tu barrio. Escribe sobre él, y aprovecha para comer bien.
Allí conoció a Mohamed Ghaziri y a su hijo Ali, dueño y codueño de ese paraíso de la comida popular libanesa. En sus mesas realizaron contactos que, sin saberlo, les ayudaron a mantenerse libres y vivos. Su plato favorito era el shawarma de pollo adobado de cardamomo y canela. Podía comerlo a mediodía y por la noche, siete días por semana. Mayo era un animal de costumbres.
Salió de Líbano cinco veces antes de mudarse a Israel en 1990. La primera fue a Londres, por invitación del periódico. Barnard y Marcela Thompson querían conocerlo en persona y sentar las bases de una colaboración más ambiciosa y estable. Saludó a Cabeza Rapada, que aún no había ascendido a Kampcommandant de Recursos Humanos, y a Mengele, siempre en primera línea del poder. Estaba convencido de que su mala relación arrancó en aquel encuentro, pero era incapaz de recordar nada concreto más allá de sus maneras serviles y su cara de pánfilo.
Las otras cuatro escapadas tuvieron como destino Roma, la ciudad en la que se sentía resucitar. Cada cuatro meses se escapaba a Damasco para refrescar fuentes y descansar. Eran más frecuentes los saltos de fin de semana al sector cristiano beirutí, repleto de cafés y bares de alterne. Nunca le había gustado pagar a cambio de sexo, pero una pesadilla recurrente le atormentaba: llegaba al paraíso y, debido a su falta de entrenamiento, le retiraban las setenta huríes y le obligaban a ver a Puta Esperanza en una orgía con las de los dos.
El secuestro de Langer tuvo consecuencias en la agencia en la que trabajaba Delphine Thitges. La sede central ordenó a su equipo evacuarse de inmediato al Este. Destruyeron archivos, eliminaron referencias a fuentes, empaquetaron ordenadores, teléfonos y radios. Solo dejaron el material esencial para que Walid Marjan, el periodista local que se quedaba al frente de la oficina, pudiera transmitir.
—Nos vamos al Este —le dijo Delphine por teléfono a Puta Esperanza—. No he podido avisarte antes porque la decisión de París ha llegado esta mañana. Ya estamos cargando la furgoneta.
—Consígueme diez minutos, por favor.
Delphine retrasó el operativo todo lo que pudo. Tobias Hope apareció acompañado de Hazim y Ali. No hubo besos, solo un abrazo vigilado.
—Intentaré ir lo antes posible.
—Todo por Foreman.
—¡Joder! Es que no podemos dejarlo así.
Mayo y Hope se desplazaban por el Oeste en un automóvil discreto y viejo. Ni demasiado sucio ni demasiado limpio, y los cristales en su sitio para no llamar la atención. Hazim y Ali estaban bien relacionados, tenían familiares en los principales movimientos armados suníes y chiíes. Antes de llegar a un control, Hazim gritaba «Amal, Amal», «Hezbolá, Hezbolá», «Jammoul, Jammoul», o el nombre de cualquier subgrupo o facción, ya fuera suní, de izquierda, prosirio o palestino. Los periodistas preparaban los permisos de la milicia anunciada y escondían los otros. Los controles legales eran reconocibles porque estaban protegidos por sacos terreros y tenían una señal de Stop escrita en árabe y una bandera del dueño circunstancial del puesto. Eran frecuentes los cambios de alianza y las luchas entre los grupos, por lo que era necesario informarse antes de salir. Hazim lo llamaba «el parte meteorológico». En los días de aguacero permanecían en el piso, escuchaban rock and roll, jugaban al backgammon, fumaban el narguile y bebían té.
Tobias pudo cruzar al Este casi un mes después de la evacuación de Delphine Thitges. Estaba tan nervioso que le temblaban las manos. Parecía un colegial en su primera cita. Caminaron por las calles más seguras del barrio de Ashrafiyeh, se besaron en un callejón y comieron falafel y berenjenas en un bar clandestino al que se accedía desde el portal. No hubo tiempo para más, porque debía regresar al Oeste antes de las tres. Después podría ser peligroso.
