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7. Mostar / Sarajevo / Roma, 1993

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Tras varios Sarajevos en los que apenas coincidieron, en la primavera de 1993 Roberto Mayo y Amanda Bris volaron juntos a Roma, ciudad de la que él se declaraba experto. No era su breve etapa de delegado la que le otorgaba un conocimiento exhaustivo de sus mundos paralelos, sino el hecho de que la capital italiana era su centro de recarga emocional. Le gustaba dejarse estar, pasear sin rumbo, escuchar la babel de lenguas y observar la vida acelerada. Las distintas Romas eternas se superponen en un mismo escenario. Miles de personas se mueven escondidas detrás de una cámara de fotos. Apenas se detienen a oler, ver y sentir. ¿Qué cantidad de belleza invisibiliza la belleza? ¿Genera el contacto cotidiano con la monumentalidad un desgaste similar al de las relaciones o al seguimiento noticioso de las catástrofes? ¿Cuál es la tara que empuja a quejarse de las imperfecciones del pavimento de Piazza Navona en lugar de admirar el genio de Bernini?

Todo había comenzado unas semanas antes, en el santuario croata de Medjugorje, donde la Virgen se aparece todos los días a la misma hora desde el 24 de junio de 1981 a los videntes Vicka Ivanković, Marija Pavlović e Ivan Dragičević, a quienes revela secretos y entrega recados. En uno de los mensajes de 1993, la Virgen bendijo la guerra contra los musulmanes en traducción libre del franciscano Slavko Barbarić, que estaba en el epicentro de unas apariciones hasta ahora no reconocidas por el Vaticano. Esta orden religiosa, ejemplar en otros lugares, tuvo un comportamiento incendiario e irresponsable en la guerra de Mostar, alentando una cruzada contra el islam local.

Había estallado en la capital herzegovina una guerra dentro de la guerra contra los serbios, la librada entre croatas y bosniacos. El nuevo conflicto se extendió por el valle del Lašva, en Bosnia central. Había demanda de imágenes y textos. La lucha en Mostar, célebre por su Stari Most, el puente viejo otomano sobre el Neretva, fue su primer scoop debido a una serie de extraordinarias casualidades.

Mayo jamás entró en Sarajevo en un coche de alquiler. Prefería los aviones de la ONU, o ir de sablista en los blindados de los grandes medios internacionales. Los automóviles de Avis y Hertz eran cómodos en las vacaciones, pero poco útiles en una guerra. Aparcados lejos de los campos de batalla, en las retaguardias de Split o en Zagreb, servían para entrar y salir de los Balcanes. Eran la garantía de una descompresión lenta, sin sobresaltos, al pasar de la miseria a la opulencia. Disponer de un vehículo inmovilizado durante semanas era un dispendio del que nadie se quejaba. Ni siquiera Cabeza Rapada.

El temor al coche alquilado se lo había inculcado Julian Fox, que había entrado en Sarajevo en junio de 1992 a bordo de un Golf rojo arrendado en el aeropuerto de Viena. Después de varias semanas de callejeo, su estado era lamentable: abolladuras, manchas de sangre en el asiento del copiloto, ausencia de luna trasera...

La intensidad de los combates le obligó a dejarlo en una esquina del aparcamiento subterráneo del Holiday Inn y abandonar la ciudad en un Land Rover blindado de la cadena de televisión ITN. Fue un viaje duro. Llevaban en la baca el féretro de Jimmy Dixon. Sentada en el asiento de atrás iba Amanda Bris, protegida por unas gafas oscuras enormes. El dolor por la muerte de su novio le había devorado el grosor de los labios. Antes de abandonar el hotel, Fox le advirtió al director, un hombre vinculado al crimen organizado: «Le dejo el Golf a su cuidado. No sé cuándo regresaré, pero vendré más pronto que tarde. Como demuestra su estado, se trata de un coche maldito. Solo yo puedo tocarlo sin que los dioses, no importa el nombre, arrojen su cólera sobre el ladrón y sus cómplices. No sé si me he explicado». El director preguntó si la sangre era del periodista muerto. Fox señaló la baca del Land Rover, donde estaba el ataúd de Dixon sujeto con cuerdas. «Recuerde, coche maldito.»

