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3 ¿ALÉRGICOS O INTOLERANTES?

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Recuerdo que cuando era niña tenía una compañera de pupitre alérgica al polen; se pasaba toda la primavera estornudando y con los ojos llorosos. Mi primo descubrió a los trece años que era alérgico a las picaduras de las avispas, y desde aquel día le aterrorizan estos insectos, por lo que ha renunciado a nuestras excursiones campestres. Clara solo necesita practicar un poco de deporte, pero se ha convencido de que es alérgica al gluten, a los lácticos, a las gramíneas, al polvo, al oro, a la penicilina y al níquel. De unos años a esta parte, resulta mucho más frecuente encontrar a personas con alergias alimentarias.

Las sustancias más comunes que provocan una reacción de hipersensibilidad, llamadas alérgenos, se encuentran en los siguientes alimentos: sésamo, cacahuetes, papaya, huevos, fruta seca y salmón. Clemens Peter von Pirquet, el pediatra austriaco célebre por sus contribuciones en el campo de la inmunología y la bacteriología, acuñó el término «alergia» a comienzos del siglo XX, y desde entonces la ciencia ha hecho muchos descubrimientos en este campo.

En la actualidad, sabemos cómo se produce este fenómeno, pero no por qué. Siguen existiendo muchas zonas de sombra en torno a sus causas. Las alergias son selectivas: solo algunas personas las sufren y solo ciertas sustancias son alérgenos. A veces, las personas desarrollan alergias a una edad relativamente avanzada; otras, en cambio, comprueban como las alergias que sufrían de pequeños desaparecen (es mi caso). Puede que mi compañera de pupitre ya no sea alérgica al polen, pero conozco a una decena de personas con las que comía alegremente de todo y que ahora han convertido la comida en una sesión de tortura. ¿Por qué? Partamos de la explicación que ofrece la medicina tradicional.

La alergia es una reacción excesiva del sistema inmunitario frente a sustancias que, en realidad, son inocuas. El cuerpo se defiende porque las reconoce como nocivas. Estas patologías tienen una componente genética (predisposición) y una ambiental. Se estima que, solo en Estados Unidos, dieciocho millones de personas sufren rinitis alérgica, y que las alergias alimentarias en Europa afectan a entre once y veinticinco millones de personas. Una de las explicaciones que da la ciencia es que el equilibrio entre el ser humano y la naturaleza se ha resquebrajado. Según el profesor Giannasttasio, autor del libro Allergie e intolleranze alimentari, el continuo aumento de individuos que acusan trastornos de este tipo puede deberse al hecho de que la vida moderna de hoy en día nos expone al contacto con una infinidad de sustancias químicas —a través de la comida, el agua y el aire que respiramos— potencialmente perjudiciales, es decir, que aumentan la sensibilización del sistema inmunitario.

Llegada a este punto, voy a casa de un amigo, el médico nutricionista Nicola Sorrentino, para comprender mejor la diferencia entre alergia e intolerancia.

«La diferencia fundamental radica en el hecho de que la alergia es una reacción propia del sistema inmunitario, mientras que la intolerancia es una reacción del organismo cuando falta la enzima capaz de digerir un determinado alimento», me explica. Así pues, si soy alérgica al sésamo, basta una sola semilla para que mi cuerpo reaccione violentamente, pero si soy intolerante y como una pequeña cantidad, no pasa nada. Y si soy intolerante a una sustancia, por ejemplo, a la lactosa, como sucede a menudo, significa que me falta la lactasa, la enzima que me permitiría disfrutar de mi capuchino.

Pero, diferencias aparte, ¿qué tienen en común estas reacciones del cuerpo? Los síntomas. La primera señal de alarma es el prurito, o bien una irritación cutánea, urticaria, asma, rinitis, conjuntivitis. Otros síntomas comprenden: dolores abdominales, diarrea, náuseas, hinchazón de estómago. Las manifestaciones alérgicas pueden desembocar también en problemas respiratorios y cardiorrespiratorios, hasta la forma más grave del shock anafiláctico. La confusión nace de que los síntomas son similares, si bien los de la intolerancia pueden manifestarse al cabo de unas horas, y por eso algunos médicos hablan de «seudoalergias», con lo cual aún se crea mayor confusión.

