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APERITIVO A LA ITALIANA

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Hace una semana llegó mi amigo Tom, pero ha estado prácticamente desaparecido, salvo por un par de llamadas y algunos mensajes para ponernos al día. Hasta que una noche me invita a salir con él y sus amigos, algunos nuevos; otros, reencontrados. Acepto encantada, tengo ganas de curiosear un poco en su mundo. Si lo he entendido bien, el programa incluye la peor versión de esos aperitivos a la italiana reforzados con mucha comida y que están en boga desde hace algún tiempo, a los que hay quien sigue obstinándose en llamar «apericena». No tengo nada en contra del aperitivo de calidad y mesurado, pero en Milán la ocasión suele convertirse en una comilona a base de pésimos alimentos. En su forma elemental, consta de: patatas fritas rancias, aceitunas saladísimas y cacahuetes hiperbacterianos. Un ritual difundidísimo en el norte de Italia y que se vuelve menos habitual a medida que se desciende por la península.

Conmigo vendrá Laura, una chica de Bolzano con la que estoy llevando a cabo un proyecto fotográfico: desconozco sus hábitos alimentarios, pero es sociable y curiosa. Y está delgadísima. Tom y sus amigos han elegido un ruidoso y abarrotado local que da al parque Sempione, con mesas al aire libre y música. La idea es pasar allí la velada. La mayoría de los bares donde se toman buenos cócteles y te sirven platos interesantes son sitios «pijos», así que los han descartado. Finalmente, han optado por este local porque, según ellos, ofrece una amplia oferta de bocaditos: desde la clásica y tranquilizadora rodaja de salchichón hasta propuestas de estilo oriental, pues el lugar se encuentra cerca de Chinatown.

Formamos un buen grupo de comensales. En este local, la cosa funciona así: uno se levanta, se dirige a la larga barra abarrotada de comida que circunda el bar, se llena los platos de todas esas delicias y vuelve a la mesa. Me he prometido a mí misma que no discutiría, que aparcaría mi sentido hipercrítico, fruto de la deformación profesional. En realidad, me disgusta amontonar distintos alimentos en un minúsculo platito, me fastidia ver que el borde de las hojas de lechuga empieza a oscurecerse. Pero he decidido omitir cualquier juicio, así que me pongo en modo «escucha activa».

Tom llega sonriente, lleva puesta una gorra de un equipo de baloncesto y sostiene un libro que después descubriré que es un regalo para mí. Lo acompaña un grupito heterogéneo: Anna, una joven bióloga oculta tras una masa de pelo color óxido y unas gafas con una inmensa montura de carey; Luigi, un músico sesentón vestido de forma excéntrica; y Paul, un amigo americano que trabaja en Milán. Tras unos treinta minutos de presentaciones y un cóctel, ya hemos roto el hielo. Es como si nos conociésemos de toda la vida.

He aquí una breve síntesis de la conversación. Así fue la cosa aquella noche.

—Aparte de esta montaña de porquerías, ¿hay algo comestible? Quiero decir, ¿no hay comida de verdad? —pregunta Anna, provocativa.

—Un montón de embutidos. Pero ¿quién come hoy en día tal cantidad de cerdo? Así estáis todos, so fat —responde Paul.

Todas las mujeres, a coro:

—Gracias, majo.

—¿Crees que tendrán verdura cruda, como la llamáis vosotros? —pregunta Paul.

—Ensalada de verduras —dice Laura—. Sí, pero también te traen aceite y varios tipos de aliños hipercalóricos. No quisiera ponerme pesada, pero estoy a dieta. Y otra cosa, ¿de qué será el aceite, de oliva italiana o española? ¿Será de mezcla o de monocultivo? Y los panecillos, ¿por qué llevan esas semillas rojizas por encima? Yo soy alérgica.

—¿A qué? ¿Al sésamo? —pregunta Luigi.

—No, al color rojo —responde Laura—. Es por un trauma infantil.

—Disculpe, ¿podría ver la etiqueta, quiero decir, la botella del aceite de ese bol? ¿Sabe?, presentado así, no podemos averiguar de dónde procede —le dice Paul al camarero, que se marcha algo molesto.

Luigi, mientras se atiborra de pinchitos de salchichas Würstel, exclama:

—¿Qué narices os pasa? A mí me parece que todo está buenísimo.

—Dime que no es una alucinación, que estoy viendo a alguien comiendo würstel —dice Tom.