Después de comprobar en agosto que el vehículo seguía en su plaza, y de renovar la advertencia al director, Fox no volvió a acercarse al hotel. No lo necesitaba: Bris se había instalado en la casa de Džidžikovac y la operación salida seguía siendo imposible para un coche sin protección blindada. La primera oportunidad llegó en un alto el fuego a finales de febrero de 1993. El personal del Holiday Inn lo recibió con una inusitada deferencia. Los hombres armados de la entrada realizaron el saludo militar. Le pareció extraño. Hacía meses que había dejado de ser cliente. En la recepción, una mujer le dijo que «el coche maldito» —así lo llamó— seguía en su sitio. Lo podía retirar gratis en cuanto quisiera, en este o en otro viaje, porque nadie se lo iba a robar. Al llegar al vehículo exclamó:

—¡Pero qué mierda es esta!

El mozo que lo acompañaba tragó saliva.

—Significa «peligro, coche maldito» —dijo, y aprovechó el desconcierto para explicar lo sucedido—: El director se lo vendió en octubre a Yuka por dos mil marcos alemanes. Él mismo hizo el puente, por eso el salpicadero tiene los cables a la vista. El coche arrancó sin problemas, pero al director le dio un infarto antes de meter primera. Murió en el hospital una semana después. Corrió la voz de lo ocurrido, y de que usted se lo había advertido. Todo esto llegó a los oídos del sucesor de Yuka, que a su vez había muerto en combate. Nadie quiso averiguar si había sido antes o después del intento de mover el Golf. El nuevo jefe mandó escribir sobre el capó Opasnost prokleta kola, que significa lo que le acabo de decir. El objetivo era evitar más bajas.

Fox no tuvo problemas en las fronteras croata y eslovena. Los agentes se mostraron comprensivos al conocer la causa del estado del coche. En las autopistas de Austria, la policía lo paró cuatro veces. Él enseñó el pasaporte estadounidense y sus credenciales de periodista, explicó que no era un delincuente como podía parecer, sino un afortunado reportero que regresaba a casa tras haber sobrevivido al cerco de Sarajevo. Adornó la historia cada vez más, hasta que el último policía no hizo preguntas ni estudió los documentos; se limitó a decir «siga, siga», como si el diálogo pudiera resultar contagioso. Fox abandonó el Golf con nocturnidad y alevosía en el aparcamiento de Avis, y luego entró a la carrera en la terminal del aeropuerto de Viena-Schwechat.

Lo siguiente que escuchó acerca del asunto fueron los gritos de su gerente al recibir la factura. Entre uso, desperfectos y multas, la cantidad era similar al precio de un coche nuevo. Esa fue la causa de que su agencia decidiera comprar un segundo blindado.

—Si yo hubiese hecho algo similar —comentó Mayo—, Cabeza Rapada me habría enviado a la cámara de gas después de descontarme del sueldo el coche y la dosis de Zyklon B.

Roberto Mayo había seguido el ritual de la buena suerte para ahuyentar sus temores: alquiló en el aeropuerto de Trieste un Fiat blanco, el color de Naciones Unidas, echó unas gotas de Juanito Caminador sobre la tapicería para liberarla del mal fario, y puso rumbo al país en el que dejaban de tener validez los seguros de accidente y casi todos los de vida. Le inquietaba viajar sin Puta Esperanza, postrado en la cama tras un accidente de moto. Miró la hora y la fecha: siete y media de la mañana del 7 de mayo de 1993. Lucía un sol espléndido, el mar se mostraba tan azul que parecía copiado de la Marina de Saintes-Maries de Van Gogh. Durante el trayecto se dedicó a mantener conversaciones imaginarias con sus jefes. Le gustaba Marcela Thompson, responsable de la sección Internacional. Era la voz amable que preguntaba «¿cómo está mi chico favorito? ¿Qué te gustaría escribir hoy?». Fue ella quien lo había rescatado de la corresponsalía de Jerusalén al convencer a Barnard de que sería más útil como enviado especial. Jamás imponía los temas ni el ángulo de las crónicas. Escuchaba al periodista, le daba la razón, formulaba alguna pregunta y, de manera imperceptible, lo atraía a su terreno para que escribiera lo que ella quería.

