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CAPÍTULO VI MÉDICOS Y ABOGADOS
ОглавлениеLa maquinaria de la destrucción tuvo representantes de todos los oficios y profesiones. Muchos de esos hombres aportaron su pericia en alguna fase de la operación, como una parte más de su labor diaria. Algunos contables, por ejemplo, trabajaron en contratos suscritos gracias a la coacción a la que se sometió a propietarios judíos para vender sus bienes. No tuvieron ni siquiera que sopesar la moralidad de esas transacciones. Ingenieros, arquitectos y constructores erigieron campos y cámaras de gas sin sufrir ni un ápice por la naturaleza de esos proyectos. Los contables siempre podían convencerse a sí mismos de que una adquisición es una adquisición; y los constructores podían decirse que un edificio es un edificio. Pero en algunas profesiones la participación en el proceso de destrucción no fue tan simple. ¿El envenenamiento o el asesinato directo o indirecto son compatibles con el cometido médico básico de reducir el dolor y prolongar la vida? Un médico no podía eludir este dilema... Tenía que reconciliar estos objetivos contradictorios convenciéndose de que seguía ejerciendo la medicina en su nuevo papel. Robert Lifton llamó a esta transformación «asesinato medicalizado».1 De igual modo, un abogado tenía que afrontar constantemente una cuestión crítica: cómo armonizar las medidas autoritarias contra los judíos con el derecho. De hecho, esta conciliación fue su misión principal en la obra antisemita. Pero los abogados, bien así como los médicos, terminaron por rematar sendas piruetas mentales.
Desde los albores del régimen nazi, los miembros del estamento médico y jurídico tuvieron que presenciar la expulsión de sus colegas judíos. En 1933 había muchos judíos trabajando en esos sectores y todos los indicios apuntan a que su expulsión, que empezó casi de inmediato, contó con el apoyo férreo de los círculos médicos y jurídicos alemanes.
En términos de afiliación al partido, los médicos alemanes estaban mucho más nazificados que los representantes de otras profesiones. La idea prevalente de que había un exceso de médicos allanó el camino a la expulsión de los judíos, aunque fuera por fases, desde 1933 hasta 1938.2 Los abogados judíos también eran vulnerables, y a algunos les prohibieron ejercer ya en 1933.3 Los amnistiados fueron los que ya estaban en activo el 1 de agosto de 1914 o los que habían luchado en el frente durante la guerra. Su permanencia fastidió a los demás juristas, que exigían su expulsión.4 En 1938 los médicos y letrados judíos solo podían atender a pacientes y clientes judíos. Sus títulos también habían perdido caché: los médicos judíos pasaron a llamarse «cuidadores de enfermos»; y los abogados, «asesores jurídicos». Se había abierto la veda para las siguientes medidas.
La destrucción «medicalizada» fue, en esencia, una destrucción de la medicina. Solo unos pocos médicos, como Max Thomas, cerraron las puertas de su consulta para enfundarse un uniforme de las SS y convertirse en estrictos asesinos. Fueron más los que se involucraron en actividades como la clasificación «racial», la esterilización, la eutanasia, los experimentos médicos, el triaje para las cámaras de gas y ejecuciones y la guetización. Según el programa, había víctimas judías y gentiles, y también alemanas. El genetista alemán de la posguerra Bruno Müller-Hill señala que, en principio, se iba a dividir el trabajo: los antropólogos tratarían con los judíos, gitanos, eslavos o negros, y los psiquiatras se encargarían de los alemanes diagnosticados con esquizofrenia, epilepsia, deficiencias o psicopatías. Pero los médicos se situaron enseguida en primera línea de todas estas