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El verdugo y su hija

Juanita Velásquez, a la que se le ocurrían cosas maravillosas, se preocupaba porque su padre, que era carnicero, hubiera sido en vidas anteriores —la expresión es de ella— un verdugo. “No sé si lo hubiera querido tanto como lo quiero, no lo veo en esas circunstancias”, decía en sus conversaciones, a las que nos invitaba a varios muchachos del barrio los fines de semana, con el propósito de contarnos historias. Era rara aquella casa de El Congolo, no porque hubiera cuchillos enormes y oliera a carne asada, sino porque Juanita tenía una facilidad poco común para adornar las paredes con cueros de vaca procesados y cornamentas de novillos.

—Si mi papá fuera un verdugo, no me gustaría morir bajo sus manos —decía con una sonrisa de labios delgados y que dibujaban un rictus de amargura. Nos contaba que había tenido sueños en los que veía a su papá, don Silverio, con capucha negra y traje de luto, hacha en la mano derecha y en la otra un candil, avanzando hacia el patíbulo en el que esperaba a alguien que ella no lograba identificar, pero, a veces, creía que eran muchachos del barrio, y en otras ocasiones su papá estaba acompañando a su próxima víctima, a la que abrazaba y consolaba, para después decirle que lo sentía, que ese era un trabajo como cualquier otro y que él tenía que vivir para que otros murieran. Despertaba con agites y sudores, se levantaba, iba a la cocina a buscar albahaca y volvía con una bebida caliente a su pieza. Todos dormían.

Entre las imaginaciones de Juanita estaban las de insistir en que, hoy, los verdugos pudieran ser necesarios solo si ellos, a su vez, murieran de la misma manera en que hacían cumplir las sentencias. Pero, en cualquier caso, no veía a su papá como uno de tales, porque, entonces, sufriría mucho cuando a él lo condujeran a la ejecución. Se frotaba las manos y después se llevaba una al cuello y parecía sentir que el aire le estaba faltando. A veces, cuando ella no estaba, nos preguntábamos por qué su obsesión acerca de si su padre hubiera sido un verdugo; si era que tenía sueños recurrentes al respecto, o si había visto películas relacionadas con su compulsión. Supimos un día que había leído un cuento fantasmagórico de Washington Irving, sobre la Revolución Francesa. Se trataba de un estudiante que se enamoró de una bella muchacha, a la que pocos días antes habían guillotinado. Y fue entonces cuando Juanita —creíamos nosotros— les tomó un odio pugnaz a los verdugos. También nos enteramos de un tío suyo, que tenía libros de temas de reencarnación, karmas, fantasmagorías y otras tribulaciones, y se los prestaba para que ella se informara.

De tanto insistir ella en sus miedos acerca de las vidas remotas de su papá, comenzamos a ver a don Silverio como si, en efecto, se tratara de un verdugo. Pasábamos por su carnicería y las hachuelas, cuchillos y hasta las pesas, nos parecían instrumentos propios para el oficio de matar condenados. El delantal blanco lo veíamos como un sobretodo negro y nos imaginábamos las capuchas, con ojos de crueldad que miraban desde la negrura. Eran ejercicios de regodearnos cada uno con ponerle indumentaria, crearle gestos y escucharles las palabras que les dirigía a los que iban a ser pasados por sus instrumentos mortales. El pobre señor, al vernos tan insistentes en la miradera, en la reidera, y en estar para allá y para acá, se iba poniendo adusto y los clientes, según nos dábamos cuenta, se contagiaban de nerviosismos e inquietudes. Después, le contábamos a Juanita nuestras aventuras, y ella estallaba en risas, primero, y luego en gritos en los que nos señalaba de despiadados y mala gente.

Con los días, nos pareció que Juanita tenía aspecto de hija de verdugo. Su cara tuvo transiciones de la pureza de chica con encanto a la de una amargura que le hacía perder el vigor juvenil. Ella misma lo iba notando, porque, de vez en cuando, salía llorosa a la acera, caminaba hasta donde nos manteníamos sentados, es decir, en la esquina del bar Florida, y nos decía: “muchachos, díganme la verdad: ¿me estoy poniendo vieja?”. Soltábamos risas pausadas y luego todas se unían para formar la risotada común, no, Juanita, jamás envejecerás, ni nosotros tampoco, porque no llegaremos hasta allá, tu padre lo impedirá. Y ahí sí era el acabose, Juanita nos insultaba y salía corriendo a su casa. “¡Malparidos!”, decía, y la palabrota nos acrecentaba la risa, un melódico ja, ja, ja.

Hubo días en que nos poníamos a inventarle conductas a don Silverio, que de a poco se nos fue travistiendo. Como Juanita nos había dejado de contar sueños y no nos transmitió más sus temores, nos correspondía hacerlo a nosotros. La madre de Juanita, doña Salomé, cada que nos pasaba cerca evitaba mirarnos y apresuraba el paso. Lo que nos sirvió para pensar que éramos los temidos. Seguro —decíamos— cree que no sabemos que su marido es un verdugo. Cuando estaba a pocos metros, alzábamos la voz: “don Silverio tiene hoy una ejecución”. Seguía su andar, como ignorando lo dicho. Despedía (o eso imaginábamos) un olor a carne curada. “Debe ser muy horrible ser la mujer de un verdugo”, decía alguno. Otro aportaba: “Sí, porque qué tal que le toque ponerle el cuello al marido, y no precisamente para que se lo bese”.

Y en cuanto a don Silverio, le notábamos raros comportamientos, como estar en la carnicería y ponerse a cortar carne de un modo desesperado, casi que arruinando las postas y los solomos. Creímos que estaba poseído por alguna alma en pena, y que no podía ser otra que la de algún verdugo medieval. Era como si estuviera implorando “no quiero ser verdugo” o algo similar y lo empezamos a compadecer, más que por él, por Juanita. Ella, que la conocimos usando ropas coloridas, inició una transformación que nos conmovió. Se vestía de negro y se tocaba la cabeza con una boina oscura. No volvió a contarnos nada sobre sus sueños y aprensiones. Ni siquiera nos dirigió más la palabra, lo que para todos fue una pérdida, una especie de desgracia. Se alejó de todos y cuando menos pensamos, no la volvimos a ver.

La noche de la peste

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