Читать книгу Por las ramas - Roberto Merino - Страница 10

Оглавление

CANCHAS Y GALLOS

He estado pensando en canchas de fútbol. Yo solía ocupar la del Pedagógico en los dos años en que estudié en ese lugar. Fines de los setenta comienzos de los ochenta. La gente que me interesaba se congregaba o dispersaba en esa cancha, junto a una cerca de madera o por los deslindes del fondo donde el pasto seco crecía lo bastante como para que uno, al tirarse de guata al suelo, desapareciera de la vista de los profesores de cuyas clases nos ausentábamos. Cosas áridas de lingüística, de gramática sincrónica. Parafraseando a Borges, alguien, mientras aspiraba una cola, decía “lo supieron los arduos alumnos de Rabanales”, que éramos nosotros, los porros.

Rabanales era una eminencia, un tipo precedido por la autoría de muchos papers, apostillas, distinciones, publicaciones que para el común de la gente no aportaban más que una carga adicional de palabras. Yo tenía diecisiete años y las revistas académicas me fascinaban cuando las hojeaba con libertad y las detestaba cuando debía estudiarlas y tomarlas en serio. Recuerdo a Rodrigo Lira a la salida del casino alegando indignado por el tipo de investigaciones que aparecían en ellas, según él consagradas a temas como “el censo de las pulgas en el caballo de Pedro de Valdivia”. Otro compañero, J.L. Marré, reclamaba haber entrado a estudiar Literatura y haberse encontrado con Lógica I, Lógica II y Lógica III. El volumen de su voz y el volumen de sus globos oculares crecían proporcionalmente a esta enumeración.

Pero me desvío del tema: las canchas, que introducen en los recintos o en el paisaje la idea de libertad y a la vez las misteriosas huellas de un rito geométrico: esas líneas de cal que parecen trazar la perfección de una idea y que regulan una dinámica totalmente azarosa, la de la pichanga misma, los pases en profundidad, los desbordes por la línea, los contragolpes, los off-side, las “toletoles”.

Una de las alegrías nunca totalmente procesadas de mi vida se dio la tarde en que mi papá me llevó a la cancha del Estadio Nacional vacío. Fue esa clase de alegrías que de tan grandes dejan a los niños tristes, sin aliento. No sé cómo mi papá consiguió que nos dejaran entrar, el hecho es que en un primer momento quedé paralizado, luego corrí hacia el arco norte y me di tres vueltas de carnero. Quedé con manchas verdes de pasto en los bluyines. Y sentado cerca del semicírculo del área grande trataba de dimensionar un gol que fue muy famoso, el de Elson Beiruth contra Unión Española en 1970, un taponazo feroz desde mucha distancia, que la revista Estadio –si no estoy ficcionando la memoria–publicó en una secuencia gráfica.

En fin. No sé por qué me puse a hablar de todo esto. Creo que son las ganas de subirme a un bus interurbano en una tarde nublada y mandarme a cambiar a Viña –el único lugar que se me ocurre para huir de mi entorno– e ir mirando desde la ventana cómo la ciudad se va disgregando en bloques de edificios, campos vacíos, arboledas lejanas y esas canchas de fútbol que aparecen de vez en cuando, donde se alcanza a divisar un partido con árbitro y público, y –dada la velocidad de nuestro desplazamiento– apenas una o dos jugadas, un foul, un tiro libre o un cabezazo intrascendente.

[6 de junio de 2016]

Por las ramas

Подняться наверх