El tránsito de un lado a otro de la Línea Verde se realizaba a través de seis mâabir. El paso dependía de la situación y del estado de ánimo del jefe del puesto. Tobias prefería el mâabir del Museo Nacional porque conocía a los milicianos. Les regalaba baratijas y tabaco, y los entretenía con alguna imitación. Les encantaba la de Michael Jackson.
En el sector cristiano conseguía carretes, papel de impresión y líquidos de revelado. Todo lo compraba a través de El Falsificador, su intermediario más fiable. Conversaban sobre la guerra civil y el papel de Siria, pero nunca de asuntos personales. No solo era capaz de crear cualquier tipo de documento —suya fue la obra de arte del pasaporte de Belfescu—, también le ayudaba a enviar a Londres los negativos de color destinados a la revista dominical. Tenía amigos en Middle East Airlines, la única compañía que operaba desde Beirut. Según el humor ambiental, tenía vuelos a Londres, París y Atenas, o bien a ningún sitio. Hope le facilitaba el material en un sobre acolchado que llevaba escrita la dirección de destino. Una azafata era la encargada de entregarlo en mano. El periódico pagaba por el servicio puerta a puerta.
Las fotos en blanco y negro de la edición diaria no exigían tanta calidad de impresión. Podía transmitirlas desde la oficina de France-Presse. Había sellado un pacto con Marjan: «Si me dejas enviar, además de apuntar los minutos por si tus putos jefes reclamaran el pago, te regalaré una de las mías. Así la puedes mandar como tuya».
El secuestro el 14 de junio del vuelo 847 de la TWA les estropeó una semana de fiesta. Disponían del apartamento de una amiga de Delphine que había emigrado a Canadá, harta de esperar la paz. La siguiente oportunidad llegó en julio. Tenían tantas ganas de verse que olvidaron la comida. Al llegar a la cama ya estaban desnudos y excitados, pero en el momento en que ella se acercó el pene al pecho, él se corrió. La escena se repitió al día siguiente. Tobias estaba desconcertado. Propuso vendarse los ojos para no verle el cuerpo. En el nuevo intento, Delphine toleró la penetración porque tenía miedo a perderlo. No sintió placer, apenas se movió. Antes de que él empezase a dudar de su virilidad, ella le reveló las razones de su frigidez. Al terminar, Tobias exclamó: «¡Qué hijos de puta!». Entonces le narró su infancia de malos tratos, el enfrentamiento, el juicio, el viaje a Vietnam, el cambio de apellido, la muerte de la madre, olvidando que ella conocía parte de la historia desde el día de la explosión:
—Si estás bloqueada, como parece, habrá que buscar la manera de engañar a tu cabeza.
Fue una terapia doble, porque Hope tenía dificultades en dejarse querer. Empezaron por renunciar al pene. Él le acariciaba la espalda, los glúteos, el ombligo, el pecho. Decía: «¿Sientes? Entonces no eres frígida». En otras ocasiones deslizaba un hielo por sus piernas o le lavaba los pies y después los chupaba. «¿Sientes? Pues si sientes no eres frígida.» Ideó juegos en los que uno debía interpretar el papel de pasivo. Eran sorteos amañados para que ella fuese la inmóvil. Ganaba si lograba arrancarle una risa o un movimiento. A Delphine le sorprendió que fuera tan tierno y que no dijera «puta» ni «tía» en su presencia. Tras una quincena de encuentros, Delphine Thitges gritó en francés:
—¡Fóllame, Puta Esperanza! ¡Fóllame de una puta vez!
No se sabe si fue la necesidad de recuperar el tiempo perdido, pero Delphine pasó de la frigidez a la ninfomanía. A Tobias le preocupaba que estuvieran tan concentrados en el sexo, sin trabajar otros aspectos. Ella temía que la relación solo fuese posible en una ciudad en guerra en la que cada minuto podía ser el último.
