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1 YO SOY LO QUE NO COMO

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Estamos en la pastelería Martesana, en la calle Paolo Sarpi, una de las mejores de Milán. Tom y yo estamos tomando un té. El de mi amigo es sin azúcar. Yo me he pedido un pastelillo a la crema de limón; él, una galleta integral, pues dice que los azúcares le sientan mal y que el limón le provoca acidez. Probably, añade, es alérgico a las vainas de vainilla. Tras charlar un poco sobre los viejos tiempos, le digo:

—No se puede ser «probablemente» alérgico: o lo eres, o no lo eres.

—Eso no es cierto. Me hice una prueba que mide el nivel de las lgE, las inmunoglobulinas, y el mío es medio. Así que es posible que llegue a serlo, y, ante la duda, prefiero evitar la vainilla.

Al oír su afirmación se me escapa una sonrisa.

—Puedes pensar lo que quieras —me espeta él—, pero, para una persona como tú, que comes prácticamente de todo, es fácil tomarla con nosotros, esclavos de nuestras limitaciones alimentarias; nosotros, que hemos perdido, como tú dices, el placer de la mesa.

—Hoy estás con ganas de discutir. Te apetece buscarme las cosquillas. Pues siento tener que contradecirte: vosotros no habéis perdido el placer de la mesa por culpa de una alergia o intolerancia, sino porque estas limitaciones se han convertido en vuestra obsesión. Obviamente, no me refiero a quienes tienen verdaderos problemas de salud, siento un gran respeto por ellos. Me refiero a los que se muestran cautos y desconfiados con respecto a la comida cada vez que se sientan a la mesa… Me provocan cierta irritación. Solo es eso. Sin ir más lejos, yo también sufro una ligera intolerancia al sésamo. Además, individualmente, los comprendo y los escucho. Pero les temo cuando se convierten en masa. Cuando se transforman en multitud, es decir, en un variopinto conjunto de personas que marchan tras una bandera y no pierden ocasión de hacer proselitismo y de hablar sin parar de sus trastornos alimentarios. Eso es lo que nos angustia. Y digo «nos» porque no estoy sola en mi batalla. Es más, la mía no puede definirse como batalla, sería más exacto llamarla «intolerancia».

—Lo que más me fastidia es cómo usas el «de verdad». Perdona, pero ¿quién eres tú para establecer si una persona es como es por naturaleza o por factores externos? Y en vista de que te has erigido en paladín contra la Multitud, ¿quieres explicarme exactamente quién la forma? —dice Tom.

—En contra, no. En contra, nunca. Pero quiero ejercer los derechos del omnívoro libre a la hora de escoger de vez en cuando qué quiere comer, o al menos eso intento. Permíteme que desenmascare a todas esas personas que, sin síntomas reales, se autodiagnostican una intolerancia: conozco a muchas así. Se regodean en sus lamentaciones. Giovanna, por ejemplo, dice que es alérgica a la lactosa cuando está en la mesa con los amigos, pero yo la he visto comerse un cucurucho por la calle. Y Luigi sostiene que tiene intolerancia al ajo, pero nunca se ha quejado de mi pesto a la genovesa: puede que lo que sucede es que no digiere el ajo, pero prefiere decir que no lo tolera.

—¿Y qué hacemos con todos los really intolerantes, los alérgicos, los celiacos, los veganos convencidos? ¿Los arrojamos al mar? A lo mejor, lo que tú consideras una multitud vociferante y agresiva son personas que tienen una nueva conciencia alimentaria, que sufren problemas de salud o, simplemente, que han hecho una elección —replica Tom, pero sin acritud.

