Читать книгу Ejecutores, víctimas y testigos - Raul Hilberg - Страница 12
CAPÍTULO V FANÁTICOS, CODICIOSOS
Y COMPUNGIDOS
ОглавлениеLa personalidad de los culpables no era siempre igual. Quienes llevaron a cabo la labor destructiva diferían no solo en su origen, sino también en sus atributos psicológicos. Cuando la dominación alemana de los judíos se acentuó y diversificó, cada culpable asumió su rol de forma muy diferente. Algunos de ellos mostraron fervor; otros, «exceso»; y otros afrontaron su misión con reservas y recelos.
El puro entusiasmo englobaba diferentes categorías. Para empezar, estaban los promotores, convencidos de que todo dependía de ellos. También había voluntarios que buscaban formas de participar en las actividades contra los judíos. Y por último estaban los perfeccionistas, que definían ejemplos y criterios para todos.
El prototipo del azacán resuelto e incansable es Adolf Eichmann, que escribía informes, viajaba y provocaba a la gente sin cesar. El austriaco Hanns Rauter, máximo responsable de las SS y de la Policía en los Países Bajos y autor de informes repletos de estadísticas, fue otro de los triunfadores. Convencido de su destreza, logró deportar a más de cien mil de los ciento cuarenta mil judíos del país, el porcentaje más alto de Europa occidental.1 En la Oficina de Asuntos Exteriores, un hombre de partido ebrio de poder, Martin Luther, se consagró en cuerpo y alma a la estrategia y la táctica de las deportaciones.2 El experto del partido en materia racial, Walter Gross, estaba consumido por una idea: aparear a personas solteras con un 25 % de sangre judía con la esperanza de que algunos descendientes de esas uniones reunieran los suficientes rasgos judíos para justificar su exterminio.3 El sector ferroviario también tuvo a sus idealistas. Otto Stange era un amtsrat de sesenta años que trabajaba solo en su despacho, chillándole al teléfono, mientras la sección de Eichmann le enviaba solicitudes para que gestionara plazas en los transportes.4 Bruno Klemm fue un funcionario del Generalbetriebsleitung Ost que organizaba programas de transportes hacia el este. Parece que recalcaba constante y persistentemente la necesidad de encontrar vagones y tiempo para enviar a los judíos a los campos de exterminio.5
Algunos fanáticos eran entusiastas que buscaban oportunidades de intervenir en el proceso. El teniente general Otto Kohl, que controlaba todos los desplazamientos ferroviarios en los territorios ocupados de Bélgica y Francia, recibió en una ocasión a un representante de bajo rango de Eichmann en París. Describiéndose a sí mismo como un enemigo acérrimo del judaísmo y un creyente en la solución racial, instó al representante de las SS a pedir más trenes, fuera para diez mil judíos o para veinte mil. Kohl proporcionaría el equipo, aun a riesgo de que algunas personas lo tildaran de «desalmado».6
En los Einsatzgruppen, el sturmbannführer de las SS Bruno Müller comandaba el Sonderkommando 11b, que en 1941 operaba en la zona más meridional como parte del ejército rumano. Cuando los rumanos capturaron el puerto de Odesa en el mar Negro, iniciaron la matanza de decenas de miles de judíos de la ciudad. En esta vorágine, obra de numerosas unidades del Ejército y de la Gendarmería Rumana, Müller y su destacamento fueron una presencia simbólica, pero no pudie- ron resistir a la tentación de poner su granito de arena. Durante la noche del 22 de octubre de 1941, cuando supo que los rumanos habían empezado a ejecutar a gente, Müller negoció con ellos para que les cedieran a trescientos judíos ya arrestados. Luego llevó a las víctimas a un pozo seco y ordenó que se las fusilara. Arrojaron los cuerpos desnudos o medio desnudos de los hombres, las mujeres y los niños al pozo, y luego lanzaron granadas de mano para rematar a los malheridos.7
