Читать книгу La noche de la peste - Reinaldo Spitaletta - Страница 12

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La culinaria hablada de mamá

Nos reunía a los cuatro muchachos en la cocina y comenzaba sus relatos con una frase: “hoy tendremos comida de palabras”, que ya para entonces, en los días del cansancio, se había vuelto un lugar común y fastidioso, porque uno, al escucharla, decía por dentro: “otra vez las mismas historias” y así, que mamá desde sus ancestros, según contó no sé cuántas veces, venía con los cuentos por dentro. Las jornadas mañaneras con desayunos de precariedades, eran diarias, menos los domingos, cuando ella dormía hasta bien entrada la mañana. Entonces aprovechábamos para salir temprano, sin tomar ni comer nada, apenas unos cascos de naranja, que los repartíamos entre los cuatro, a jugar en la calle con los demás de la cuadra partidos de pelota de “carey”, porterías de piedras y unas ganas locas de corretear, driblar y hacer goles con gritos que estremecían las puertas de las casas, cerradas casi siempre, porque cuando una esférica se metía a una sala, no faltaba quien nos la devolviera vuelta pedazos y se armaba una coral de insultos acuñada con pedradas. Los domingos entonces nos escapábamos de las historias de mamá, que, a veces, no hay por qué negarlo, eran simpáticas, o eso dice uno, tal vez porque las nostalgias se vuelven generosas.

Las palabras le brotaban a mamá como si salieran de una cárcel, con ganas de calle y libertad, y mientras hablaba ponía al fogón arepas mezcladas con queso costeño, que le transmitían al lugar un olor particular, como agridulce, y a hervir el aguapanela, que esparcía por la cocina un aroma dulzón, y eso era todo lo que nos aguardaba para el estómago, y ella, para sazonar mejor los faltantes, se dedicaba a contarnos historietas: anoche, muchachos, soñé con mi madre Estanislada que volvía de su tumba a traerme muñecas españolas Mariquita Pérez, que siempre quise tener y que nunca me las trajo el Niño Jesús porque las cambiaba en el camino y me llevaba unas de trapo, carilindas y todo pero no eran las que yo quería. Mi madre había llegado de Jerez, una aldea española, y traía roscas dulces y confites de mandarina, los ponía sobre una mesa sin mantel y llamaba a todos los nietos a hacer una fila, tomen lo que quieran y el orden se mantenía, sin amontonamientos ni rochelas, y todos nos devolvíamos a las piezas con la boca llena y los ojos contentos; ah, ¡ay! anoche también soñé con mi hermana Valentina que quería arrojarme a un pozo, ella decía que era uno de esos que llaman de los deseos, que pidiera lo que fuera y se me concedería, y yo le decía que si abajo había comidas de las que nos daba mamá, abundantes y sabrosas, yo no tendría problema en dejarme caer, porque qué bueno sería probar otra vez las migas con tomate y cebolla, adobadas con manteca de cerdo, que eran una maravilla para el desayuno, y Valentina que sí hermanita, decí que sí, que allá te irá muy bien, vivirás muchos años y yo sabré que estás ahí y eso me alegrará, y en esas me empujó y yo caía y caía sin tocar fondo y nunca llegué, porque en esos momentos desperté con el corazón descompuesto, y ¡qué susto! pero es que Valentina siempre ha sido como rara y no sé por qué soñé eso tan horrible, como pesadillas. Qué horror. Bueno, mis queridos, ya va a estar el desayuno y por hoy no les contaré más historias, que hay mucho por hacer.

—¿Ma’ por qué hoy no hay mantequilla?, decía uno.

—Porque se acabó y no hay con qué comprar.

—¿Má, por qué no hay chocolate, que en la radio dicen que da mucha energía?, preguntaba otro.

—Porque apenas mañana vamos a mercar, y la aguapanela es muy nutritiva y da calorías. Y esperen y verán que con los que les voy a contar, quedarán bien alimentados:

Soñé con la hija del Sultán, que iba en un camello rojo, y me miraba con ojos de “usted quién es” y yo antes de que ella preguntara o diera alguna orden a sus custodios, le dije que venía de tierras muy lejanas, de Antioquia, en las que en vez de camellos había mulas y la gente trabajaba harto y comía poco, o, es decir, sin variedad, porque había en cantidades infinitas frijoles y maíz, acompañados por carne de cerdo y tocino, y le conté de una delicia que hacíamos, que sabía bueno sola y acompañada, la arepa, y la hija del sultán escuchaba con interés lo que le narraba sobre chicharrones, quesitos, huevos fritos o revueltos, se relamía y de pronto dio la orden de que necesitaba en palacio a la extranjera para que le enseñara de tales preparaciones, y estuve en esa inmensidad donde todo era de oro y plata, con cortinas blancas de telas orientales, pero, cuando ya la princesa supo de las sabrosuras que les enseñé a hacer a sus criados, me dio una talega con joyas, que no pude traer hasta aquí porque en esas desperté.

No sé por qué le gustaba tanto a la hora del desayuno despacharnos a punta de relatos, en una cocina amplia, con bancos pegados a la pared y fogón de chimenea, que ya no se usaba. Cocinaba con energía eléctrica y servía la mesa con placer, se le notaba en ojos y cara. “Vengan, pues, muchachos, vamos al comedor” y los cuatro íbamos en fila, sin cargar cubiertos ni pocillos; ella se encargaba de esos menesteres porque la hacían feliz, según sus palabras. Allí, volvía con sus cuentos, pero no los soñados, sino los inventados por ella, como uno que hablaba de ogros: “los ogros representaban los momentos de hambre que hubo en Europa y, por eso, la gente, con necesidades, hablaba de frijoles encantados, frutos del amor y mesas con todas las viandas y vinos. Para los glotones era triste escuchar cuentos de mesas llenas y platos exquisitos. Y como sufrían tanto porque nada había para tragar, inventaron a los ogros para que se comieran a los niños, a los que primero engordaban y luego devoraban con placer”. En este punto, describía los modos de cocción de los pelados, cómo se los tragaba, después cuál era la digestión del comilón y de pronto, subiendo la voz, decía: “ahora sí a comer, eso es lo que hay. Agradezcan que no hay ningún ogro en el vecindario, caramba”.

Otras veces, nos sorprendía con relatos de Simbad, al que un monstruo volador estuvo a punto de deglutir y con aventuras de arrieros que llegaban a las posadas y por las noches contaban cuentos de espantos y de guacas, y su imaginación crecía en momentos en que los víveres escaseaban. “Las palabras también alimentan”, decía, y en su tono había un dejo de tristeza. Para qué negarlo, pero su voz mañanera se nos hizo imprescindible, aunque cada uno, como debe ser, tenía una visión distinta de aquellas intervenciones de mamá. Para mí era una manera inteligente suya de adobarnos la escasez en la mesa y de no perder lo que había aprendido sin proponérselo de su abuela Estanislada y de otros parientes, a los que mencionaba por sus nombres y oficios, en una especie de genealogía que nos aburría porque lo que queríamos era tener una mesa sabrosa y creativa, como la de los vecinos, porque así nos lo contaban los muchachos de la cuadra, que jamás habían probado el clásico plato de mamá: berenjenas con plátano maduro, que ella preparaba de vez en cuando dizque para sorprendernos, así decía. Lo aprendió de una amiga costeña. Era una suerte de masacota, un revoltijo que nos producía arcadas, pero que muchos años después, cuando ya mamá es ceniza y recuerdo, quisiera volver a probar para verle su cara blanca, muy sonriente, y evocar una de sus frases de combate: “Ya ven que soy mejor contando historias que cocinando”.

La noche de la peste

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