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Introducción

Cómo aplicar los descubrimientos de la psicología social

El interior sofocante de un taxi yendo a paso de tortuga por la londinense Oxford Street no es el mejor lugar pare tener una revelación. Aun así, en un día abrasador de 2005, fue en un taxi donde leí una historia que cambiaría mi forma de entender la publicidad para siempre.

Era un artículo sobre Kitty Genovese. Su apuñalamiento y los experimentos de psicología que había inspirado me convencieron de que las ciencias de la conducta podían revolucionar la publicidad.

La historia de Kitty era triste. A las tres y veinte de la madrugada del 13 de marzo de 1964, la joven empezó a recorrer a pie los treinta metros que separaban su coche del portal de su apartamento en el barrio neoyorquino de Kew Gardens. Por desgracia, mientras avanzaba por la calle arbolada, fue vista por Winston Moseley, un asesino en serie de veintinueve años y padre de dos hijos. El asesino la siguió a escondidas hasta que, a escasos metros de la puerta del edificio, la apuñaló por la espalda.

Ese crimen no impresionó a los neoyorquinos: a fin de cuentas, hubo 636 muertes violentas en la ciudad ese año. Fueron los hechos que se sucedieron en los minutos siguientes los que removieron conciencias y provocaron que The New York Times dedicara su primera plana a lo ocurrido. Según el periódico:

Durante más de media hora, treinta y ocho vecinos de Queens honrados y respetuosos con la ley observaron cómo un asesino seguía y apuñalaba a una mujer en tres agresiones distintas en Kew Gardens.

En dos ocasiones, el sonido de sus voces y el resplandor repentino de las ventanas de sus dormitorios interrumpieron al asaltante y lo asustaron, obligándolo a marcharse. En cada una de ellas, el asesino volvió a buscarla para apuñalarla de nuevo. Ni una sola persona llamó a la policía durante la agresión. Un testigo avisó por teléfono a la policía cuando la mujer ya había fallecido.

La supuesta apatía de los testigos escandalizó a la ciudad. ¿Por qué no intervino nadie?

Aunque con posterioridad muchos de los detalles del artículo fueron puestos en entredicho, la noticia despertó el interés de dos psicólogos, Bibb Latané y John Darley. Se preguntaron si los periodistas habían interpretado el problema al revés. Lo sorprendente no había sido que nadie hubiera intervenido a pesar de la gran cantidad de testigos. Al contrario, quizá nadie había auxiliado a la víctima porque había demasiados espectadores.

Los especialistas dedicaron los años siguientes a validar su hipótesis. Me detendré en sus resultados en el «Sesgo 24», pero baste decir por ahora que demostraron que, cuantas más sean las personas a las que vaya destinada una petición de ayuda, menos probable será que un individuo en particular se decida a intervenir. A esta difusión de la responsabilidad la bautizaron con el nombre de «efecto espectador», aunque a veces se la llama todavía el «síndrome Genovese».

Un uso práctico

Me pareció que esos hallazgos guardaban relación con un problema que estaba tratando de resolver. En esa época trabajaba como planificador de medios, y uno de mis clientes era el servicio público de salud del Reino Unido y su campaña de captación de donantes de sangre. Cada cierto tiempo, la institución hacía llamamientos por todo el país en los que avisaba de la escasez de las reservas de sangre en los hospitales. Sin embargo, esas campañas no habían generado las donaciones esperadas. Si los psicólogos estaban en lo cierto, esos llamamientos a la población general eran víctimas del efecto espectador.

¿Quizá sería más efectivo hacer llamamientos específicos?

Por fortuna, el equipo creativo de la agencia que trabajaba en la campaña estaba abierto a recibir sugerencias. Bajo la batuta de Charlie Snow, el equipo aceptó probar con un texto creativo para medios digitales adaptado regionalmente. Es decir, los anuncios, en lugar afirmar algo así como: «Los bancos de sangre en el Reino Unido están bajo mínimos. Colabora, por favor», se adaptarían de la siguiente forma: «Los bancos de sangre están bajo mínimos en Basildon (o Brentwood, o Birmingham). Colabora, por favor».

Los resultados de la campaña llegaron dos semanas después. Se constató un 10 % de mejora en el coste por donación. La mera aplicación de un sesgo descubierto hacía más de cuarenta años había mejorado una campaña publicitaria actual.

Fue una revelación para mí.

Yo había terminado mis estudios en la Universidad de Oxford unos seis años antes y, desde entonces, había prescindido del mundo académico pues presumía que no tenía relevancia alguna en el despiadado mundo de la publicidad comercial. Craso error. ¿Qué podía ser más relevante para la publicidad –cuyo objetivo es cambiar las decisiones de los consumidores– que un estudio de los fundamentos de la toma de decisiones?

En palabras de Rory Sutherland, vicepresidente del grupo Ogilvy & Mather:

Esta disciplina nos ofrece un vínculo intelectual muy sólido entre comprender la naturaleza humana y saber cómo ganar dinero.

Del mismo modo que no confiarías en un médico sin nociones de fisiología o en un ingeniero que no supiera nada de física, mi experiencia durante los últimos doce años me indica que es una temeridad trabajar con un publicista que no sepa nada de las ciencias de la conducta.

Uno de los descubrimientos más importantes que he hecho en este tiempo es la gran variedad de sesgos que se estudian en esta área del saber. Las ciencias de la conducta no se fundamentan en una sola y gran teoría. En su lugar, lo que tenemos es una amplia variedad de sesgos.