Así estuvieron cerca de cuatro años, incluidos los descansos debidos a las vacaciones de Delphine, que tenía derecho a un mes en París por cada dieciséis semanas en Beirut. Idearon una rutina para exprimir el tiempo. Tobias dedicaba el día en el Este a adquirir lo necesario. El Falsificador le aportaba lo necesario para su trabajo, contexto y noticias de los grupos armados. Por la tarde quedaban en la puerta de la agencia, cenaban en alguno de los restaurantes y se encerraban en el apartamento a follar hasta el día siguiente.
En tres ocasiones, Hope estuvo más de dos meses sin cruzar. Sin el respiradero de Delphine parecía un león enjaulado. Su lenguaje se reducía a blasfemias e insultos, reales e inventados en varios idiomas. Si los soltaba cerca de Mayo, tenía la deferencia de informar. «Esto es turco», decía; «esto, albanés», «esto, hebreo», «esto..., no me acuerdo».
Una tarde, Tobias Hope regresó del Este preso de una gran excitación. Subió las escaleras de dos en dos hasta el cuarto piso, abrió la puerta y gritó:
—¿Dónde estás, tío?
—¡Cagando! —bromeó Mayo mientras salía de la cocina con un whisky en una mano.
—Mira. El Falsificador me ha hecho otro pasaporte.
—¡No me jodas! ¿Bolivia? —protestó.
—Así simplificamos las cosas, tío.
—¿Nacido en La Paz?
—Claro. Dos de Cochabamba iba a cantar.
—Pues le había tomado cariño a Blefuscu y al rollo del huevo y Lilliput.
—Nada ha cambiado tío, sigo siendo blefuscuense. Solo que ahora tendré dos pasaportes, además del francés, que no se puede llevar encima por motivos de seguridad.
—Si te pillaran los dos nos cortarían los huevos.
—¡Coño, Mayo! Pareces tonto: ¡doble nacionalidad!
Desde el principio, Tobias se negó a servir de camello de Juanito Caminador. Solo transportaba tabaco destinado a los controles y material de trabajo, además de las libretas de Mayo, que no eran fáciles de encontrar porque las quería de tapa dura y con las hojas en blanco. Como el whisky no entraba en la lista de la compra en el Este, se las tuvo que ingeniar para obtener sus dosis en zona musulmana. Cada dos o tres días llegaba un chico con cuatro botellas de Johnnie Walker etiqueta negra. Lo acompañaba una cuadrilla de imberbes armados. Los llamó «la banda de San Johnnie». Les dijo que carecía de dinero en metálico porque su periódico no podía enviárselo. Anotaba lo adeudado en uno de sus cuadernos. San Johnnie aceptó unirse a la lista de acreedores porque le daba igual el pago aplazado. No tenía gastos, se limitaba a robar la mercancía dándose importancia: «Incautación por razones militares». Mayo anotaba la deuda delante del chico: «Tres dólares por botella son doce dólares». Le anunció que al superar los mil tendría de forma automática un visado a Bolivia. Si la guerra se prolongaba y él se esforzaba podría obtener visados para toda su familia —compuesta por cincuenta y tres personas entre abuelos, padres, hermanos, tíos y sobrinos— e iniciar una nueva vida en Cochabamba. A San Johnnie se le iluminaban los ojos, pedía que le contara historias de su país. Le prometió que si la deuda llegara a cubrir los cincuenta y tres permisos iniciarían otra cuenta con los milicianos que lo acompañaban, sus familiares y amigos. «Crearemos una colonia libanesa en Bolivia», decía.
—¿Cuánto crees que durará el puto cuento?
—Hasta que vean un documental sobre Cochabamba y se den cuenta de que no se parece en nada a las fotos de la playa nudista que les enseño.