En la ciudad alemana de Darmstadt, un oficial de rango relativamente bajo, el kriminalsekretär Georg Dengler, tomó los mandos de la sección de asuntos judíos en la sede local de la Gestapo el 15 de enero de 1943. Por entonces ya se había deportado a la mayoría de residentes judíos y apenas quedaban los cónyuges de matrimonios mixtos. Dengler recibió una directiva según la cual también podía solicitar la deportación de esas personas, pero necesitaba otros motivos aparte de la condición de judío. Interpretó esa autorización como una oportunidad para deportar a unas cuantas ancianas, algunas de ellas viudas especialmente vulnerables. Una mujer de sesenta y nueve años, cuyo marido alemán seguía vivo, no se había inscrito con el nombre obligatorio adicional de Sara. Además, había usado un cupón para jabón de su hija, que tenía el mismo nombre de pila que ella. Murió en Auschwitz, aunque sus cenizas se ofrecieron a la familia gentil. Otra mujer viuda de setenta y seis años con una hija también se olvidó de añadir el nombre de Sara a la cartilla de racionamiento. Dengler se volvió a su ayudante y dijo: «Con eso basta».8
El sturmbannführer Müller y el kriminalsekretär Dengler tuvieron roles relativamente pequeños en una operación de gigantescas proporciones. Los resultados de sus actos no estuvieron a la altura de su fervor; habrían hecho más de buena gana. Los perfeccionistas, en cambio, sí tenían suficiente trabajo. En el día a día, esos fanáticos eran los auténticos pilares del aparato administrativo. Su reto era cualquier cosa que quedara por definir o por resolver. Su lema era la precisión y la minuciosidad. Esos burócratas pululaban por todas partes, en cualquier organismo. En el Ministerio de Alimentación y Agricultura se encargaban de cuestiones como la distribución de leche desnatada a los trabajadores judíos expuestos a sustancias tóxicas. En el Ministerio de Finanzas trataban de recaudar los pagos de las pensiones privadas que se habían hecho a los deportados. En la red de ferrocarriles contaban los deportados y los kilómetros, a fin de cobrar a la Policía de Seguridad el transporte de los judíos hasta los centros de exterminio. En Auschwitz iniciaban procedimientos de expropiación para ensanchar el perímetro del campo.
A diferencia de los fanáticos, cuya labor era siempre funcional, hubo hombres que se encarnizaron adrede con las víctimas, que las torturaron o que se alegraron o divirtieron al ver su destino. Esta clase de conducta no se fomentaba, es cierto, pero tampoco se perseguía estrictamente hablando.
Por lo común, el abuso era síntoma de la impaciencia. Se podía detectar entre los veteranos de las ejecuciones, para quienes las continuas redadas, los fusilamientos y los gaseamientos se habían convertido en el pan de cada día. En agosto de 1942, un miembro alemán del Gobierno General manifestó que se había visto a personal de las SS y de la Policía propinar golpes con la culata del fusil a mujeres embarazadas.9 Los guardias a las puertas de las cámaras de gas usaban látigos o bayonetas para hacer entrar a las víctimas. Proliferaban los testimonios que afirmaban haber visto a niños pequeños siendo arrojados por la ventana, o metidos en camiones como si fueran sacos, o lanzados contra la pared, o echados vivos a hogueras de cadáveres en llamas.
En algunos casos, el sadismo era puro. Este patrón de conducta aparecía en los contactos cara a cara con los hombres que querían mostrar su dominio sobre los judíos. Básicamen- te, lo que hacían era jugar con las víctimas. Al principio les daban cepillos de dientes para que limpiaran las aceras. En los poblados recién ocupados de Polonia, les cortaban la barba a los judíos devotos o los montaban como caballos. En el permisivo ecosistema del campo, utilizaban a los judíos para hacer puntería o escogían a las mujeres como esclavas sexuales. En Auschwitz, el gran sádico Otto Moll prometió a un prisionero que le perdonaría la vida si podía cruzar descalzo dos veces un foso de cuerpos en llamas sin caerse.10 El síndrome del amo de la vida y la muerte también funcionaba en el otro sentido: en Auschwitz, se azotó a un prisionero por haber intentado suicidarse.11
Los sádicos no eran especialmente innovadores. No tenían la imaginación que habían tenido en siglos anteriores, ni la que tenían sus coetáneos rumanos o croatas. El sadismo alemán imperante era un tanto predecible y casi institucionalizado. Incluso tenía un nombre: «hacer deporte». A menudo se plasmaba en luchas «de gladiadores» entre los presos, o en la instrucción vana de llevar pesadas piedras de un lugar a otro por la mera gracia de hacerlo. Eso no significa que el juego fuera inofensivo. Los gladiadores y las personas que cargaban piedras morían, se lastimaban y se cansaban.