campañas. El psiquiatra y psicólogo Robert Ritter recabó información sobre veinte mil gitanos y llegó a la conclusión de que el 90 % de ellos eran fruto de la unión entre gitanos y alemanes «asociales». Si no estaban casadas con alemanes de sangre pura, estas víctimas gitanas se subían a los trenes rumbo a los campos de exterminio. Un médico, el barón Otmar von Verschuer, tomó las riendas del instituto antropológico, sucediendo al anciano decano de los antropólogos nazis Eugen Fischer, y se puso a investigar sobre la raza. También trató de determinar si había que atribuir el estatus de ario o de no ario a personas cuyos antecedentes no eran concluyentes en lo que a su linaje se refería.5 Sus veredictos debían casar estrictamente con los postulados nazis acerca de la raza, ya que estaba en juego su carrera, o incluso su vida.6
Las esterilizaciones forzadas germinaron en buena parte de Europa y Estados Unidos. El programa alemán se puso en práctica principalmente antes de que estallara la guerra y afectó casi a cuatrocientas mil personas, la mayoría de las cuales se catalogaron como deficientes, esquizofrénicas, epilépticas o alcohólicas. Los dictámenes recaían en tribunales encargados de determinar la concurrencia de enfermedades hereditarias. Las esterilizaciones en sí precisaban de ginecólogos y otros especialistas en medicina, además de psicólogos y empresas de equipamiento médico.7 Una vez consumado el programa, se abrió otra posibilidad: había quienes soñaban con extinguir los pueblos eslavos en la Europa ocupada por medio de las esterilizaciones en masa. Con este fin se esterilizó a miles de mujeres y hombres judíos en Auschwitz, acometiendo experimentos médicos que buscaban un método eficaz para realizar el procedimiento con presteza y sin que las víctimas lo supieran.8
El proyecto de la eutanasia se implementó al principio de la guerra y se cobró la vida de unas cien mil personas. La mayoría fueron alemanas, pero también hubo algunos judíos, polacos y otros eslavos de más al este. El criterio fundamental para la mayor parte de esos asesinatos era la incurabilidad. Aunque Hitler, que firmó la orden, no especificó que se refería a las enfermedades mentales, pensaba en los pacientes incurables de los hospitales psiquiátricos. Los pacientes con una afección mental ocupaban un porcentaje desproporcionado —tal vez la mitad— de todas las plazas en hospitales, clínicas y manicomios. Había que descongestionar la sanidad. Después del análisis psiquiátrico, entre el inicio del programa y su conclusión el 1 de septiembre de 1941 se «desinfectó» a 70.273 pacientes adolescentes y adultos. Otros 258.108 permanecieron bajo tutela de los hospitales alemanes. A diez años vista, el ahorro sería de 885.439.800 marcos imperiales.9 Pero el factor económico no fue el único que se tuvo en cuenta. Desde el principio, se pensó que, si los hombres y mujeres enfermos pudieran entender lo miserables e inservibles que eran sus vidas, no querrían vivir. Sin embargo, la eutanasia como favor solo se aplicaba a los alemanes; los judíos, polacos o rusos de cualquier institución psiquiátrica no eran elegidos. Fuera cual fuera su condición, a estos últimos se les asesinaba y punto.
El programa de la eutanasia también fue el precursor administrativo de los gaseamientos en la red de campos de Bełżec, Sobibor y Treblinka, campos donde se ejecutó a un millón y medio de judíos con monóxido de carbono. Precisamente, el gas fue administrado por una dotación de personal alemán sacado de los centros de eutanasia donde se había asesinado a los pacientes mentales alemanes incurables. El primer comandante de Treblinka, Irmfried Eberl, había trabajado como médico en el programa de eutanasia.
