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1. Mogadiscio, 2007

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El día que murió Kapuściński, Roberto Mayo aterrizaba en Mogadiscio, una de las ciudades más peligrosas del mundo. Era el 23 de enero de 2007, cumplía cincuenta y dos años. Fue su primer viaje a Somalia, país que marcaría su vida como mucho antes la había marcado el Beirut de los secuestros, las bombas y los atentados suicidas. Lo celebró a bordo de un bimotor Reims-Cessna F-406 alquilado por Médicos Sin Fronteras. Viajaba acompañado del fotógrafo Tobias Hope, alias Puta Esperanza, su «hermano» desde los tiempos beirutíes. No hubo tarta, ni velas que soplar, ni brindis con Juanito Caminador, como llamaba al Johnnie Walker etiqueta negra, que en los días melancólicos bebía como si no hubiera mañana. Solo recibió dos regalos: un abrazo de su amigo de cuatro segundos —el tiempo mínimo necesario para transmitir afecto— y la canción We will meet again en los auriculares de su reproductor digital. Suspendido entre nubes, acunado por la voz de Vera Lynn, se sintió vulnerable. Era la primera vez que le sucedía desde su llegada a Beirut en 1983. Despojado del manto protector de la inmortalidad que exhiben la mayoría de los corresponsales, tuvo miedo a la muerte real, frente a la que no sirven los sarcasmos ni los juegos de negación. Se acordó de Grozni, de los edificios destripados por la metralla y los impactos de los proyectiles, olió el gas que ardía en las tuberías reventadas en los alrededores de la plaza Minutka, donde se situaba el frente. Fue otro 23 de enero, en su cuadragésimo cumpleaños. Tuvo lo soñado: una celebración a lo grande, ruido y fuegos artificiales. Maldijo su trabajo de lobo estepario, que lo alejaba de su madre y de los amigos. Nada de aniversarios y bodas, solo entierros y funerales. Pese a todo, sabía que era un privilegiado: viajaba gratis, tenía un buen sueldo, era testigo de la historia, y estaba lejos de sus jefes.

Antes de subir en Nairobi a la avioneta que los llevaría a Somalia, el piloto, un blanco apergaminado por el sol africano, los amonestó por el equipaje: tres cámaras fotográficas, dos teléfonos por satélite, decenas de cables, adaptadores, cinta americana, velas, chalecos antibalas, dos cascos de color azul oscuro, camisetas, vaqueros de repuesto, calzoncillos negros y decenas de toallitas húmedas para prolongar la vida de la ropa interior. Tras realizar el recuento mental y esbozar una sonrisa al llegar a los calzones, Mayo respondió:

—Lo que más pesa son mis cremas antiarrugas y el ego de Puta Esperanza. Lo siento, amigo, pero eso no lo podemos dejar en tierra, lo lleva incorporado.

Cerca de Mogadiscio, el bimotor viró sobre el Índico trazando una parábola interminable. Decenas de barcos oxidados se mantenían a flote de manera inexplicable. Era una maniobra de piloto avezado en descensos de riesgo con la que esperaba desactivar la amenaza potencial del odio en todos sus calibres. Al alejarse, la costa se desvaneció en un horizonte arenoso e inabarcable capaz de devorar Las ciudades invisibles de Italo Calvino, libro que lo acompañaba en cada viaje, fuese a la guerra, a la aventura o al amor. ¿Sería Muqdisho, como la llaman los somalíes, la ciudad de Despina que parece un camello desde el mar y un barco desde el desierto?

Se disponía a aterrizar por primera vez en Mogadiscio el día en que Ryszard Kapuściński agonizaba en un hospital de Varsovia, sin saber que su muerte simbolizaría el hundimiento de una forma de entender y vivir el periodismo. Empezaron a medir a los reporteros por lo que costaban, no por lo que valían, a primar los recortes sobre las exclusivas y las primicias, a interesarse por el presupuesto en lugar de preguntar «dónde está la puñetera historia», como siempre hizo Jon Barnard, el director del periódico. Tenía la sabiduría y el físico de su amigo Don Hewitt, creador del programa 60 Minutes de la CBS: pelo revuelto, ojos vivaces, alergia a las corbatas si estaba en el puesto de mando, y de carcajada fácil que le servía para dar por zanjada cualquier disputa.

