Читать книгу Los nuevos Omnívoros - Roberta Schira - Страница 7

1 BASTA DE TERRORISMO ALIMENTARIO

Оглавление

Tom llegará a Milán desde Miami en el vuelo AA206. Eso me dijo por teléfono la semana pasada. Miro el panel, no hay retrasos, y me pregunto si lo reconoceré. Fui compañera de su hermana en la universidad, estudiábamos juntas en la terraza para los exámenes de verano; él era unos diez años más pequeño y siempre andaba dando vueltas a nuestro alrededor. Volví a verlo mucho tiempo después, ya con unos cuarenta años, cuando una diferencia de una década ya no resulta tan abismal. Durante algún tiempo, frecuentamos el mismo círculo de amistades. Ahora ya era un adulto e iba de aquí para allá por todo Estados Unidos, donde se había establecido. Pero para mí siempre sería el jovencito flaco y larguirucho, con esos grandes rizos oscuros, que se precipitaba en nuestra habitación mientras Anna y yo preparábamos el examen de sociología o de literatura, y nos imploraba que lo ayudásemos con las traducciones de griego. Tom se había convertido en agrónomo y trabajaba recorriendo el mundo; todos decían que haría carrera. Y así ha sido. Ha vivido en muchos países, hasta que lo trasladaron a Florida: allí, primero, formó una familia, y después la disgregó, como sucede tan a menudo. Puede que por ese motivo aceptara el breve traslado a Italia. Necesitaba un pequeño cambio de aires.

Lo veo asomar por la puerta automática de las llegadas. Los rizos han desaparecido y las gafas de montura gruesa hacen que se parezca a un Harry Potter algo crecido. Durante estos años, nunca hemos perdido el contacto; alguna llamada por Skype, algún mensaje en WhatsApp. Nada más hasta que me llamó la semana pasada. Y, a continuación, me telefoneó su hermana, Anna.

Desde Miami, Anna me explica que Tom se quedará unos meses en Italia y que se establecerá en Milán, para participar en una investigación del ámbito agroalimentario.

—Espero que os hagáis un poco de compañía, aunque sé que estás muy ocupada. Llévalo contigo para que viva alguna experiencia gastronómica, lo necesita —dice ella.

—¿Por qué lo dices?

—Hubo un tiempo en que tenía buen apetito. Ahora no sabe si hacerse vegetariano, vegano o crudista. Dice que sufre muchas intolerancias y alergias, pero, en realidad, las pruebas salen negativas. Podríamos decir que va en busca de su «yo alimentario». Podrías comprobarlo tú misma, porque, después de todo, ¿no eres una «psicóloga del gusto»?

Así terminó la llamada. No, no soy psicóloga. Me defino así porque siempre me ha interesado la comida desde el punto de vista del comportamiento humano, de los símbolos, de las ideas y de los rituales. Por tal motivo, después de algún que otro libro, me he ganado esta reputación. A veces me siento culpable, pero me salto sin miramientos los párrafos que empiezan con el título «valores nutricionales». Me interesan poco los números, las calorías, los pesos y las medidas. Sí que entiendo «de gusto».

Será bonito ver a Tom, me digo, y al fin lo localizo, mientras me saluda semioculto por una gran maleta metalizada: está en forma, aunque puede que demasiado delgado. Lleva el pelo rapado al cero y un gracioso sombrero beis de terciopelo encajado en la cabeza. Aparenta menos edad de la que tiene. Se le nota la mirada inquieta, casi recelosa, y le cuesta mirarme a los ojos. Me abraza y nos dirigimos juntos hacia el coche. Intercambiamos algunas palabras sobre lo que hemos hecho en los últimos tiempos.

—Desde que me separé, Anna está preocupada por mí sin motivo —dice Tom—. Mi hermana me habrá pintado como un psicótico llorón, abandonado por su esposa y con mil y un trastornos alimentarios, ¿no es así? Se preocupa demasiado. Estoy bien, solo pasa que he estado estresado. Quiero alimentarme de forma sana, no creo que eso tenga nada de malo, ¿no? Puede que sea casualidad, pero todo el mundo que está malditamente encantado con la cocina italiana, sufre malditamente de sobrepeso.

—Ya me había olvidado de cómo abusas de los adverbios. Deja que te abrace y relájate, no pensemos en tu hermana. Come lo que quieras y como quieras. Solo has de saber que, si alguna vez necesitas a alguien que te guíe en el rico, contradictorio e hipercalórico mundo de la cocina italiana, aquí me tienes. Y me permito precisar que me incluyo entre quienes según tu definición «sufren malditamente de sobrepeso». En realidad, solo somos personas con algún kilito de más. Por otro lado, en tu familia siempre se ha comido bien. Recuerda que, para los italianos, estar sentados todos juntos a la mesa es más importante que lo que hay en el plato. No me dirás que has renegado de tus orígenes lombardos…

—Haré lo que tú quieras.