Son dos las ventajas que se derivan de ello. En primer lugar, sea cual sea el brief publicitario al que te enfrentes, es muy posible que exista un sesgo conductual que puedas aprovechar. En segundo lugar, ello nos salva del peligro de adaptar nuestros encargos a un repertorio previo de soluciones, en lugar de a la inversa.

Respuestas sólidas y pertinentes

Las ciencias de la conducta brindan respuestas a muchos rompecabezas publicitarios. Sin embargo, más allá de que su empleo sea pertinente en este ámbito, lo importante es que tales respuestas son sólidas. Este campo de investigación se basa en los experimentos de algunos de los científicos más reputados de la actualidad: premios Nobel como Kahneman, Herbert Simon y Robert Shiller.

Este saber, que se fundamenta en datos experimentales, contrasta con muchas de las teorías empleadas en el marketing, que se basan en datos circunstanciales o en tradiciones. Byron Sharp, profesor de ciencia del marketing en la Universidad de Australia Meridional, se ha mostrado muy crítico con el hecho de que los publicistas se apoyen en suposiciones no verificadas, comparándolo a la práctica medieval de la sangría, que rehuía el enfoque experimental:

El estudio del marketing es una disciplina tan joven que pecaríamos de arrogancia si creyéramos saberlo todo o incluso si considerásemos que conocemos su funcionamiento más básico. Podemos trazar una analogía con la práctica médica. Durante siglos, esta noble profesión atrajo a algunas de las mentes más preclaras de la sociedad, quienes por lo general recibían una formación mucho mejor que la de otros profesionales. Sin embargo, durante dos mil quinientos años esos expertos enseñaron y practicaron la sangría de forma entusiasta y generalizada (una «cura» normalmente ineficaz y a menudo letal para el paciente). Solo muy recientemente, hace unos ochenta años, los profesionales sanitarios empezaron a hacer justo lo contrario y en la actualidad las transfusiones de sangre salvan un gran número de vidas todos los días. Los responsables de marketing operan un poco como los médicos medievales, ya que basan sus prácticas en datos circunstanciales y explicaciones míticas.

Como las ciencias de la conducta se basan en la experimentación, no tienes por qué aceptar sus descubrimientos como un simple acto de fe. Los métodos empleados para corroborar cada sesgo están disponibles para quien lo desee, y puedes reproducirlos para cerciorarte de que funcionarán bien con tu marca.

He dedicado los últimos doce años a poner a prueba los sesgos descubiertos para averiguar de qué forma las marcas pueden sacarles el máximo partido. Lo que me propongo con este libro es presentarte los resultados de todos los experimentos que he llevado a cabo.

Una ventaja competitiva

Pese a que las ciencias de la conducta son sólidas y pertinentes para el ámbito que nos ocupa, sus resultados suelen emplearse de forma errática en el marketing.

Tomemos, por ejemplo, el efecto placebo. Lo que se descubrió fue que un medicamento, aunque no contuviera sustancias activas, tenía más probabilidades de funcionar bien si los pacientes confiaban en que lo hiciera. Uno de los aspectos más interesantes de los placebos es que pequeños detalles aparentemente anecdóticos, como por ejemplo el tamaño, el precio, el sabor o incluso el color de la pastilla, pueden ampliar en gran medida la magnitud de sus efectos.

Anton de Craen, epidemiólogo clínico de la Universidad de Ámsterdam, efectuó una revisión sistemática de doce estudios y descubrió que los analgésicos de color rojo normalmente eran más efectivos que los azules. Ello obedece a las connotaciones culturales de cada color; mientras que el rojo sugiere fuerza y potencia, el azul nos evoca imágenes tranquilizadoras del mar o del cielo. En el caso de un analgésico, la fuerza es más importante que la tranquilidad.

Los analgésicos son un mercado de elevado valor. Según datos de Euromonitor, en el Reino Unido se gastaron más de setecientos millones de euros en estas sustancias durante el año 2016. Sin embargo, muchos analgésicos no consiguen sacar el máximo partido del efecto placebo. De las siete cajetillas que compré en una serie de visitas a una farmacia Boots, solo una contenía píldoras rojas. Menudo desperdicio. ¿Por qué tantas marcas desaprovechan esta fenómeno cuando un pequeño retoque en el diseño podría mejorar el rendimiento de su producto?

Si los descubrimientos de las ciencias de la conducta se quedan a veces en el tintero, ello se debe, en parte, a que los publicistas suelen preguntar directamente a los consumidores por sus motivaciones. Parece un enfoque bastante lógico. Sin embargo, parte de la premisa de que las afirmaciones de los consumidores se compadecen con sus actos. Por desgracia, como veremos a lo largo de este libro, esto no suele ser así. En palabras de Jonathan Haidt, profesor de psicología en la Universidad de Nueva York, el cerebro consciente piensa que es el Despacho Oval de la Casa Blanca cuando en realidad no es más que la sala de prensa.

Pocos consumidores confesarían que sería menos probable que ayudaran a un desconocido si hubiera otras personas disponibles a quien se les pidiera lo mismo, o que se les pasaría la jaqueca más deprisa si la pastilla fuera de otro color. Sin embargo, cuando observamos de qué forma se comportan en realidad los consumidores, resulta evidente que estos matices nos afectan.

Prescindir de las ciencias de la conducta es perjudicial para la industria, pero puede beneficiarte a ti. Significa que, si aprovechas sus hallazgos, dispondrás de una ventaja competitiva. Revisemos ahora algunas de estas lecciones.

La fábrica de la elección

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