Somalia había caído en el olvido tras la muerte de dieciocho soldados estadounidenses en octubre de 1993 —que dio argumento a Black Hawk derribado, una de las mejores películas del género—. Maqadïshü, como la llamaron los árabes de las caravanas, sus fundadores hace más de diez siglos, era el décimo ochomil de Roberto Mayo, un reputado reportero de guerra boliviano afincado en Londres que los periodistas anglosajones tenían por uno de los suyos. Antes había escalado Teherán, Beirut, Sarajevo, Grozni, Kigali, Monrovia, Freetown, Bagdad y Kabul. Era de los que echaban de menos la Indochina de Thomas Fowler, la playa de Omaha y la batalla de Madrid. Su grito de resistencia era «este fuerte no se rinde», frase que mantenía sujeta con celo en el marco de su ordenador, como si fuese un desafío. Había acumulado más matanzas, hambrunas, injusticias y catástrofes de las que una mente sana es capaz de digerir.

En aquel 23 de enero de 2007, aferrado al respaldo del asiento delantero de una avioneta obligada a ascender y descender, como si ese movimiento pudiera burlar el destino, sintió un temor profundo a perderlo todo. Cruzó por su mente la escena de Sin perdón en la que William Munny bebe a sorbos cortos de una botella antes de bajar a Big Whiskey, donde saldaría sus cuentas con el sheriff Little Bill. «Cuando matas a un hombre, le quitas todo lo que tiene y lo que podría llegar a tener», dice Clint Eastwood.

Al aproximarse al aeropuerto de Mogadiscio notó un sudor frío en la espalda. Le dolían los dedos, empeñados en retorcerse los unos a los otros. La ausencia psicológica de oxígeno le obligaba a boquear como un pez fuera del agua. Echó en falta su petaca repleta de Johnnie Walker, que había quedado en el equipaje. Necesitaba dar los mismos sorbos de Munny, tragos rítmicos, necesarios en el trance de matar o morir. Trató de disimular los síntomas del ataque de ansiedad. Sentía que Somalia escondía un mal presagio.

Al comenzar el descenso en picado recordó las últimas enmiendas a su testamento, modificaciones que se habían transformado en un divertimento. Imaginó la sorpresa de su hermana Martha, la de sus amigos y la de Amanda Bris. La escena le ayudaba a calmar los nervios. Escuchó en alguna neurona el eco de una frase, «¡será cabrón!». Pensó en detalles a los que nunca había prestado atención. Se maldijo por no haber dejado escrita su voluntad sobre la letra pequeña, «nada de misas, curas y responsos; nada de crucifijos, banderas de cualquier patria y oportunistas de mierda. Nada de Mengeles».

No estaba seguro de haber instruido a su mejor amigo no periodista, el librero Peter Hesse, un intelectual de pelo crespo, gafas redondas y bigote daliniano, sobre las complejidades del último deseo: arrojar sus cenizas al río Sella desde el centro del puente romano de Cangas de Onís, en el norte de España. Era importante que sucediera en primavera, época en la que los salmones jóvenes descienden en busca del mar por el que navegarán durante años antes de regresar al mismo río para reproducirse y morir. Quería que esos salmones se alimentaran de él y nadar por los mares del norte en una prolongación extraordinaria de su vida. No había dejado nada escrito, quizá algún correo electrónico.

La noche en la que confesó sus dudas, si echar sus cenizas al Sella o al retrete de su casa, Tobias le espetó:

—¿Qué tienes tú que ver con ese puto puente, tío?

—No querrás que os obligue a subir a Cochabamba... Hay mucho viento a 2.570 metros de altitud. Sería cómico. Si os decidieseis por el váter, pondría dos condiciones: no cagar en él mientras esté de ceniza presente, y no usar la cadena en una semana. Necesito sentir la eternidad.

Estos recuerdos tuvieron un ligero efecto paliativo en su angustia. Seguía aferrado al asiento delantero, pero no dejaba de reírse. Tobias miró de reojo, abrió los brazos y se llevó un índice a la sien.

—Muy loco.

El tableteo hueco y lejano sonó por el costado izquierdo de la imaginación de Roberto Mayo. Apretó los dientes en espera del impacto. El miedo pasó de largo. Siempre imaginó que la bala que mata no se escucha, apenas se siente, solo quema y empapa. La avioneta trazó la última curva sobre las olas antes de embocar el morro hacia la pista de aterrizaje número uno, la única que había. Rastreó en el disco duro de sus recuerdos otros aeropuertos de riesgo, como el de Beirut durante la guerra, en cuyos alrededores acechaban los secuestradores. O el de Sarajevo, desde el que se podían ver las posiciones de los radicales serbios.

