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Introito con fantasma

Quedaba sobre la calle Cisneros, en un barrio que entonces tenía tren, fábrica de telas, clínica, monótonas casas de obreros, calles asfaltadas (antes habían sido de piedra), un taxidermista, cafés de tango, dos o tres caserones de tapia de dos plantas, chimeneas de barro y una manga enorme a la que alguna vez llegaron los gitanos con sus tiendas de colores. Una de esas casas de paredes anchas, entresuelo de madera, piso de tabla y ventanales desmesurados era la de nosotros. Allí una vez el árbol de navidad, que estaba forrado de algodón crudo y guirnaldas brillantes con bolas quebradizas, sucumbió en un temblor de tierra; allí, otra vez, la fiebre alcanzó, con su sarampión, temperaturas de caldera de ferrocarril. Y, en otra ocasión, en tenebrosa medianoche, se escuchó un alarido que descendió del tejado y se escondió sin explicación en el piso de tablas curtidas.

Era una casota de paredes pintadas con cal, gruesas, macizas y daban la impresión de durar una eternidad. Desde mi cuarto, un poco retirado de la cocina y el comedor, se escuchaba por las noches un tintineante caer de monedas, un sonido metálico que me despertaba y ponía alerta. Ya mamá había relatado historias de piratas y de baúles repletos de fortunas sin medida. Y la construcción de vieja data había servido para hospedar ingenieros ingleses y de Estados Unidos traídos por el Ferrocarril de Antioquia para reparación de locomotoras y carrileras. Eso se decía en el barrio cuando los viandantes pasaban y se abismaban mirando la casona de puertas y ventanas verdeoscuras, de fachada blanca curtida de vejeces y aspecto señorial.

No sé si fue por causa de la fiebre y cuando mamá salió a la farmacia a buscar un remedio para mitigarla y nadie más había en casa, excepto yo, en mi cuarto calenturiento, sentí pasos procedentes de la cocina, o tal vez del patio, lentos, calculados, sin disimulos, como anunciando que, en efecto, alguien andaba y se dirigía hacia donde yo estaba. Cuando conté el episodio, mamá dijo que era fruto de la febrilidad, que estaba a 39 grados según había marcado el termómetro clínico. En casa, por si acaso, siempre hubo jeringuilla, bolsas para agua caliente, relojes checos con despertador y tarros de galletas inglesas, con paisajes pintados en la tapa, con hilos, dedales, metro de modistería, enhebradores, agujas capoteras y de las otras, manillas, una miscelánea de instrumentos útiles y bisutería.

—¿Cuál espanto? Ha sido la fiebre —me dijo con certeza mientras me daba una cucharada de un jarabe verde, amargo, que por poco me hace trasbocar.

Pero no era la fiebre. Días después, cuando también me hallaba en soledad, todos habían salido no sé adónde, los pasos se sintieron de nuevo, esta vez con más claridad y certeza. Alguien se arrimaba mientras yo estaba acostado con el bombillo apagado, en una especie de penumbroso descanso tras haber hecho tareas de aritmética y geografía.

—¿Quién anda ahí? —pregunté a la nada, como por hacer notar que había gente en casa. Silencio breve. Como si el viniente se hubiera parado. No sé cuánto tiempo pasó para volver a escuchar los pasos, tal vez unos segundos. “Debe ser un ladrón”, me dije y recordé cuentos de mamá sobre asaltos y tomas de casas por desconocidos en noches de desesperos y maldad enconada. Atiné a coger el lápiz, de buena punta y esperé. No había más con qué defenderme en caso de que el ladrón irrumpiera.

Ya estaba muy cerca. Lo extraño era que, de haber sido un asaltante, el silencio acompañaría sus pasos, sería como un gato, sí, un gato en la oscuridad y aquí acaecía al contrario; quien quiera que fuese le interesaba hacerse notar. Comencé a sudar. Me atrapó la tembladera. Estaba a punto de pararme a inspeccionar, pero las piernas no respondieron. Me entró una especie de parálisis súbita y se me secó la boca. Los pasos estaban ya encima, junto a la puerta, que tuve la fortuna o quizá la corazonada preventiva de haberle puesto cerrojo. No sé por qué. Quien fuera se acercó, y sentí su respiración y presencia afuera, no sé qué cosa se posó en la madera, tal vez unas manos, y entonces estuve a punto de perder el escaso control y gritar. Ni siquiera atiné a preguntar quién andaba ahí. La puerta chirrió y el mundo estuvo a punto de hundirse.

Instantes después, no lo supe con exactitud, sentí la puerta de la calle y los pasos y la voz de mamá que decía que fuéramos a la función donde doña Margot, que se iba representar una pieza de fantasmas y brujas. No fui. No le conté de mi experiencia, aunque ella notó mi palidez, según dijo. “¿Estás enfermo otra vez?”. Quise decirle que ya había tenido, a solas, una función, una representación terrorífica de no sé qué actores misteriosos.

—No iré. Tengo que hacer tareas —le dije, pero de inmediato me arrepentí. Lo mejor era salir con ella, o, en todo caso, estar afuera. No podía quedarme más ahí.

Cuando en la casa de doña Margot las luces del salón se apagaron y quedamos todos expectantes, en silencio y medio temblorosos, los pasos se sintieron como una presencia maléfica que, de cualquier manera, quería terminar lo empezado, según pensé. Un fantasma blancuzco y aullante cayó del techo y me envolvió con una especie de red luminosa, fosforescente. Cuando desperté, casi todo el vecindario tenía sus ojos puestos sobre mí y algunas personas decían que estaba intoxicado. El vómito estaba por todos los rincones de la sala. El doctor tardó y cuando apareció me dio la impresión de que él era el que había propiciado aquella velada macabra. Sus ojos de fuego se reían de mí y creí ver en ellos la promesa de que la próxima vez la puerta de mi cuarto se abriría, se abriría…

La noche de la peste

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