Algunos de los culpables gozaban riéndose de los judíos. Las bromas, a veces con tonos crueles, podían consistir en vestir a un prisionero con ropas ridículas y colocarlo delante de una letrina de Auschwitz, ordenándole que solo concediera un minuto a los prisioneros para hacer sus necesidades. Otra broma fue pegar la estrella de David a un edificio de gas de Treblinka. Y en los círculos más refinados de los ferrocarriles alemanes, se podían enviar transportes a los campos de exterminio con la consigna de que pronto se enviaría más jabón.
La ordinariez fue una secuela del carácter cada vez más destructivo de las operaciones. Los problemas morales fueron otra. Era evidente que en el proceso de destrucción no cabían las preguntas ni las dudas. Aun así, hubo personas a las que no les resultó fácil afrontar las situaciones imprevistas que hacían aflorar la muerte inminente de las víctimas. Los que albergaban dudas no estaban tan seguros de sí mismos como los fanáticos acérrimos de despacho ni los eficientes y bárbaros asesinos de campo abierto. En las entrañas burocráticas se percibieron enseguida diferencias de convicción. Los funcionarios decididos eran tildados de «fuertes» y los demás, de «blandos». Los objetores, conscientes de cómo se les caracterizaba, intentaban no estar presentes o expresaban su discrepancia con pretextos vacuos: esta unidad no, aquí no, ahora no, o así no. Pero pocas veces insistieron o perseveraron. La mayoría de los más débiles incluso fueron capaces de actuar.
El oberregierungsrat Hermann Keuter, por ejemplo, sí tenía escrúpulos. Como consta en una investigación de la Policía de Seguridad de 1942, Keuter había nacido en 1899 y era un veterano de la Primera Guerra Mundial, en la que había servido como teniente. Desde 1922 trabajaba como funcionario de Hacienda en Düsseldorf. Hasta enero de 1933, cuando Hitler se hizo con el poder, Keuter había trabajado en recursos humanos, pero como había pertenecido durante mucho tiempo al católico Partido de Centro y era manifiestamente religioso, se le asignó un cargo menos conflictivo. Sin embargo, en mayo de 1933 se afilió al Partido Nazi y en 1937 se le transfirió a la oficina del principal director regional de hacienda, el oberfinanzpräsident. Tomó las riendas de la sección de bienes inmuebles en 1940. En agosto de 1941 se le ascendió y se le pidió que gestionara las propiedades judías mientras se evacuaba a sus dueños. Con «grandes recelos» fue a ver al oberfinanzpräsident y pidió que se le eximiera de esa labor. «Solo» cuando su superior le recordó su juramento y sus obligaciones, llevó a cabo la tarea.12
Ludwig Fischer no era para nada un hombre de quien hubiera cabido esperar reticencias respecto a cualquier política antijudía. Era abogado y en 1931, cuando tenía veintiséis años, había alcanzado el puesto de subdirector de la división jurídica del partido. Alto cargo de los camisas pardas y protegido de Hans Frank, fue gobernador del distrito de Varsovia entre octubre de 1939 y enero de 1945.13
En ese distrito estaba el gueto nazi más grande de Europa: el de Varsovia. Más de cuatrocientos mil judíos, muchos de ellos despojados de sus pertenencias y la mayoría sin trabajo, sobrevivían a base de ridículas cartillas de racionamiento, complementadas con insuficientes provisiones del mercado negro y algunos paquetes con comida que mandaban familiares u organizaciones judías extranjeras. Seis meses después de la formación del gueto, Fischer, ataviado con ropa de paisano y botas, recibió al líder judío Adam Czerniaków. Le dijo que privar a los judíos de comida no era su objetivo y que tal vez se pudiera aumentar la distribución oficial de comida. Al mismo tiempo, pidió la retirada de los cadáveres que yacían en las calles del gueto porque, según dijo, daban una imagen pésima.14