En el vestíbulo del hotel Split se encontró con Amanda Bris. Acababa de llegar en un ferri procedente de Bari. Pretendía volar a Sarajevo en un avión de la ONU lo antes posible. El capitán noruego encargado de ordenar las prioridades —primero el personal del alto organismo y las agencias subordinadas, después las oenegés, y por último los periodistas— les prometió «dos asientos en primera clase» a las 16.00 horas del día 10 en la compañía Maybe Airlines, así bautizada por los escandinavos porque los vuelos nunca estaban confirmados hasta unos minutos antes del despegue.

Decidieron aprovechar el coche alquilado, ir a la mañana siguiente a Medjugorje y evaluar si las apariciones marianas merecían un reportaje. Decepcionados por la pobreza escénica del negocio de la fe, prosiguieron hasta Mostar. Tomaron café en la casa de un pintor conocido de Bris que vivía en el lado musulmán. Estaba obsesionado con el Stari Most. Los emborrachó de rakija e historias hasta que tuvieron que quedarse a dormir.

Al día siguiente, la ciudad se despertó sobrecogida, como si todos sus habitantes hubiesen tenido la misma pesadilla y arrastraran el presagio de un nuevo conflicto. Cerraron los controles. No se podía entrar ni salir. Esa guerra presentida estalló a última hora de la tarde. Eran los únicos periodistas extranjeros dentro de Mostar. Estuvieron atrapados tres días.

Tras los primeros cañonazos desde el lado croata, Mayo recordó el Golf rojo y se lanzó a esconder su coche en los soportales de la avenida principal. Algunos de los edificios estaban en alto, sostenidos por columnas que dejaban un espacio que en tiempos de paz servía de zona de juegos infantiles. El vehículo era su salvoconducto de salida.

Bris consumió sus carretes en cuarenta y ocho horas pese a esforzarse en no malgastar fotos, un problema que desaparecería tras la irrupción de las cámaras digitales. Mayo pudo dictar dos crónicas escritas a mano desde el teléfono de Esad Humo, jefe de las unidades de élite del Ejército bosniaco. Era temido por sus enemigos y amado por sus tropas.

Bris carecía de medios de transmisión de fotos. En sus estallidos de ira juraba en alemán y lanzaba objetos al suelo:

—¡Tengo la gran exclusiva de mi vida, y me la estoy comiendo! ¡Me cago en la puta! Voy a estampar ese jarrón de mierda. ¡Sí, ese! —dijo señalando uno verde fosforescente.

—Necesito una lata. ¡Es urgente! —gritó Mayo.

Tras recibir una Coca-Cola caliente de manos de la hija del pintor, Amanda Bris la arrojó por la ventana. En esos arrebatos parecía una mujer poseída por mil diablos, escena que desconcertaba a los hombres que no esperaban tanta violencia en una mujer tan hermosa y dulce, personaje que ella cultivaba para deslizarse en las trincheras, colarse en los quirófanos o sacar fotografías en los entierros.

Aprovecharon un alto el fuego a primera hora de la mañana para salir de Mostar por el lado croata en dirección a Medjugorje. En lo alto de una colina vieron a un grupo de periodistas que seguían la situación junto a una unidad de la Legión española. Desde aquel promontorio se divisaban las dos ciudades, la croata y la bosniaca. Aún se escuchaban los disparos aislados. Mayo se detuvo a saludar al teniente al mando y a los colegas. No contó nada, los dejó masticando su derrota. Bris había tenido la precaución de colocar el primer carrete de fotos del pintor, sin valor periodístico, y esconder los demás.

Llegaron al hotel Split, reservaron dos habitaciones contiguas. Amanda organizó un cuarto oscuro en el baño ayudada de su laboratorio de campaña. Mayo se sentó en la terraza desde la que se divisaba el Adriático. Menos de cuarenta kilómetros separaban ese mar de la destrucción y el odio. La distancia lo era todo, en la vida y en el periodismo. No era lo mismo estar dentro de Mostar que en una colina; oler y tocar que mirar a través de unos prismáticos. Se quedó atrancado en sus pensamientos. Cuando se trataba de balas y explosiones surgía Líbano. Abrió el ordenador en busca de la primera frase.

Gracias a Jon Barnard tenía un buen contrato, estaba en plantilla, cobraba pagas extras y le abonaban todos los gastos, a menudo sin factura, pero echaba de menos Beirut. «Siempre anhelamos lo que no tenemos», se dijo parafraseando a Baudelaire, el poeta favorito de su madre. Recordó que debía llamar al periódico, no fuera que alguno de los periodistas de la montaña terminara por reventarles la exclusiva apoyado en un texto calenturiento. Quería ver las fotos antes de proponerle a Marcela un reportaje conjunto. Quería estar seguro del enfoque. Se imaginó que sería la complicidad definitiva que le permitiría besarla en la boca. Abrió el minibar, sacó dos botellitas de Juanito Caminador, las vertió en un vaso y aspiró el contenido antes de beberlo.

