Читать книгу La noche de la peste - Reinaldo Spitaletta - Страница 10

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Un incidente nocturno

La medianoche había quedado atrás, regada por las ceibas de La Playa y los árboles sombríos del Parque Bolívar. Se había esparcido por el asfalto como un tapete de desechos tristes. Las luces brillantes del aviso del teatro Lido le daban al espacio una atmósfera de vaudeville, con cantantes baratos, de la bohemia degradada, que se sentaba en las bancas de cemento de granito diseñadas por la Sociedad de Mejoras Públicas. Olía a orines y a flores muertas.

Junín también había quedado atrás y los pasos nuestros resonaban con un eco incomprensible. El parque penumbroso ofrecía una apertura a la imaginación. John, alto y de manos grandes, advirtió que estaba todo como para leer cuentos de Poe o recitar poemas macabros de Julio Flórez. Yo empecé a tararear Garúa, la que se acentúa con sus púas en mi corazón, y él dijo que me dejara de tanguear, que podríamos volvernos sentimentales y la noche no estaba para arrullos y nostalgias. Eso dijo. No sé por qué. Y yo paré en seco el tango e intenté leer el luminoso aviso del cine, no entendí qué película anunciaban. Junto a las ventanas de vidrio, con poca luz, se paraban unos travestis, que al principio pensé se habían escapado de algún filme de Fellini. Exagerados en su maquillaje, daban la impresión de ser maniquíes tristones fugados de alguna vitrina de exhibiciones ordinarias. No sé por qué pensé en La Dolce Vita y me acordé de la hermosa Anita Ekberg y sus gritos de “¡Marcello, come here!”, mientras el agua de la fontana de Trevi le empapaba sus atracciones fatales.

Más allá, claro, estaba la fuente del parque, solitaria, o, mejor dicho, con uno o dos tipos sentados alrededor, quizá fumando marihuana, o tal vez embelesados en los ladrillos de la monumental catedral de La Inmaculada Concepción, y que, en otros días, cuando eran aquellos diciembres de festones y bombillerías psicodélicas, los campesinos de Santa Elena y de otros lugares llegaban con frasquitos a envasar el agua luminosa para llevársela a sus montes.

John vivía entonces en un apartamento del edificio Unión, en la Oriental con Maracaibo. Acabábamos de estar de carnavales en casa de una compañera de trabajo, profesora de matemáticas en la Asociación Cristiana Femenina, donde él prescribía números y ecuaciones, y yo pontificaba sobre historia de Colombia. Nos quedamos de vuelta en el centro, en La Playa con Junín, nos tomamos un trago (“un arranque”) en una barra, en la que solo permanecían hombres ebrios que hablaban de fútbol y de mujeres, eso escuchamos, y tras la copa, caminamos por la que fue la calle más elegante de la ciudad, ahora venida a menos, plena de vendedores ambulantes en el día y de una que otra muchacha de rebusque en la noche.

La noche era espléndida, con sus estrellas titilantes, según pude ver en un momento en el que quería mirar hacia arriba, tal vez para hacer un ejercicio de cuello, o porque sí, no sé, y John, de uno noventa y cinco de estatura, también miró el cielo, y creo que los dos, en un instante, dábamos la impresión de parecer a un presunto observador como dos beodos impenitentes que les da por contar estrellas o por alzar la cabeza para arrojar bocanadas de humo. Claro que John no fumaba, yo sí, y en ese instante saqué un cigarrillo.

Y fue ahí, quizá, cuando la llama del fósforo ya estaba tiritando, el momento inesperado en el que sentí un vaho caliente, de chicle remasticado, olor a labial ordinario y a pachulí, que todo el conjunto daba para el mareo. “Oíste, papi, regaláme un cigarrillo”, oí modular, sin entender de inmediato de qué se trataba. Miré al frente y la cara embadurnada del travesti me pareció la de un personaje de un filme de horror. Masticaba con desgano y displicencia. Sus ojos clavados en mi cara. “Parece una vaca”, pensé. “La vaca es más bonita y tiene olor dulce”.

—Son de tabaco negro—, le dije, al tiempo que comenzaba a retroceder con el fin de evitar alguna requisa intempestiva. Sabía que eran hábiles en el cosquilleo, en meterte la mano al bolsillo con suavidades de seda.

—Mejor, mi vida. Dámelo—. La voz era ronca y no encajaba en la figura de minifalda y tacones altos, medias veladas y escote. Todo lo vi con rapidez, en medio de las luces del teatro y de las lámparas que algunas ramas escondían.

Le pasé un faso (recordé algún tango) y me pidió fuego, así, con esas palabras. Ya la situación me estaba repugnando. Había una sensación de aire postizo, de farsa de baja estofa. Y entonces solté el insulto: “A vos no te come ni un arriendo en El Poblado, ni siquiera el mar que come casco de buque”.

Más me demoré en pronunciar la agresión verbal que el otro en sacar un puñal. Reverberó en las sombras y las luces, creo que escuché dentro de mí otro tango, que hablaba de duelos y facones. Volteé sobre mis pasos y lo único que atiné fue a correr, mientras hacía ademanes desesperados de sacar un puñal imaginario de la pretina. Sentía muy pegado a mis espaldas al perseguidor, que me parecía que decía de todo. No le entendía. Subí por la calle Caracas, atravesé Sucre y galopé hasta la Oriental, sin mirar atrás.

Me dio la impresión de haber recibido un chuzón. Seguí corriendo hasta El Palo y ahí esperé un taxi. No había nadie alrededor. “Por favor, me lleva a Buenos Aires”, le pedí al conductor. Y en ese punto, me acordé de John. Sin embargo, pensé que el pleito no era con él y que ya debía haber llegado a su residencia.

Al día siguiente, en la asociación educativa, me dijo que al travesti se le quebraron los tacones en la carrera y que, tal vez, por eso yo estaba ahí, tan fresco, a punto de comenzar a hablar de la Guerra de los mil días, sin tener mínimo una herida en la espalda. Ni siquiera un rasguño.

La noche de la peste

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