En los campos de concentración se realizaron un sinnúmero de experimentos médicos. Era el entorno ideal para esas actividades. Por norma, los presos no tenían derecho a la salud ni a la vida. Si eran judíos, su vida en el campo solo se prolongaba para exprimir su fuerza de trabajo. Con todo, a veces los médicos que solicitaban seres humanos para sus experimentos especificaban que querían «criminales» judíos o personas condenadas a muerte, a fin de protegerse de algún modo de los escrúpulos morales. Los experimentos en sí podían ser farmacológicos, para probar alguna sustancia, o quirúrgicos, para mejorar las técnicas, pero algunos procedimientos se diseñaban con vistas a las futuras esterilizaciones en cadena. Robert Jay Lifton investigó sobre la vida y las vivencias de algunos de los médicos que ejercieron en Auschwitz y descubrió diferentes tipos de personas. Carl Clauberg era un déspota de metro y medio de altura con varios antecedentes de violencia contra las mujeres. Su deseo era perfeccionar las esterilizaciones con inyecciones. Como ginecólogo, antes de la guerra Clauberg había hecho aportaciones notables al tratamiento de la infertilidad y en Auschwitz tuvo infinitas oportunidades de seguir investigando, si bien en la dirección contraria. No obstante, sus investigaciones en el campo no culminaron en ningún avance. Tras la guerra fue capturado por los soviéticos y devuelto a Alemania, aparentemente sin dar señales de arrepentimiento. Murió en una cárcel alemana en 1957. Horst Schumann fue un veterano del proyecto de la eutanasia que también indagó en las técnicas de esterilización. Su método consistía en someter a los pacientes a rayos X y extirparles quirúrgicamente los órganos reproductivos para comprobar los daños. Schumann no fue totalmente indiferente a lo que había hecho; después de la guerra estuvo años ejerciendo desinteresadamente la medicina en Jartum (Sudán) y Acra (Ghana). Lifton lo describe como una especie de buen samaritano, al menos en ese periodo posterior de su vida. El joven ginecólogo Eduard Wirths fue el médico jefe del campo de Auschwitz. Hizo experimentos para estudiar las condiciones precancerosas del cuello uterino, utilizando reclusas sanas para su investigación. Wirths se granjeó una reputación de afabilidad con los presos médicos y otros reclusos de su confianza. Pero también era quien organizaba el triaje en el andén, donde se clasificaba a los judíos que llegaban mediante un examen rápido. O bien se les apartaba para utilizarlos como mano de obra, o bien se les mandaba a las cámaras de gas. Para Wirths, dice Lifton, «la conciencia dio paso a la diligencia». Lo atraparon después de la guerra y se suicidó enseguida.10
En Auschwitz, la selección corría a cargo de varios médicos. Parece que cada uno se adaptó a esta tarea a su manera. Un superviviente explicó a Lifton que, así como Josef Mengele dividía las columnas de víctimas recién llegadas al andén con «movimientos gráciles y rápidos», otro (Franz Lucas) lo hacía con una reticencia patente, con cuidado y lentitud.11 Pero al fin y al cabo, estaban todos allí.
Auschwitz estuvo bajo la lupa de todo el mundo tras la guerra, pero no fue el único campo en la Europa nazi donde los médicos decidieron qué personas debían morir. En noviembre de 1941 la Policía de Seguridad de la URSS ocupada notificó que el médico de un campo de prisioneros de guerra en Borýspil había enviado al Sonderkommando 4a sesenta y seis prisioneros judíos para su ejecución.12 En el informe se mencionaba el incidente de forma tan natural como debió de ser el acto de aquel médico sin nombre.
El papel que desempeñaron los médicos alemanes en el proceso de guetización de Polonia fue menos directo que en el caso de las esterilizaciones, la eutanasia, los experimentos o los triajes, pero en las ciudades polacas su rol tuvo consecuencias gravísimas. Christopher Browning ha demostrado hasta qué punto la formación de los guetos, sobre todo en Varsovia, se proyectó como una medida sanitaria para proteger no tanto a la población polaca, sino más bien a la burocracia y al ejército alemán que estaban allí apostados.13 El peligro oficialmente era el tifus, una enfermedad transmitida por los piojos y asociada a los judíos.
La vinculación del tifus con los judíos no era nueva. Durante la Primera Guerra Mundial, cuando Varsovia estuvo ocupada por Alemania, los alemanes detectaron un auge excepcional del tifus entre la población judía de la urbe. En 1918, el Gobierno alemán ya había prohibido la circulación de trabajadores judíos del territorio oriental ocupado hacia el Reich.14 Mucho después, en 1973, el epidemiólogo Wilhelm Hagen, que había ejercido como médico en Varsovia durante el gobierno alemán de la ciudad en la Segunda Guerra Mundial, recuperó las estadísticas de 1917-1918 y señaló la acentuada diferencia en la incidencia de la tuberculosis y el tifus entre polacos y judíos. Los judíos, dijo, habían adquirido una resistencia mucho mayor a la tuberculosis gracias a la «rigurosa» selección en los guetos medievales, pero era evidente que eran más propensos a contraer el tifus.15
Obviamente, los guetos eran parte del proyecto general de las SS para los judíos polacos. Se idearon en 1939 como medida provisional de concentración a la espera de una solución permanente. Pero para los médicos alemanes, los guetos eran esencialmente lazaretos. En la ciudad de Varsovia, en otoño de 1939 ya se creó una «zona recluida para infectados». El área era un mero barrio judío donde también vivían polacos. Los residentes podían entrar y salir, pero el personal alemán, sobre todo el militar, no debía entrar.16 El gueto amurallado de Varsovia, creado un año más tarde, fue en cierto sentido una materialización final de la idea de la cuarentena.