Pese a las palabras vagamente consoladoras de Fischer, el ahogo alimentario continuó y, a lo largo de los siguientes meses de verano, la tasa de mortalidad subió a un 1,5 % mensual. Fischer, que no podía enviar comida al gueto sin el beneplácito de la División Central de Alimentación y Agricultura del Gobierno General, estaba inquieto con las cifras de mortalidad. Cuando el mismísimo gobernador general Frank participó en una conferencia de tres días para departir sobre los problemas del distrito de Varsovia, Fischer habló mucho rato, mencionando también a los judíos. En concreto, Fischer propuso garantizar las siguientes raciones para cada habitante del gueto: mil cincuenta gramos de pan a la semana, trescientos gramos de azúcar al mes, un huevo al mes, cien gramos de mermelada al mes, cincuenta gramos de manteca al mes, una docena de patatas al año y pescado y verduras cuando de ello se dispusiera. Incluso esas provisiones, dijo, eran insuficientes para la subsistencia y las muertes aumentarían indudablemente al llegar el invierno. Luego añadió que la contienda bélica era con el judaísmo en su conjunto, y lo que cabía esperar en caso de una victoria judía, dijo, se podía inferir directamente de una publicación del «judío norteamericano Kaufmann». El libro al que aludía Fischer era la obra de un autor poco conocido, Theodore Kaufmann, publicado ese mismo año por Argyle Press en Newark (Nueva Jersey). En efecto, Kaufmann había propuesto desmembrar territorialmente Alemania y esterilizar a los alemanes. Ante tamaña prueba de los designios judíos, Fischer dijo que quizás estuviera justificado «atacar despiadadamente a la manada» del gueto de Varsovia. No obstante, no contento con la provisión existente de alimentos, recitó al detalle las raciones superiores que se distribuían a los judíos con empleo o sin empleo del gueto de Łódź.15
Fischer había propuesto reducir el hambre en el gueto aludiendo a las preceptivas convicciones nazis. No hay constancia de que el gobernador interviniera. Y parece que las deportaciones en masa de los judíos del gueto de Varsovia durante el verano de 1942 se produjeron sin que Fischer expresara reparo alguno. Total, los judíos deportados no estaban tirados por la calle. No se les veía. Con todo, sus palabras de octubre de 1941 no carecen de importancia. El proceso de destrucción en sus dominios no le dejaba indiferente y habló cuando podría haber guardado silencio. Obviamente, su solicitud fue denegada.
Una de las razones por las que se usaron guetos cerrados, vagones sellados y campos de exterminio secretos fue que así se ocultaba a las víctimas de miradas sensibles. Sin embargo, estas precauciones no podían ampliarse hasta las fronteras de la acción, donde el encontronazo físico entre culpable y víctima era inevitable. El ejecutor debía tener los ojos bien abiertos, y la experiencia podía dejarlo a uno muy tocado.
La siguiente historia se descubrió en el diario de un residente del gueto de Varsovia. Un policía de cincuenta a sesenta años había disparado a una joven en una calle del gueto, quizás porque le había visto cometer alguna infracción. La calle se vació de inmediato, pero hubo una mujer que no logró huir a tiempo. El policía, con rostro pálido y cadavérico, la agarró del brazo y señaló al cadáver de la chica, ordenándole que limpiara la sangre. Repetía sin parar que no había sido culpa suya y le enseñaba a la mujer un trozo de papel que, según él, contenía sus órdenes.16
Las barreras psicológicas eran más patentes para los soldados sin experiencia, algunos de los cuales temblaban delante de sus víctimas y, a veces, erraban el tiro. Las explicaciones ideológicas de los comandantes y los métodos marciales de ejecución no eran de gran ayuda.17 Los hombres necesitaban práctica.