Amanda le sorprendió en plena liturgia. Le mostró los contactos. Había marcado en rojo las mejores fotos. Jamás invertía ni modificaba el contenido más allá de las mejoras de luz y contraste. Mayo utilizó la lupa deteniéndose en cada imagen. No quería que le regañara por no prestar atención. Si miraba uno seleccionado, le metía prisa:

—Así no vamos a terminar nunca. Yo soy la fotógrafa, tú solo sabes hablar demasiado.

Al terminar, llamó al periódico:

—Estoy fuera de Mostar, y estoy bien —informó—. Tengo fotos exclusivas de los combates de estos días. No, no son mías. Son de Amanda Bris. Sí, la fotógrafa de Logavina y de los niños del columpio. La crónica está medio escrita. —Mintió, porque solo tenía el primer párrafo—. La puedo enviar esta tarde. Aprovecharemos sus fotos para mear a la competencia. Y el domingo, una historia larga. ¿Cómo? ¿Seis mil palabras?

Al otro lado se escuchó la voz serena de Thompson:

—Vamos a por ellos. Si quieres mear a la competencia, como dices, necesito mil doscientas palabras antes de las ocho y media. Hora límite. Pásame a Bris, por favor.

Después de felicitarla e interesarse por los medios de transmisión de los que disponía, dijo:

—Mándame cinco lo antes posible. Las que decidas, confío en tu gusto. Más horizontales que verticales. Y piensa en la primera página. Mañana hablaremos del reportaje del domingo, pero calcula que necesitaremos entre siete y diez fotografías. Me encargaré de que te paguen bien.

Después de enviar la crónica urgente, género que dominaba tras su paso por Associated Press, Mayo comenzó a escribir la historia del fin de semana. Amanda lo había mandado a su habitación porque no quería interferencias, decía que la ponía nerviosa porque no dejaba de hablar solo. Mayo tenía la cabeza y las manos en ebullición. A las cinco de la mañana se tumbó en su cama, vestido y exhausto. Soñó que editaba el texto. Al repasar lo escrito cambiaba frases que no quería modificar, desaparecían líneas y párrafos enteros. Se despertó bañado en sudor. Había sido una alucinación. Leyó lo escrito, quitó adjetivos, consultó sus notas ilegibles en busca de olvidos y se presentó en la habitación de Bris.

Ella abrió con ojos de haber dormido poco.

—Buenos días, Amanda. ¿Podrías leer esto?

Cuando terminó, le devolvió el ordenador sin aprobar ni rechazar. Antes de meterse en el cuarto oscuro le encargó un expreso, dos cruasanes sin tostar y un zumo de naranja. A las nueve de la mañana habían acordado las diez fotos que acompañarían al reportaje. Tras desayunar, Bris regresó a la oficina de WTN, situada una planta más abajo. Debía enviarlas a Londres. Thompson llamó a mediodía, parecía feliz. Pidió a Mayo que añadiera trescientas palabras. «Las fotos son excelentes, daremos cuatro páginas.» Amanda lo abrazó. Él sintió su pecho hincharse sobre su pecho, latir y respirar, emocionarse, pero no hubo besos.

Regresaron al aeropuerto. Necesitaban reinscribirse en los vuelos a Sarajevo. El capitán noruego la reconoció:

—Se perdieron dos asientos de lujo. Ya no quedan ni de turista. Todo completo.

Les informó de que UNPROFOR, el nombre oficial en inglés de la Fuerza de Protección de Naciones Unidas, había reducido los vuelos desde Split. Les recomendaba ir a Ancona, «más aviones, menos oenegés y periodistas». Había dos opciones: barco o carretera. Mayo apostó por lo más romántico desplegando una retahíla de argumentos prácticos:

—Por carretera es una paliza, Amanda. Hasta Italia no hay doble carril. Habría que dormir en Trieste, y eso nos demoraría un día. Pero si cogemos un barco podríamos estar mañana por la tarde en Sarajevo. Sería como un crucero.