El tifus no se propagó por todos los guetos. Si en Łódź y Radom su aparición fue relativamente testimonial, en Varsovia alcanzó proporciones epidémicas en 1941. El doctor Hagen, de ideología socialdemócrata, hizo lo que pudo por ayudar. Se sumó a las reclamaciones judías para que aumentaran las raciones de comida, una petición que reiteró de forma infructuosa el propio gobernador Fischer, y en una ocasión, cuando los alemanes encargados de los planes urbanísticos propusieron cerrar la mitad sur del gueto (que tenía forma de T), Hagen tildó el proyecto de «despropósito».17 Luego libró un pulso con el encargado de Población y Bienestar del Gobierno General, Lothar Weirauch, sospechando que había planeado el asesinato de numerosos polacos del distrito de Lublin.18 Pero Hagen también fue un alemán de su tiempo. Nunca abandonó la tesis de que los polacos eran más propensos a padecer tuberculosis y los judíos, tifus. El 7 de julio de 1941 propuso a Fischer la siguiente medida de desinfección, entre otras varias:
A cualquier persona que salga del barrio judío debe imponérsele un castigo físico y, si cuenta con medios para abonarla, una multa considerable. Los judíos que se queden sin hogar deben ser ejecutados.19
Precisamente, el 15 de octubre de 1941 el Gobierno General aprobó un decreto en el que se preveía la pena de muerte para los judíos atrapados fuera del gueto.20 En 1973 Hagen defendió su propuesta de fusilar a los judíos como una concesión inevitable que carecía de significado real, pues los que huían ya estaban siendo ejecutados antes del decreto. Después de la guerra, continuó su carrera como presidente de la Oficina Federal de Salud. Su antagonista, Lothar Weirauch, también recibió su premio y se puso al frente del Ministerio Federal para Asuntos Intraalemanes.
Los médicos ejercieron en diferentes organismos, y los programas en los que participaron contribuyeron de forma crucial en el proceso de destrucción, pero los abogados también eran incontables y su influencia, omnipresente. La necesidad de justificaciones jurídicas era constante. A finales de 1938, el número dos nazi, Hermann Göring, sugirió en pleno debate que los viajantes alemanes siempre tenían que poder echar a patadas a los pasajeros judíos de un vagón abarrotado. El ministro de Propaganda, Josef Goebbels, contestó: «Yo no diría eso. No lo creo. Tiene que haber una ley».21
El mecanismo original para engastar el proceso de destrucción en un marco legal fue la ley o el decreto. Es decir, un organismo público empezaba esbozando una medida coordinándose con los demás órganos competentes y luego se publicaba la norma en el boletín oficial. Siempre que el organismo principal actuara dentro de sus funciones, no había tope en lo que podía hacer. En resumen, el Gobierno no tenía límites. Pero muchas veces los decretos se redactaban sin una idea clara de sus múltiples aplicaciones. Fue entonces cuando empezaron a nacer interpretaciones ingeniosas.