Al principio, en junio y julio de 1941, antes de que las órdenes estuvieran tan claras, los Einsatzkommandos, los batallones de policía y las brigadas de las SS detenían sobre todo a hombres judíos de entre quince y sesenta años. Pero el 1 de agosto, el propio Heinrich Himmler abolió esta limitación que habían entendido e impuesto motu proprio los soldados. En esa fecha, el batallón del 2.º Regimiento de la Brigada de Caballería de las SS recibió las siguientes instrucciones:
Orden directa del RF-SS [Himmler]
Fusilar a todos los judíos
Ahogar a las mujeres judías en los pantanos18
Al comandante del batallón, el sturmbannführer Franz Magill, le costó cumplir esta orden. «Ahogar a las mujeres y a los niños en los pantanos no ha acabado de salir bien, porque los pantanos no son lo bastante hondos para sumergir los cuerpos por completo».19
En agosto de 1941 los asesinos aún no habían resuelto el problema. Una ciudad donde las dificultades afloraron visiblemente fue Bila Tserkva, situada unos ochenta kilómetros al sur de Kiev. La localidad se había tomado tras una ofensiva fugaz del Sexto Ejército, cuyo comandante en esos momentos era el mariscal de campo Walter von Reichenau. A mediados de agosto la 295.ª División de Infantería, subordinada directamente al Grupo de Ejércitos Sur como reserva, estaba apostada en la ciudad. Se había creado un régimen militar: un Feldkommandantur regional y un Ortskommandantur local. En Bila Tserkva también había grupos del Sonderkommando 4a, dirigido por el standartenführer Paul Blobel, un arquitecto. El subordinado local de Blobel era el obersturmführer August Häfner. Como señaló un candidato a oficial del ejército, el destacamento estaba fusilando a ochocientos o novecientos judíos adultos en pequeños grupos de nueve personas. Dos hombres apuntaban a cada víctima desde una distancia de unos seis metros. A veces, la parte superior del cráneo salía despedida y salpicaba de sangre a los hombres.
El 2 de agosto por la mañana, varios soldados llamaron a dos capellanes castrenses de un hospital de campaña y los llevaron hasta un edificio donde había unos noventa niños judíos, con edades que oscilaban desde la más tierna infancia hasta los cinco, seis y siete años. También había unos cuantos adultos judíos en un par o tres de habitaciones, custodiados por un ucraniano. Los niños llevaban toda la noche llorando y no habían comido ni bebido nada en al menos un día, y estaban rodeados por sus propias heces. Algunos estaban lamiendo las paredes y los más pequeños parecían estar en coma. Los dos clérigos, sospechando que los ucranianos habían actuado sin seguir órdenes alemanas, alertaron del descubrimiento a los capellanes católicos y protestantes de la división, y esos oficiales corrieron a notificárselo al primer oficial del Estado Mayor: el teniente coronel Helmut Groscurth.
Groscurth era un oficial corpulento de cuarenta y dos años, hijo de un pastor luterano. Antes de que le asignaran la 295.ª División, había servido en el Alto Mando de las Fuerzas Armadas a las órdenes del jefe de inteligencia, el almirante Wilhelm Canaris. Veterano de la Primera Guerra Mundial, donde había sido herido y capturado, Groscurth era un pesimista empedernido. Era crítico con los generales superiores, no creía en el régimen nazi y despreciaba las SS. Fue un prolífico escritor de diarios, cartas e informes. Media hora después de la visita de los dos capellanes castrenses a Bila Tserkva, Groscurth fue a la casa a inspeccionar por sí mismo el edificio. Al día siguiente resumió lo que había visto y lo que había hecho en un lúcido informe rico en detalles.