De tan peligroso como se anunciaba, el aterrizaje en Mogadiscio resultó placentero, de Primer Mundo. Hasta tuvo ganas de aplaudir. La avioneta se dirigió hacia lo que en algún momento de la historia de Somalia debió de ser una terminal aeroportuaria. Bajaron por una escalerilla angosta. El piloto apergaminado le entregó tres melones al jefe del tráfico aéreo, que los esperaba desde una sonrisa africana. Tras descargar los bultos y varias cajas de medicinas y material quirúrgico destinados al hospital central que sostenía Médicos Sin Fronteras, el piloto agitó un brazo, pronunció unas palabras que nadie pudo escuchar debido al ruido de los motores y cerró la portezuela. Tras verle despegar de regreso a Nairobi, Tobias farfulló algo sobre las naves quemadas.

Se acercaron a una edificación desconchada de una planta protegida por sacos terreros. Sobre su única puerta de entrada estaba rotulada la palabra out.

—Al menos tienen gracia —dijo Mayo.

A menudo, el reportero que viaja a guerras siente una soledad inabarcable y se pregunta por el sentido de un trabajo que consiste en caminar en dirección opuesta a la gente sensata. Resultan inquietantes las imágenes de los desplazados que escapan por miles de una zona de combate, las de los voluntarios de las oenegés que los acompañan, las de los cascos azules de la ONU que encuentran en ese movimiento la excusa para dejar de interponerse. Doblar la última esquina, tomar la última curva, la frontera entre lo prudente y lo irracional, y hallarse solo en medio de la destrucción, el silencio y el olor agrio y penetrante de la muerte produce un vértigo que está más allá del pánico. Si se supera ese terror extremo, que apenas dura unos segundos, surge una paz interior narcotizadora que es la entrega sin condiciones a los hados. ¿Cuál es el objetivo de jugarse la salud física y mental en costosos viajes y producir una información por la que nadie parece dispuesto a pagar?

La voz de un hombre alto, nariz afilada y atuendo de rapero, sobresaltó a los recién llegados.

—Passports, please.

Aquel tipo, que ejercía de oficial de aduanas, estampó dos visados de dos semanas a cambio de doscientos dólares. El sello era ilegible debido a la escasez de tinta.

—Si deciden prolongar la estancia, no busquen el Ministerio de Interior en la ciudad, porque ese ministerio soy yo y aquí están las oficinas. Antes de abandonar Mogadiscio deberán abonar otros doscientos dólares en concepto de tasas. Que Alá los acompañe, lo van a necesitar.

A Tobias, que se había colgado las Canon como signo de que empezaba a trabajar, no le gustó la combinación de las dos últimas frases. Optó por su castellano gutural:

—Este tío es un puto imbécil —dijo mientras esbozaba una sonrisa.

Fuera del cuchitril de la única autoridad civil visible del antiguo Estado, media docena de soldados etíopes sin casco se resguardaban de la solana sentados bajo un árbol. Alguno daba cabezadas pese a tener la bocacha del fusil entre las manos. Pertenecían a las unidades de élite que habían invadido Somalia en diciembre, una operación orquestada desde Washington. El objetivo era desalojar del poder a la Unión de Cortes Islámicas, que lo habían conquistado seis meses antes. Otros soldados etíopes mejor pertrechados vigilaban la pista de aterrizaje y el perímetro de unas instalaciones que a menudo eran bombardeadas por Al Shabab, el brazo militar de las disueltas Cortes Islámicas, que se mantenía activo en el sur.

Esas Cortes fueron el primer intento de Estado desde 1991. Desaparecida la línea verde que dividía Mogadiscio, sus habitantes pudieron pasear, ir a la playa, pescar. Florecieron los mercados y los negocios. No fue el extremismo religioso, las amputaciones y lapidaciones, lo que sublevó a gran parte de la ciudad contra los islamistas, sino la prohibición de ver televisión en vísperas del Mundial de Alemania.

Al lado de lo que debió de ser una terminal aérea estaban aparcados cuatro todoterrenos de quinta mano. Los conductores los habían resguardado detrás de un murete de hormigón que servía de parapeto. El jefe del convoy se llamaba Jamal, un joven alto y delgado recomendado por Médicos Sin Fronteras. Los catorce hombres armados que esperaban junto a los vehículos representaban la única póliza en vigor en Mogadiscio. Ninguno de ellos sobrepasaba los veinte años. El precio era innegociable: ciento cincuenta dólares diarios más gasolina, y un bonus extra de veinte dólares por cabeza si nadie resultaba herido o muerto y el material regresaba intacto.

—Mientras firme un recibo, perfecto —respondió Mayo pensando en Cabeza Rapada, su jefe de Recursos Humanos.

La carretera que unía el aeropuerto y la ciudad parecía la escombrera de todas las guerras. Volvieron la presión agobiante en el pecho y la certidumbre de la muerte. Se giró hacia su amigo en busca de ayuda:

—Todo va a ir de puta madre —dijo Tobias guiñándole un ojo.

El día que murió Kapuscinski

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