Читать книгу El día que murió Kapuscinski - Ramón Lobo - Страница 9

2. Londres, 2007

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Cada vez que volvía a Londres, a su hogar, Mayo se cruzaba con decenas de personas que ignoraban todo sobre su trabajo. Le gustaba experimentar la insignificancia del ego durante unos minutos. Decía que era el primer paso en un proceso lento y doloroso que exigía la limpieza y reparación de cada pieza averiada. Él tampoco sabía nada de los figurantes que se desplazaban sin derecho a frase en aquel enjambre de Heathrow. Desconocía si eran felices, si estaban sanos, si tenían hijos o madres dependientes, si su empleo salvaba vidas o provocaba ruinas, si eran honestos o sinvergüenzas. Sentado en un vagón de la línea Piccadilly, se abandonaba a su pasatiempo predilecto: imaginarse las historias de los otros mientras concentraba sus fuerzas en no mover los labios.

«¿Qué verá aquella mujer, la del pelo corto que me mira fijamente? ¿Qué podría deducir del brillo de mis ojos, de la barba negra cerrada, del cabello negro rizado, de mi cara redonda, de este sobrepeso crónico? ¿Qué información le ofrecerá mi equipaje punteado de tierra roja? ¿Se dará cuenta de que esta arena somalí arrastra una peste a muerte?», se preguntó Mayo. «Tal vez esa mujer que me mira sea una médica o una inventora, alguien útil, y no un escritor fracasado como yo, reducido a periodista de conflictos ajenos. Quizá sea una hechicera capaz de percibir las vibraciones de la tristeza que a menudo se barajan con las de la alegría, y más en mí, que subo y bajo sin saber cuáles son los mecanismos de este ascensor que me lanza de la euforia a la pena, de la pena a la euforia. Tal vez esa mujer de pelo corto, que acaba de sentarse delante de mí, sea un hada dispuesta a curarme del mal que arrastro desde mi infancia cochabambina. Sé que lo tuve todo: la fortuna de nacer en una familia rica en un país pobre, estudiar en los mejores colegios, aprender un inglés exquisito que me ha permitido trabajar en los medios más importantes. Heredé de mi madre el don de la simpatía expansiva, la capacidad de conquistar a cualquiera, hombre o mujer, militar o miliciano, víctima o verdugo. No necesito decir nada, me basta con dibujar una sonrisa para que se abran las compuertas del universo. No sé en qué momento se me metió en el cuerpo este puñal que me rastrilla agazapado detrás de cada broma. Provocar la carcajada en los demás me distrae de mis demonios, pero no me cura. Estoy preso de una melancolía circular. No sé en qué momento dejé de sentirme querido, tal vez a los tres años, cuando mi padre nos abandonó y quedé al cuidado de Mamá Amaru. Fue ella quien me enseñó el poder de la imaginación, que las palabras tienen la capacidad de transformar y de volar. Comencé pronto esta búsqueda desmedida de cariño, de invitar a comer y beber con el fin de que me quieran durante el tiempo que dura una copa. Para protegerme de la soledad adopté a dos gatos. Los llamé Smith y Wesson.

»Peter Hesse, que solo piensa en su librería y en sus vinos, disfruta torturándome, “morirás solo”, “te arrepentirás de no haber tenido hijos”. Y lo dice él, que no desea adoptarlos pese a que le emocionan mis historias.

»A veces siento que Mamá Amaru me habla desde algún pliegue del tiempo y del espacio, “mi hijito, te podría decir ¡qué bien te trata la vida! si no tuvieras que ganártela entre tanta tristeza”. Trato de explicarle que no es mi trabajo ni los pluses de peligrosidad lo que me permite vivir en un barrio elegante y caro como Marylebone, sino mi madre, que trata de comprarme el perdón en metros cuadrados.

»Dos semanas en Mogadiscio, un reportaje del que no guardaré recuerdo y la muerte de Kapuściński me han dejado exhausto. Recuerdo la última vez que lo vi en su ático de Varsovia. Al despedirse me dijo: “Si sobrevivo al invierno seré inmortal”. Tampoco ayudan las nueve horas de vuelo entre Nairobi y Londres en clase encorsetada por deferencia de Cabeza Rapada. Tengo las piernas entumecidas. Me duele cada hueso, cada músculo, cada articulación, cada cartílago. Son las siete y media de la mañana. Amenaza lluvia, y pienso en Amanda, la mujer de la que me enamoré hace quince años. No queda espacio para aventuras, ni siquiera con la hermosa mujer de pelo corto que me mira y sonríe.»

El día que murió Kapuscinski

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