El hedor era insufrible. Un miembro del Sonderkommando le había dicho que ya habían ejecutado a las familias de los niños y que estos también morirían pronto. Groscurth exigió una explicación al ortskommandant, que se declaró incompetente en ese asunto y le instó a hablar con el feldkommandant, el teniente coronel Riedl. Este afirmó que la acción estaba en manos de un teniente de las SS que seguía órdenes de las más altas esferas. Según Riedl, no cabía duda de que las órdenes eran correctas y necesarias. Groscurth pidió que se anulara la instrucción hasta que se conociera la decisión del Grupo de Ejércitos Sur. El oficial del Estado Mayor del grupo de ejércitos remitió a Groscurth al Sexto Ejército. A las ocho de la tarde, Groscurth consiguió una demora del mariscal de campo Reichenau y el Feldkommandantur envió agua y pan a los niños.
A las once de la mañana del día siguiente, Groscurth, acompañado de un subordinado, se reunió con Riedl, con el capitán y oficial de contrainteligencia Luley, con el obersturmführer Häfner y con Blobel. Como resumía el informe de Groscurth, Luley declaró que él mismo era un cristiano evangélico (luterano), pero habría preferido que los clérigos se hubieran limitado a las almas de los soldados. Riedl se puso filosófico. Dijo que el «exterminio» de las mujeres y los niños judíos era una necesidad urgente. Daba igual cuál fuera la forma en que se decidiera hacerlo. La división había demorado la eliminación de los pequeños absurdamente durante veinticuatro horas. Blobel estuvo de acuerdo y explicó que Reichenau comprendía la necesidad de actuar, sugiriendo que fueran los mismos soldados que habían fisgoneado donde no debían quienes apretaran el gatillo.
La mayoría era aplastante. El oficial de inteligencia ya había informado a Groscurth que Blobel había descrito fielmente la actitud de Reichenau. Groscurth dio marcha atrás el clero tenía que asumir una iniciativa inapropiada por parte de la milicia ucraniana. En cuanto a la división, solo había intervenido por la forma en que se había llevado a término la acción. En la conclusión de su informe, Groscurth no se cortó a la hora de expresar su postura y afirmó que se estaban tomando medidas contra mujeres y niños que no distaban en absoluto «de las atrocidades del enemigo». Añadió que el teniente coronel Riedl parecía haber instigado toda la acción. El feldkommandant había declarado en repetidas ocasiones que había que exterminar a los animales judíos y que, una vez fusilados los adultos, se tenía que eliminar sin dilación a los niños, sobre todo a los más pequeños.
El mariscal de campo Von Reichenau tenía la última palabra y el 28 de agosto de 1941 culpó a la división de haber «interrumpido» la acción y, en particular, rechazó el argumento de que la medida fuera comparable a las atrocidades del enemigo. Esas afirmaciones erróneas no tenían lugar en un informe que pasara por tantas manos. El informe en sí mismo, dijo, ya no se tendría que haber elaborado.
Así pues, los niños fueron fusilados. No lo hizo el personal alemán del Sonderkommando, sino una milicia ucraniana del ejército. Los ucranianos, dijo el obersturmführer Häfner después de la guerra, habían temblado. También Häfner pasó un calvario, pues una niña pequeña le había asido de la mano antes de ser asesinada.20
El Sonderkommando de Blobel fue venciendo poco a poco las barreras mentales. Cuando Blobel llegó a Kiev al mes siguiente, asesinó a más de treinta y tres mil judíos de la ciudad. Pero para cada culpable siempre hubo una primera vez, y no tuvo por qué ser un momento durante la fase inicial de la solución final. En octubre de 1941 le llegó la hora al mayor Franz Lechthaler, un agente de policía de cincuenta y un años.21
Lechthaler no tenía un expediente sobresaliente y el 11.º Batallón de la Policía de Reserva que comandaba no era precisamente una fuerza de élite de la policía. Pero había razones para su modesto éxito. Antes de la Primera Guerra Mundial, en la que había servido como sargento, Lechthaler iba a ser pintor de casas. Cuando Alemania firmó la derrota en 1918, él estaba apostado en Kiev, donde se le eligió para presidir un consejo de soldados recién formado de su regimiento. Los consejos eran una institución semirrevolucionaria creada siguiendo el modelo de los sóviets rusos. Allí, Lechthaler se opuso a las palabras de un oficial que animaba a «perseverar». Cuando el Tratado de Versalles redujo drásticamente el tamaño del ejército alemán, Lechthaler puso fin a su etapa como combatiente. En 1920 se unió a la policía alemana y llegó al grado de capitán en 1932. Receloso de Hitler, al que llamaba desdeñosamente «austriaco», les dijo a sus hombres que esperaba que votaran a Hindenburg, y no a Hitler, en las elecciones presidenciales de aquel año. Con esos antecedentes, es normal que su progresión en el régimen nazi fuera lenta. Fue el último de su clase en convertirse en mayor y su solicitud de afiliación al Partido Nazi se bloqueó durante varios años.