—Verás, yo no estoy diciendo que todos sean unos impostores o unos enfermos imaginarios, y creo que muchas de las tesis de los vegetarianos y los veganos pueden compartirse. Solo soy contraria a los fundamentalismos. Simplemente, estoy afirmando que comer junto a estas personas puede resultar tedioso y nada relajante: nos cuentan sus problemas. Incluso en sus detalles poco agradables, nos aterrorizan lanzando profecías sobre la vida de enfermos y la muerte prematura que sufriremos. Y, lo más importante: quieren granjearse adeptos. Su mera presencia es un elemento que provoca ansiedad. Eso es todo. Ahí está el problema: yo no pongo en duda la buena fe de los «enfermos de verdad», sino la actitud de los otros. Lo que hace que se me indigesten las comidas es el número cada vez mayor de comensales problemáticos de todo tipo. Y en cuanto a lo de la Multitud, no olvidemos el bombardeo de noticias contradictorias que no hacen sino aumentar la confusión —digo convencida.

—Pero ¿no habéis sido los italianos quienes habéis convertido la mesa en un momento clave del día? Estáis allí durante horas, saboreando, bebiendo, charlando, seduciendo, discutiendo, flirteando y haciendo negocios. Aunque soy de origen italiano, hace años que perdí tal costumbre. Me consta que mis amigos norteamericanos adoran vuestra forma de prolongar las comidas hasta el infinito, como si no hubiera nada más que hacer en la vida. Mientras ellos comen ante el frigorífico o el televisor. Toda esa Multitud vociferante que a mí no me parece tan extensa. En cualquier caso, solo se trata de personas más conscientes —remata Tom, satisfecho de haberme pillado en falta.

—Precisamente por ese motivo, Tom, sufro al ver nuestros magníficos y lentos rituales mediterráneos arruinados por la Multitud. Quiero seguir, si me apetece, quedándome en la mesa con el café y la copa hasta que oscurezca. Somos los maestros de la cordialidad. Y, además, esas costumbres también eran las tuyas, si no me equivoco. Tal como lo hacíamos veinte años atrás, ¿recuerdas cuánto nos divertíamos? —le digo.

—Éramos más tranquilos, completamente ignorantes. También más sanos e inconscientes respecto de la mayor parte de los temas relacionados con la comida y la alimentación —responde Tom.

—Puede, pero perder toda la diversión me parece un duro precio que pagar a cambio del conocimiento. Eso sin contar con que son precisamente esas informaciones contradictorias que nos bombardean en todos los frentes las que nos estresan a la hora de comer. Y la Multitud se nutre de tales informaciones. En lugar de usarlas con sentido común, las transforma en paradojas o en verdades reveladas. He decidido escribir este libro precisamente para defender las costumbres de los italianos en la mesa. Pero no creo en absoluto que seamos los únicos en sufrir la prepotencia de la Multitud, algo que me confirman muchos colegas extranjeros. Y, en cierto sentido, tú también lo haces —le digo en tono conciliador.

—Puede que tenga las ideas un poco confusas, pero sé lo que es bueno para mí y lo que debo evitar.

—Qué suerte la tuya. Yo no tengo tales certezas. Entretanto, por favor, ¿podrías dejar de mirarme con esa cara de asco mientras me como mi pastelito?

De regreso a casa vuelvo a pensar en nuestra conversación y en el método que me había propuesto seguir. El conocimiento de los hechos es una premisa indispensable para sostener una discusión. Así pues, para moverme con soltura entre la Multitud tenía que estar bien informada. Saber cómo están las cosas disminuía la incomodidad que provoca el comensal problemático. Por ejemplo, ¿sé cuál es la diferencia real entre intolerancia y alergia? ¿Qué es la ortorexia? ¿Cuáles son las últimas investigaciones en el campo de los superalimentos? ¿Y qué quieren realmente los veganos? Así pues, he hablado con médicos, nutricionistas y psicólogos que me han respondido directamente o que me han señalado las fuentes más autorizadas. Mi premisa era: «Explícamelo como si tuviera seis años», y funcionó. Pero ¿quiénes componen la Multitud, esa gente que podríamos considerar los condenados de nuestro infierno alimentario?

Los nuevos Omnívoros

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