Amanda entornó los párpados:

—Me apetecía pasear por Piazza Grande y comer ragú.

Dos horas después enfilaban la carretera de la costa dálmata en dirección Zadar, Rijeka y Trieste. Mayo le dejó a Amanda Bris la responsabilidad de cruzar las aduanas. Al decirle al carabiniere «aquí tiene los pasaportes, señor agente» se esfumaron las formalidades burocráticas.

—¡Buenas tardes, bella señorita! ¡Bienvenida a Italia! ¿Sería tan amable de abrir el maletero?

Era la misma pregunta que kilómetros antes había formulado un apuesto policía esloveno. Salió del coche embutida en sus pantalones vaqueros. Sabía que el agente, al que ya acompañaban otros cuatro, solo pretendía verle el culo.

Durmieron en Trieste, cada uno en una habitación. No cenaron. En la entrada de la ciudad, ya de madrugada, Mayo creyó haber atropellado a un gato. Escuchó el golpe y un maullido agudo, y lo vio saltar zombi delante del cristal. Se detuvo, inspeccionó las aceras y los bajos de los vehículos aparcados. No encontró nada, ni herido, ni cadáver. Una manada gatuna lo vigilaba desde la otra orilla. Les gritó: «¡Si no hay cuerpo, no hay crimen!», y regresó al volante. En el desayuno ella lo llamó The Crazy Man Who Speaks to Cats.

Pararon a comer pasta con ragú en Bolonia pese a que era demasiado temprano. Querían llegar a Ancona antes del cierre de la oficina de Maybe Airlines. Obtuvieron plaza a las ocho de la mañana en un cargo de UNPROFOR. Cenaron y pasearon por el centro. La conversación no abandonó el ámbito profesional.

Ya en Sarajevo, Bris se quedó en el edificio de Associated Press en Džidžikovac, y Mayo se movió solo, sin las fotos y el manto protector de Puta Esperanza. Se hospedó en la pensión Hondo. Eran amables, y la comida era casera. Cuatro semanas después encontró a Bris en el bar Ragusa. Ella se interesó por sus planes.

—Quizá me marche este fin de semana —dijo él—. Debo recoger el coche en Ancona. —Ante un silencio que parecía demandar detalles, añadió—: Lo devolveré en Roma.

—¿Roma? Me apunto. Mantenme al corriente.

Pensó en Tobias Hope. Incluso le pareció escuchar su voz: «Lo vas a conseguir, tío. La tienes en el puto bote».

Volaron a Ancona, después condujeron por turnos hasta Roma. Llegaron sin hambre tras haberse empachado en un restaurante de carretera especializado en berenjenas. Decidieron quedarse unos días. Mayo escogió un hotel pequeño en Monti, cerca del David de Miguel Ángel. Fue un movimiento maestro. Por el escaso número de habitaciones tuvieron que acomodarse en la misma, aunque en camas separadas. Tras depositar los bultos en el suelo, Amanda movió las mesitas de noche al centro. Parecía una muralla. Entró en el baño, él se hizo el dormido de un ojo. Se la imaginó desnuda. Al salir llevaba un tanga negro y una camiseta con una frase: The brain is not an organ of sex.

—¡Dios, qué cuerpo tienes!

—A dormir, míster Hemingway.

Pasó la noche en duermevela. Cuando sonó el despertador, vio a Amanda vestida. Tenía un libro en las manos.

—Date prisa, necesito desayunar.

Casi nueve meses después de conocerla en Split había conseguido dormir en la misma habitación. Si no telefoneó a Tobias fue porque no tenía nada concreto que contar.

Bajaron a una plaza cercana. Pidieron café, huevos revueltos y zumo de naranja. Caminaron por el Trastévere. Sintió tentaciones de pasarle un brazo por la cintura. Al salir de Santa María, Amanda lo tomó de la mano.

—Quiero decirte, Roberto Mayo, que eres atractivo, un tipo que gusta. Buena planta y mucha labia. Pero es importante que se te meta en la cabeza que no vas a follar conmigo. Ni ahora ni más adelante. Eres la última persona del mundo con la que me enrollaría. Si hubiera cambios, cosa que dudo, te informaré.

Dejó la mano debajo de la suya, sintiendo fluir todo el cuerpo.

—¿Tan horrible soy?

—No, solo eres idiota. Y eso es fundamental.

El día que murió Kapuscinski

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