Un ejemplo de un dilema imprevisto fue la deportación de los judíos de las ciudades alemanas al gueto de Łódź, ubicado en un territorio polaco anexionado. Según el Undécimo Reglamento de la Ley de Ciudadanía del Reich, los judíos que «abandonaban» el país entregaban sus bienes al Reich, pero como Łódź estaba dentro del Reich, esos judíos no habían abandonado el país. El staatssekretär del Ministerio del Interior, Wilhelm Stuckart, se dio cuenta de que el Undécimo Reglamento no se podía utilizar en esa situación, aunque había una salida. A fin de cuentas, la idea general era que los judíos eran «enemigos del Reich», aunque esos deportados no fueran miembros de un Estado enemigo. Por tanto, el Reich podía confiscar sus posesiones en virtud de otra ley que previera la disposición de los bienes enemigos.22
Podemos hallar un perfecto ejemplo de cómo se amplió el sentido de una ley a partir de una serie de fallos judiciales que interpretaron la llamada Ley para la Protección de la Sangre y el Honor Alemanes, una norma que prohibía a los alemanes casarse y mantener relaciones extramatrimoniales con judíos. Los tribunales decretaron que no había que consumar el coito para activar el curso penal de la ley. Bastaba con el placer sexual de una de las partes en presencia de la otra. Tocarse, o incluso mirarse, podía ser suficiente. El razonamiento en estos casos era que la ley no abarcaba solo la sangre, sino también el honor, y un ciudadano alemán, sobre todo una mujer, perdía su honor si un judío se le insinuaba o la explotaba sexualmente de cualquier forma. Cuando un checo del Protectorado de Bohemia y Moravia fue acusado, se tumbó su alegato de que en realidad no era alemán, pues Checoslovaquia había dejado de existir y el estatus de Bohemia y Moravia como protectorado lo convertía en «protegido» del Reich, comparable a un ciudadano alemán. Cuando un acusado judío alegó que no sabía que su pareja era alemana y que, por tanto, no había pretendido infringir la ley, el tribunal subrayó que un judío que fuera a tener relaciones con una mujer alemana no podía contentarse con lo que ella dijera. Debía esmerarse por conseguir pruebas documentales fehacientes de que la mujer tenía sangre judía.23
Esta interpretación extensiva de la ley también se aplicaba a la hora de romper todo tipo de obligaciones contractuales. Por ejemplo, se podía despedir a un empleado por razón de incapacidad solo por ser judío. Podía echarse a cualquier inquilino de una casa porque el alquiler era un instrumento para una comunidad de arrendatarios a la que un judío no podía pertenecer. Y así iba todo, caso a caso.24
Si una norma no preveía la resolución de un problema, siempre se podía recurrir al principio de analogía. Por ejemplo, se podía privar a cualquier estudiante judío de una beca estatal igual que se podía expulsar a un funcionario judío de la administración pública.25 Del mismo modo, tras la publicación del decreto que señalaba la pena de muerte para los judíos que huían de los guetos, surgió la duda de si se podía aplicar este castigo a los que escaparan de las brigadas de trabajo fuera de los guetos. El capitán del distrito de Tomaszów, Karl Wilhelm Glehn, propuso que, en esos casos, la ruta hacia el lugar de trabajo y el propio lugar de trabajo se definieran como gueto.26
Como último recurso, la ley podía emplearse como tapadera. Poco a poco, los títulos de los decretos fueron perdiendo su vinculación con el contenido de las disposiciones. Como señala el historiador alemán Uwe Adam, existía la tendencia de publicar decretos supuestamente para dar curso a leyes contra los judíos, pero esos decretos no aplicaban ninguna ley.27 Así, los decretos que ponían en práctica la Ley de Ciudadanía del Reich no solo definían conceptos como «judío» o «empresa judía», sino que versaban sobre cuestiones como el despido de abogados, el reconocimiento de una organización a la que tenían que pertenecer todos los judíos y la confiscación de bienes de personas emigradas o deportadas.
En relación con las confiscaciones, era común el término «fideicomiso». Los fideicomisarios no conservaban los bienes para los judíos o sus beneficiarios; simplemente tramitaban la cesión de los bienes o activos a las arcas del Reich. Había una Oficina Fideicomisaria del Este en los territorios anexionados de Polonia, una oficina en el Gobierno General y oficinas en las zonas controladas por el Ministerio para los Territorios Ocupados del Este. Pero ninguna de ellas actuaba como un fideicomisario de verdad. Otro mantra en el proceso de confiscación era la expresión «patrimonio judío». Se usaba para hacer referencia a la eliminación o trámite de los efectos personales de los judíos asesinados en Bielorrusia.28
La ley también amparaba las operaciones de ejecución de los judíos. En los primeros compases de los fusilamientos, en el pueblo de Dobrómil, el comandante del Einsatzkommando 6 Erhard Kröger, un alemán báltico de Riga formado y especializado en derecho internacional, se acercó a un grupo de judíos a punto de ser asesinados y les explicó por medio de un intérprete que se les iba a ejecutar como «represalia» por los numerosos asesinatos que había cometido el Ejército Rojo entre la población civil ucraniana durante su huida.29