—Entonces, repite conmigo: «Juro solemnemente que me acercaré a la comida con un espíritu puro y libre de prejuicios, falsas creencias y autodiagnosis».

—Lo juro —responde sonriente—. Deja que me aclimate y, luego, una de estas noches, salimos. A propósito, ¿en qué bando estás tú? ¿Carne sí o no? ¿Gluten sí o no? ¿Tienes alguna compulsión alimentaria últimamente? —me pregunta Tom como si fuera la cosa más natural del mundo. Y añade—: Ah, ya, me olvidaba de que te dedicas a la food critic.

—De hecho, por mi trabajo, como de todo, pero en mi vida privada me mantengo en un término medio. Estoy buscando una alternativa razonable, una tercera vía, digamos. ¿Sabes que últimamente me estoy concentrando precisamente en este tema? —le digo.

—¿Ah, sí? Pues entonces estaré encantado de profundizar en la materia contigo. Pero tienes que explicármelo mejor —responde Tom.

—¿Has leído El dilema del omnívoro, de Michael Pollan? Sostiene que el hombre, a diferencia de otras especies, puede comer prácticamente de todo, y justo por eso se ve expuesto a infinitas posibilidades de manipulación. Pues bien, partiendo de aquí, quisiera escribir un libro sobre los «nuevos omnívoros». El nuevo omnívoro es consciente pero curioso, carente de restricciones mentales. Es el tipo de comensal que se siente libre de experimentar, de no renunciar a comer todo aquello que le gusta, y que hoy se siente constreñido por quienes han transformado sus propias opciones alimentarias en filosofía de vida. Personas que parecen una minoría, pero que, en realidad, están creciendo como una multitud. Como ves, estoy reflexionando sobre este tema. Y yo también estoy tratando de liberarme de cualquier prejuicio, aunque no resulta fácil. Cuando me siento a una mesa con alguien que no piensa como yo, le digo: «De acuerdo, no somos iguales, pero no me ataques, hablemos de ello». ¿Y tú? —le pregunto con cuidado.

—Yo como de todo y de nada. Hay cosas que me sientan mal, o al menos eso creo, y hay alimentos que me hacen pensar demasiado. Ciertos ingredientes me observan, y por eso no me atrevo a comerlos. Pero ya lo descubrirás por ti misma; en el fondo, yo también estoy buscando mi camino.

Tom no ha podido llegar en un momento más oportuno. Lo que estoy buscando es un camino intermedio entre dos actitudes opuestas. Los catastrofistas ven acercarse el fin del mundo por culpa del cambio climático, de la contaminación, de la pérdida de valores: en pocas palabras, una catástrofe causada por los carnívoros…, un planeta desolado, sin árboles en las llanuras, sin peces en los océanos y con horizontes desérticos. Los guerreros que combaten para evitar este trágico escenario son los fundamentalistas del «no a la carne», los activistas veganos, los ambientalistas agresivos, los antiglobalización del placer de la mesa. No comparto su visión. Por otro lado, tampoco quiero un mundo en desbandada, invadido por el más estúpido de los optimismos, donde todo es lícito, donde vence la lógica del beneficio: una humanidad cruel que no respeta los animales ni el planeta y que discrimina a quienes comen de modo distinto al suyo. Es más, quiero estar en el bando de las personas desorientadas y asustadas por los alarmismos y las falsas noticias sobre la comida. De las víctimas del creciente terrorismo alimentario…

«Pero ¿quiénes son las víctimas de ese terrorismo alimentario?», me preguntará Tom en una de nuestras discusiones unos días después de su llegada.

Las primeras víctimas son aquellos a los que les puede la ansiedad cada vez que comen. Siempre alertas ante cualquier tipo de alergia, intolerancia o antipatía frente a los alimentos, colorantes, aditivos y conservantes. Posiblemente, son partidarios de las terapias naturales. Se despiertan tomando zumo de limón y se acuestan tragando integradores; compran libros de recetas saludables; no sería de extrañar que le hayan declarado la guerra al colesterol, y acuden con frecuencia a las conferencias de gurús de la alimentación, tanto si son médicos como si no, que pontifican sobre una vejez de cuerpo sano y mente lúcida.

Toda esta gente (más allá de la que tiene verdaderos problemas de salud) incurre en un pecado de vanidad. Si existiera un círculo dantesco para esta clase de pecadores, ellos acabarían allí. Tienen la arrogancia de sentirse casi candidatos a la inmortalidad.