Cuando las fuerzas alemanas echaron al Ejército Rojo del Báltico en verano de 1941, Lechthaler y su batallón quedaron apostados en la capital lituana de Kaunas. Solo contaba con tres compañías, una de las cuales estaba destacada en el gueto. A principios de octubre, le ordenaron avanzar inmediatamente con su batallón hasta la capital bielorrusa de Minsk, para lo cual se llevó las dos compañías no asignadas al gueto y las tres de la policía auxiliar lituana.
En Minsk, la recién formada 707.ª División de Infantería era responsable de la seguridad militar en un área que comprendía la región occidental de la R. S. S. de Bielorrusia ocupada, incluidos los territorios que habían pertenecido a Polonia antes de la guerra. La división estaba a las órdenes del barón y general de brigada Gustav von Mauchenheim genannt Bechtolsheim, un oficial de cincuenta y dos años, hijo de un general de brigada y recientemente ascendido. La división de Bechtolsheim no estaba llamada a lograr grandes hazañas en el campo de batalla. Solo tenía dos regimientos formados por veinticuatro compañías de infantería y algunas tropas de apoyo.22 Los soldados eran algo mayores y su equipamiento tampoco era de primera calidad. Bechtolsheim también disponía de cierto apoyo bielorruso: un Servicio del Orden que ejercía funciones de policía y guardias auxiliares para varias instalaciones.
En septiembre los partisanos ya estaban activos en el área que ocupaba la división. El 2 de octubre Bechtolsheim informó que judíos armados habían incendiado una fábrica de alquitrán y dijo que tenía que transferir su Servicio del Orden al mando de las SS y de la Policía en Bielorrusia occidental.23 Dos días más tarde, su propia compañía de inteligencia y reconocimiento, la Policía Militar Secreta, arrestó y ejecutó a dieciséis judíos que habían hecho descarrilar un tren de combustible.24
En ese punto, con sus fuerzas totalmente esparcidas por Bielorrusia, Bechtolsheim pidió refuerzos. El tribunal que juzgó a Lechthaler después de la guerra dedujo que el superior directo de Bechtolsheim en el territorio de Riga, el teniente general Walter Braemer, que tenía buenas relaciones con las SS, había pedido ayuda al máximo responsable de las SS y de la Policía, y que el batallón de Lechthaler era la unidad que se había enviado para ello.