Tuvieron varios sustos en sus desplazamientos por la ciudad. El más serio sucedió en abril de 1988. Se percibía una tensión creciente entre Hezbolá y Amal —ambos chiíes— que un mes después degeneraría en una guerra abierta por el control de Beirut Oeste. Pretendían adentrarse en el barrio de Dahiya, uno de los lugares en los que escondían a los secuestrados. Un miliciano salió de un puesto sin bandera. Portaba un AK-47 y mostraba una mirada de hielo impropia de su edad. No debía de superar los veinte. De la nada surgieron una treintena de armados cubiertos por pasamontañas.
—La jodimos, tío. Estos son nuevos —dijo Tobias.
Ali y Hazim añadieron un detalle alarmante:
—Parecen de Bint Jbeil, gente de mal carácter.
Detuvieron el coche, colocaron las manos a la vista y esbozaron la mejor de sus sonrisas. El jefe se agachó para ver el interior. Escrutó las expresiones del chófer y el intérprete, que viajaban delante, y las de Mayo y Hope, que iban detrás. Los hombres rodearon el automóvil, encañonándolos a la altura del pecho. Estaban nerviosos. El jefe exigió los pasaportes y el permiso de tránsito. Se los metió en el bolsillo superior de la guerrera sin abrirlos, detalle que no gustó a Tobias. Luego pidió los papeles a los dos libaneses, así como los del coche. Ordenó salir a los ocupantes, abrir el maletero, el capó y la guantera. Miraron debajo de los asientos y en los bajos, golpearon los neumáticos y otras zonas ayudados de las culatas, como si buscaran un doble fondo. Registraron la bolsa de las cámaras. El jefe olisqueó el interior.
—¿Qué pasaporte le has dado? —preguntó Mayo.
—El bueno —respondió Hope.
El jefe les mandó callar. Un perro cruzó delante del coche. El superior dijo algo en árabe y uno de sus hombres disparó.
—Journalists? —preguntó en un pésimo inglés.
—Yes, very good journalists —respondió Mayo.
A Tobias le pareció que no era el momento para tonterías. La muerte del perro había sido una advertencia.
El jefe reclamó los carnés de prensa. Miró el nombre del periódico, The Nothingness, una broma de El Falsificador, y emitió un murmullo. Parecía incapaz de repetirlo.
—English?
Tobias respondió sin dar tiempo a que nadie cometiera un error. Sabía que se estaban jugando el secuestro, o algo peor: el fusilamiento por espías.
—No, no: latinos. We don’t like English people.
—Good. Good, mister.
Mayo sonrió. Tobias lo interpretó como un cumplido.
—Good, mister —repitió el jefe mientras sacaba los pasaportes del bolsillo. Paseó sus ojos por las páginas. Tenía la expresión de quien no sabe leer—. American? —preguntó, con el de Mayo en la mano.
—No. Bolivian.
—Bolivian? —respondió extrañado.
—Yes, Bolivian. From Cochabamba.
Ante un nombre tan complicado, abrió el de Tobias.
—American?
—No, Bolivian too.
—Bolivian too?
—Yes, from La Paz. The capital. A great city.
—Are Catholics? —preguntó tras un largo silencio.
—Roman Catholics —corrigió Mayo.
El imberbe se colocó el AK-47 a la espalda, miró a su grupo y exclamó:
—Romans? Good, good! They kill many Christians.
Les devolvió los pasaportes, las cámaras y les permitió marcharse. Los cuatro comenzaron a caminar hacia el automóvil. Pasaron al lado del cadáver del perro. «Welcome», oyeron decir a sus espaldas. Hope les dijo algo en árabe que sonó a «hasta la próxima, habibi», y tras un breve paseo regresaron a Hamra recortando el programa de trabajo del día.
—Nos hemos librado de milagro —dijo Ali—. No sé qué les ha hecho cambiar de opinión. Eran secuestradores.
—Nos ha salvado ser de Bolivia, tío. Ha sido mi nuevo pasaporte. Quizá han oído hablar de que estáis todo el puto día dando golpes de Estado.
