Читать книгу La noche de la peste - Reinaldo Spitaletta - Страница 9
ОглавлениеEntró al café, los colores fosforescentes del Wurlitzer iluminaron su cara de fantasma, miró una silla libre y tras sentarse pidió una cerveza. El del mostrador lo observó como si estuviera viendo un muerto y sintió escalofríos, la muchacha del delantal blanco y escote, le llevó la botella y el vaso, y él, con una voz que la petrificó, le dijo: “Soy Carlos Gardel, por favor, poneme el tango Volver”. Los rayos del traganíquel brillaron en los dientes del recién entrado y la muchacha pensó: “Sí, su sonrisa es la misma de Gardel” y al decirlo sus ojos se detuvieron en una pared de la que colgaba un retrato del cantor. Se sacó una moneda de doscientos pesos del bolsillo de su delantal y la echó por la ranura, pisó dos teclas y el tango se regó por el lugar que olía a orines y sudor. Eran las seis de la tarde, y varios parroquianos conversaban en las mesas.
—¿Cómo se llama este bar?—, le preguntó el hombre a la salonera.
—La Payanca—, contestó ella y luego volteó la cabeza hacia el del mostrador, que seguía con una cara de desconcierto. Gardel cantaba: “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…”.
—¿Ah, pero no vio el letrero?
—No, pero tiene como nombre el apodo de una mujer que yo conocí en un quilombo.
—¿Quilombo?
—Sí, un prostíbulo. Y decime, nena: —¿te gusta Gardel?
—Sí, para el gasto, —dijo ella, con una sonrisa pícara, —a mi papá le agradaba mucho, pero a mí casi no me gusta tener recuerdos.
—Bueno, sabés que yo soy Gardel, ¿cierto?—, dio un sorbo a la cerveza y de pronto descubrió la efigie del cantor. —Huy, qué pinta tengo ahí— y sintió el fraseo, la voz honda: “errante en la sombra te busca y te nombra…” y tomó otro trago.
—Tomo y obligo fue lo último que yo canté, —dijo con un sollozo.
—Permiso, señor, voy a atender otra mesa.
El del mostrador parecía no entender nada de lo que estaba pasando. Veía, en efecto, a un tipo fantasmal que, si estuviera con el chambergo puesto, hubiera sido el mismo cantor. “Nada raro es que haya vuelto después de quemarse en Medellín”, pensó y se rio para adentro de su ocurrencia. “Qué güeva soy: Gardel no hay sino uno y hace tanto que se murió”. Afuera, la ciudad tenía los afanes del atardecer, algunos que pasaban miraban de rapidez hacia el bar y quedaban como aturdidos al toparse con el tipo que, de cara a la puerta, tenía rasgos gardelianos. El cantor había terminado su tango de acetato.
—Por favor, échele otra moneda al mismo número—, pidió el de la fisonomía de arrabal amargo, que ya no sonreía. Las luces de neón de la pianola permitieron que la muchacha descubriera algunas “patadegallinas” alrededor de los ojos del hombre que, en rigor, sí era como el doble del cantante. “A mi papá sí que le gustaban los tangos de Gardel, pero a mí no me desvelan”, pensó y siguió mirando las arrugas del cliente. El del mostrador ya buscaba la salida para ir hasta el tipo del rostro mortuorio. Alguien pedía un tinto y el fragor de los motores y de los transeúntes se oía afuera. El bar también olía a aguardiente. “Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a encontrarse con mi vida…”. Se oyó a alguien que hacía un desafinado dúo al Inmortal. El de la apariencia gardeliana agachó la cabeza, se dobló y descansó sobre la mesa. La botella cayó al piso.
De pronto, la cabeza volvió a subir con fuerza, porque el del mostrador ya la levantaba y con ojos de fiera o, tal vez de criminal, algo así dijo la muchacha después, miraba la cara del sorprendido cliente, que acaba de ver casi junto a su nariz el revólver con que le apuntaban.
—Usted no puede ser Gardel. Él es único, ¿entiende? ¡Entiende! ¡No tiene dobles!
De afuera no se escuchó el disparo.