Así pues, hay algunos alimentos diabólicos (aunque solo para los intolerantes) como el tomate, el chocolate, las fresas, los crustáceos, los moluscos y el pescado en lata, que son ricos en histamina o histaminoliberadores; es decir, alimentos que estimulan en nuestro organismo la producción de histamina y pueden desencadenar reacciones más fácilmente.

¿Cómo se soluciona la alergia? Con la denominada «dieta de exclusión», esto es, no volviendo a probar ese alimento. ¿Cómo se soluciona la intolerancia? Tomando dicho alimento en pequeñas cantidades, o eliminándolo por completo durante breves periodos, para restablecer la carga enzimática para digerirlo. Obviamente, estas dos terapias no tienen en cuenta los posibles orígenes psicosomáticos de las alergias. No quiero alargarme sobre el tema porque no soy médico, pero estas simples nociones bastan para sostener una conversación sobre el tema sin pasar por incompetentes. En conclusión, no puedo decir que siento intolerancia a los intolerantes y a los alérgicos, solo puedo mostrar mi perplejidad ante esas personas que por el hecho de serlo se sienten gravemente enfermas. Siento intolerancia, y también un poco de curiosidad, ante quienes —causas médicas aparte— se autodiagnostican enfermedades inexistentes.

Uno de los motivos por los que han aumentado los trastornos alimentarios, y en especial las intolerancias, puede reconducirnos a las nuevas fronteras que han abierto los estudios de microbiología. En su libro La dieta del intestino inteligente, Michael J. Mosley —médico y periodista científico— lo explica bien. El microbioma es el conjunto de organismos presentes en el interior de nuestro intestino. Hoy en día, por desgracia, se está convirtiendo en cosa de una moda, incluso lo reconoce el propio autor cuando admite que los microbios en cuestión, largamente ignorados, actualmente gozan de una popularidad excesiva. Si cambia el tiempo, o si le respondes mal a tu jefe, es posible que alguien te diga: «La culpa es del microbioma». En cualquier caso, más allá de las modas, las investigaciones demuestran que somos un 50 % bacterias, y el otro 50 %, humanos. Según el autor, estas bacterias influyen en el metabolismo, y también en el sistema inmunitario y en el humor.

Naturalmente, hay bacterias buenas y bacterias malas; las buenas ya llevan tiempo en peligro, exterminadas por mamás higienistas y obsesivas, ambientes asépticos y hábitos alimentarios erróneos. Un microbioma empobrecido conduce a un aumento de la obesidad, a las alergias y a las intolerancias. Nuestra carga bacteriana se forma en los primeros dos años de vida. Se ve muy influida por el nacimiento: quien nace mediante cesárea no disfruta del mismo patrimonio bacteriano que quien ha nacido por parto natural y es amamantado regularmente. Según Mosley, «los niños nacidos mediante cesárea tienen más probabilidades de desarrollar alergias cuando sean adultos». ¿Cómo defenderse? He aquí un par de consejos de los estudiosos para mejorar nuestro microbioma —que posiblemente asusten a muchos—. Primero: evitar en la medida de lo posible los antibióticos, sabiendo que no solo los consumimos directamente, sino también a través de la carne y el pescado. Segundo: ensuciarse las manos, arreglando el jardín o acariciando un animal todos los días, por ejemplo.

Entre las otras teorías referentes al aumento de los trastornos ligados a la alimentación, también está la tesis conocida como hygiene hypothesis (hipótesis de la higiene), que puede sintetizarse en el siguiente concepto: enfermamos más de la cuenta porque vamos demasiado limpios. Los ambientes en los que vivimos están excesivamente esterilizados; en consecuencia, nuestro sistema inmunitario, al no tener que combatir las grandes epidemias del pasado, se contenta con rechazar el polen o el gluten. Cuán lejana queda la imagen de un niño escarbando feliz en un corral junto con perros, gatos y gallinas. En mi opinión, esta tesis parece un poco forzada. La medicina ha tardado siglos en derrotar muchas enfermedades, y es un sinsentido no reconocerlo. Resulta mucho más plausible decir que el abuso de antibióticos, las toallitas húmedas usadas con profusión y una dieta basada en alimentos preparados han empobrecido nuestros microbios intestinales buenos, aquellos que nos habían acompañado durante millones de años. Mosley lo sintetiza así: «En ausencia de bacterias buenas —a las que él llama “viejas amigas”—, el sistema inmunitario se vuelve hiperactivo y el riesgo de alergias aumenta».

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