—Necesito un Juanito Caminador en vena —dijo Mayo.
Tras lo ocurrido, Mayo telefoneó a Jon Barnard. Necesitaba saber algo más de su amigo Sal Lefrak, si se le podía contactar en caso de emergencia, y cómo. Londres había retirado a su personal de los dos Beiruts. El nombre que conocían debía de ser un alias. Estaban convencidos de que era un agente del MI6. No conocían su rostro ni su voz. Mayo le había asignado un apodo en clave: James.
—Hola, soy Sal, el amigo de Jon. Me ha dicho que me buscabas. Si necesito comunicarme, llamaré a la casa, dejaré sonar tres veces, y colgaré. Pasado un minuto repetiré la llamada, tres tonos, y colgaré. Eso significa que ese día no debéis pisar la calle. Si hubiera una tercera llamada, debéis cruzar al sector cristiano. ¿Entendido?
—¿Cómo podríamos hacerle llegar un mensaje si necesitáramos ayuda?
—Lo sabré yo antes de que lo sepáis vosotros.
Diez días después entraron en el bar del Commodore, un lujo que se encontraba entre las prohibiciones de seguridad. Un camarero le sirvió a Mayo una copa de Juanito Caminador, y a Tobias una botella de agua gaseada. Mayo agradeció la deferencia, pues no le había dado tiempo a pedir. Dedujo que después de tantos meses hasta el barman más despistado se habría dado cuenta de sus gustos. Le dio las gracias en árabe, shukran, y se abismó como solía en el vaso antes de introducir el índice para comprobar su temperatura. Le pareció ver unos números en el fondo. Se extrañó, porque no había bebido nada en todo el día. Levantó el whisky y encontró un papel encima del posavasos. Instintivamente lo tapó. Buscó al camarero, pero no lo vio. Memorizó los números, 377660, sin saber por qué lo hacía. En el primer sorbo escondió el papel entre los dedos, lo arrugó y se lo comió junto con un puñado de pistachos pelados. A su lado, Puta Esperanza acababa de devorar otro, ayudado del agua. Se guiñaron un ojo. Mayo dejó unos dólares en la barra, y salieron del bar. En la recepción estaban Hazim y Ali, que se oponían a este tipo de paradas. Tras entrar en el piso, Mayo puso música alta y condujo a Tobias junto a uno de los altavoces:
—A tu edad y jugando a los putos espías, tío.
—Puede ser importante. ¿Qué decía tu papel?
—¿Y qué decía el tuyo?
—Tenía seis números: 377660. Es un teléfono.
—El mío cinco, separados en dos bloques: 357 22. Es el prefijo de Nicosia.
—¿Será un mensaje de Sal Lefrak? —preguntó Mayo.
—Sí, debe de ser el de las emergencias, tío.
—¿Y cómo sabes que es él?
—Porque, además de números, había un nombre.
—¿Qué nombre?
—James.
—¡Joder! ¡Tenemos pinchada la casa! —exclamó Mayo.
—No necesariamente. Le has llamado James en el puto coche y en el Barbar.
—Eso quiere decir que Hazim o Ali, o los dos, o alguien del Barbar trabaja en el MI6.
—Si tuviera que apostar, diría que se trata del camarero del Commodore. Es lo lógico, él ha sido el correo. Por cierto, ¿lo habías visto antes?
Pactaron que si uno caía en manos de los hombres de Imad Mugniyah, el cerebro de los secuestradores de Hezbolá, el otro llamaría al teléfono de Nicosia. Lo que no habían logrado resolver era qué hacer si los capturaban al mismo tiempo, algo lógico, pues se pasaban el día juntos. Solo se separaban en las excursiones de Tobias al lado cristiano en busca de provisiones y para ver a Delphine. Supusieron que en ese caso serían Hazim, Ali, el espía del Barbar o el camarero del Commodore quienes darían la alarma.
—¡La puta, tío! Mira que hemos llegado lejos. ¡Tenemos más seguridad que la reina de Inglaterra!