Las segundas víctimas somos los omnívoros aparentemente sanos, aunque puede que un poco menos en forma que aquellos que se han convertido a la religión de «la comida hace daño». Los que comemos de todo, los que tomamos algún que otro antiácido, quienes solemos lidiar a diario con nuestro sentimiento de culpa posprandial, con las tallas extragrandes. Los que gozamos con la idea de una buena cena en compañía y que, según delante de qué comensales, nos avergonzamos de pedir carrileras estofadas con puré. Aquellos que solo tenemos intolerancia a los intolerantes, los que nos distanciamos de los fundamentalistas de la salud y quienes, unidos en nombre del «sí a la carne de calidad», no miramos de arriba abajo a los veganos y vegetarianos, como suelen hacer ellos con nosotros. Ahora ya nos sentimos casi distintos, porque amamos la buena comida y sobre todo porque seguimos sintiendo el placer de estar alrededor de una mesa.

Actualmente, es difícil hablar de estas cosas abiertamente, sin arriesgarse a infringir las normas de lo políticamente correcto. No está bien alabar la comida calórica, la mantequilla, el queso fresco, la nata montada, el azúcar blanco y después dar un agradable paseo a buen paso. No se puede decir que todos nos hemos de morir y que diez años de restricciones alimentarias tal vez nos obsequien con un mes extra de vida. Y que, además, durante ese mes podría llover, como afirma Woody Allen en su famosa ocurrencia. No es necesario mostrar intransigencia frente a un comensal intolerante (verdadero o fingido). Y a menudo nos vemos obligados a justificar nuestra propia opción de no ingerir exclusivamente comida saludable.

En realidad, sean cuales sean nuestras opiniones, todos estamos implicados en este conflicto. Por un lado, nos sentimos apremiados por los gourmets (ahora se les llama foodies), las estrellas Michelin, el chef system, la masa madre, la cocina-espectáculo, los sitios web que reúnen exquisiteces made in Italy y nos las ofrecen con un clic. Por el otro lado, por los distintos expertos y nutricionistas que, aterrorizándonos, nos inducen a sospechar de toda clase de alimentos. No resulta fácil orientarse en esta selva de informaciones y tener que decidir cada vez en qué bando estamos. Este es el dilema del omnívoro.

Después de acompañar a Tom al hotel, he comprendido que su llegada no era un incordio, sino una bendición. Me lo ha enviado el destino, me he dicho. Y, además, puede que yo también sea una víctima. ¿Cuántas veces, estando en la mesa, me he sentido incómoda ante determinados argumentos de los vegetarianos…? ¿Y si ellos tuvieran razón? En el fondo, ni siquiera yo estoy convencida de que sea justo comer carne sin prestar atención a su origen. En cualquier caso, será interesante discutirlo con Tom, que está bien informado de estos temas por su trabajo. Aunque seguramente con ello no haré sino aumentar mis dudas. Suele suceder que personas alérgicas o intolerantes te miren como si fueras casi un monstruo, como diciendo: «Tú, que comes cualquier cosa comestible sin problemas, ¿por qué no eres capaz de entenderlo?». Y cuando salió mi libro sobre los menudillos, hubo quien me dijo: «¿Por qué te ocupas de cosas tan repugnantes como las tripas?».

Tal vez con Tom seré capaz de recuperar la alegría de estar en una mesa, cosa que últimamente no he sentido. Y no porque haya disminuido mi entusiasmo culinario, sino porque mis comensales no dejaban de arruinarme la cena con un bombardeo de noticias y recelos alimentarios. ¿Cuántas personas no se han perdido en los meandros de la web, de los telediarios, de los vídeos impactantes, de la ganadería intensiva, de la agresividad contra los veganos y contra los consumidores de carne? Personas desconcertadas por palabras como gluten, biológico, natural, sano, anticancerígeno, ligero, saludable.

Para combatir la ansiedad que genera la comida, el primer paso es saber cómo están realmente las cosas. Y, a continuación, tratar de conocer la verdad acerca de sus ingredientes, aun sabiendo que la ciencia es contradictoria en sí misma, que cada investigación puede desmentir la precedente y ser desmentida por la sucesiva. Y así ha nacido este libro, que habla del terrorismo alimentario, de las modas culinarias y de mi amor por la cocina y por los buenos restaurantes. Pero también de los miedos y las resistencias que suscita la comida, cosa que, en mayor o menor medida, nos afectan un poco a todos. Porque dentro de cada uno de nosotros hay un pequeño Tom que corre el peligro de perder el norte en un mundo de prohibiciones, alarmas, consejos extravagantes, dietas extremas, ansiedades inducidas. Si os apetece seguirme, emprenderemos juntos un viaje al universo de la comida, un recorrido por la reeducación del gusto y el consumo responsable, para reconquistar la libertad de comer bien y el placer de sentarse a la mesa con parientes y amigos.

Los nuevos Omnívoros

Подняться наверх