Después de la guerra, Lechthaler tuvo que deponer ante las autoridades judiciales alemanas. Dijo que, mientras avanzaba hacia el cuartel general de la división en Minsk, se le dio la bienvenida con un ahorcamiento público de dos hombres muy jóvenes y una mujer que, como rehenes, estaban pagando con su vida un intento de asesinato contra el propio Bechtolsheim. El oficial de operaciones, el teniente coronel Fritz-Wedig von der Osten, tenía un mapa en el que había pegadas pequeñas banderas rojas. Cada una representaba un ataque de los partisanos. Lechthaler tuvo que hacer dos redadas contra ellos. Una vez finalizadas esas misiones, recuerda haberse reunido de nuevo con el mismo oficial de operaciones. Pero esa vez le dijeron que masacrara a los judíos del pueblo de Smolevichi, justo al sur de la carretera entre Minsk y Borísov. El oficial de operaciones explicó que judíos y partisanos estaban compinchados y que no habría paz hasta que se hubiera eliminado a los primeros. Cuando Lechthaler rebatió que, ciertamente, no podía realizar esa operación solo porque hubiera sospechas, el oficial de operaciones se mostró inflexible. Lechthaler asegura que entonces fue a buscar a Bechtolsheim, quien le dijo que el batallón policial estaba subordinado a la división y que, por tanto, Lechthaler tenía que cumplir las órdenes que le daban a esta.25
Las órdenes que redactó el oficial de operaciones de la 707.ª División y que llevan la firma manuscrita de Bechtolsheim revelan una política nítidamente articulada. La orden del 10 de octubre mandaba fusilar in situ a los gitanos que se hallaran durante una patrulla. La orden del 16 de octubre reiteraba las instrucciones previas: había que abatir en el acto a los soldados soviéticos, incluso si estaban desarmados al ser capturados, y a los prisioneros de guerra fugados. En la orden del día 16, Bechtolsheim especificaba que había que sacar de los poblados a todos los judíos sin excepción. Creía que eran los únicos refugios donde los partisanos podían aspirar a sobrevivir durante el invierno. Por tanto, decía, la aniquilación de los judíos debía llevarse a cabo de manera implacable. En la zona del 727.º Regimiento, que abarcaba la parte occidental del territorio de la división, la misión contra los judíos tenía que recaer en primera instancia en las compañías lituanas.26
Las órdenes también describían algunas de las actividades del batallón policial y sus auxiliares lituanos. El 8 de octubre, en la zona de Uzliany-Rudensk, la Policía Militar Secreta y la unidad de Lechthaler abatieron a 641 personas: un integrante del Ejército Rojo, un politruk (un comisario político del Ejército Rojo), nueve partisanos y seiscientos treinta sospechosos, entre ellos comunistas y judíos.27 A lo largo de los tres días siguientes, esas mismas fuerzas, a las que se sumaron ingenieros de la división, acabaron con ochocientos partisanos, comunistas, «piltrafas» y judíos en Rudensk. El 13 y 14 de octubre, el batallón policial estuvo en Kliniki, donde asesinó a 1.341 comunistas, partisanos y judíos.28
En el juicio, Lechthaler no mencionó Uzliany, Rudensk ni Kliniki, pero sí relató lo que había pasado en Smolevichi. Allí, dijo, había procurado que solo los lituanos se encargaran de las ejecuciones. Instaron al líder del poblado (starosta) a convocar a los judíos, pero solo se presentaron los «necios». No acudió ningún anciano ni niño.
Pero Smolevichi no fue el fin. El 26 de octubre, Lechthaler dijo que volvía a estar en el cuartel general de la división. Aquel día, el oficial de operaciones recalcó que no habría calma hasta que se hubiera eliminado a todos los judíos, así que ordenó a Lechthaler avanzar hacia Slutsk. Refiriéndose otra vez al mapa, dijo que la división no estaba consiguiendo contener la amenaza partisana y señaló todos los sitios donde habían matado o mutilado a soldados alemanes. Cuando Lechthaler se opuso diciendo que no podía permitir que policías alemanes participaran en esas ejecuciones, el oficial de operaciones sugirió que se encargaran los lituanos. Lechthaler dice que volvió a departir con Bechtolsheim, pero que en aquella ocasión el general no quiso escuchar. Un día más tarde, Lechthaler fue a Slutsk, pero no se quedó hasta el final de los disparos. Uno de los comandantes de su compañía, Willy Papenkort, sí se quedó.
La masacre de Slutsk se cobró la vida de hombres judíos y sus familias. Su brutalidad y sus consecuencias sobre la mano de obra judía fueron tales que el gebietskommissar civil local, Heinrich Carl, un viejo hombre del partido, escribió una apasionada carta de protesta al generalkommissar en Minsk. Según uno de los policías, Papenkort había comentado que los lituanos eran ruines.
Lechthaler quería abandonar la operación por la angustia que sentía, pero sus remordimientos no fueron tan intensos como para obligarlo a rebelarse. Llevó a cabo la misión, dejando tras de sí un reguero de llamas y cadáveres, e incluso niños. Más tarde fue ascendido y tomó las riendas de un regimiento policial.29