Luigi, mirando a su alrededor, exclama estupefacto:

—¿Está hablando de mí?

—En efecto —dice Laura—, las würstel son el contenedor de toda clase de desechos alimentarios del cerdo. Un poco como el cubito de caldo o los quesitos fundidos. ¿Qué crees que hay en el interior?

—Ni lo sé, ni quiero saberlo —responde Luigi—. He llegado a mi venerable edad comiendo de todo, incluida comida basura. Y aquí me tienes.

—Aunque comas carne habitualmente, evita las würstel, solo digo que son terribles. Son tan… tan unhealthy

Laura, primero se dirige a nosotros, y a continuación a un pobre camarero:

—¿Vais a hacer otra ronda? ¿Es que aquí no tienen una carta de vinos naturales? No se lo he pedido biológico, le he dicho natural. El natural está por encima del biológico.

—¿Natural y con gas? —dice Anna—. Burbujas, no, gracias. Reflujo gástrico.

—El pan blanco me hincha —apunta Laura—. Disculpe, ¿tienen algo elaborado con trigo antiguo…, o con integral, aunque sea?

—Yo preferiría algo sin gluten —dice Paul.

—¿Por qué? ¿Eres celiaco? —pregunta Tom.

—No, pero me siento mejor si no consumo gluten.

—¿Qué haces, Luigi, también comes salmón? —pregunta Laura.

—¿No sabes que es una porquería? —apunta Tom.

—¿Por qué una porquería, acaso no es bueno para la salud? Contiene omega 3 —responde Luigi.

—Dejemos aparte el hecho de que está saladísimo y provoca retención hídrica —dice Anna—. El salmón salvaje cuesta un ojo de la cara, seguro que este es de vivero, y los salmones de vivero, por lo general, crecen entre sus propias heces, porque los criadores los tienen hacinados en poco espacio sin cambiarles el agua. Lo vi en Netflix.

—Anna, por favor, ¿quieres arruinarme la fiesta? —interviene Laura—. Y, además, no tenéis por qué creeros todas las estupideces que oís. En fin, si no hay vino natural, ni tampoco bio, tráigame una cerveza artesana trapense o un zumo de remolacha.

—¿Es que preferimos vivir en la ignorancia? —pregunta Tom—. Ok, comemos de todo sin un mínimo de conciencia. Yo, por ejemplo, nunca comería pollo con salsa agridulce, Laura. No quiero arruinarte la fiesta, pero, si supieras cómo los crían, no querrías probar ni un trocito.

—Yo he tomado gambas, están al fondo a la derecha, pero ya casi se habían terminado —dice Anna.

—Ya. Están prácticamente en vías de extinción. Pesca intensiva —apunta Tom.

—Mi mojito está un poco amargo —dice Luigi—. ¿Me pasas el azúcar de caña?

—¿Estás loco? Es asqueroso —le reprende Laura.

—¿Por qué? ¿Queréis dejarme en paz? —pregunta Luigi.

—¿No sabes que el azúcar de caña lo refinan con carbón animal?

—¿Qué?

—Carbón animal, ¿comprendes? —añade Anna.

—Hablando claro, lo obtienen de huesos de bovinos —dice Tom.

—Entonces, si los peces están en vías de extinción, el salmón sabe a caca, la ternera ha muerto infeliz, el vino está contaminado, la verdura es pura química, el azúcar está envenenado, el cerdo es cancerígeno, el pollo es infecto, la mantequilla mata, la grasa se deposita en las caderas, el gluten inflama el colon, con los huevos puedo pillar la salmonela…, dime tú qué puedo comer —dice Luigi.

—Ya —añado yo, desconsolada.

—¡Basta, es la última vez que salgo con vosotros! Yo solo quería pasar una velada tranquila, y ahora volveré a casa con un gran sentimiento de culpa y más estresado que antes —dice Luigi.

Y entonces, un coro de voces, riendo entre dientes, le dice:

—Vamos, Luigi, relájate, no volveremos a hacerlo.

Ha oscurecido, pero seguimos bebiendo y charlando, evitando hablar de comida. En un momento dado, Tom se me acerca y me da el regalo que me ha traído. Es un recetario. En la cubierta destaca el título: The No Meat Ahtlete Cookbook.

Sí, había llegado el momento de escribir un libro.

Los nuevos Omnívoros

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