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EL DERECHO A ALETEO

A través de los siglos, los pájaros han sido compañeros inevitables de nuestros pasos terrenales. Generalmente han sido asociados a la imagen del alma, cuando no se les han adjudicado capacidades agoreras. Como la corneja medieval, el tuetué de los mapuches anuncia mala o buena fortuna según largue el canto a la derecha o la izquierda del interesado.

Hay veces en que las criaturas del cielo son recibidas como emisarios del infierno. En el campo, la aparición de cierto pájaro nocturno se entiende como una visita del mismísimo diablo. Para conjurar su abominable proximidad hay que decirle: “Vuelve mañana por un queso”. Cuando Hitchcok filmó Los pájaros le dio forma a un miedo inoculado en la retina humana desde la noche de los tiempos: miedo a las “fuerzas en disolución, pululantes, inquietas, indeterminadas, rotas”, como los avechuchos de la leyenda de Hércules. De ahí la desapacible eficacia de la película.

Hay individuos que se asustan mucho con las palomas, sobre todo cuando se presentan en grupos numerosos. Creen que estos pájaros ocultan pésimas intenciones. Hace poco aparecieron legiones de palomas envenenadas en un sector del Río Mapocho. El Racumin mezclado con pan remojado ha hermanado muchas veces el destino de palomas y de ratones, con quienes se las identifica a menudo (por algo las llaman “ratones con alas”). Sin embargo, hay quienes las recomiendan al horno.

Las pobres palomas –sus patas casi siempre están hechas unas lástimas– no hacen más que tratar de subsistir a su manera, como todo el mundo. Duermen en los fríos intersticios de iglesias y de edificios viejos, y le dan un poco de alegría al mediodía del jubilado en la plaza de Armas. Son rutinarias, puntuales: Clotario Blest recibía –por la mañana y por la tarde– la visita de una bandada en el primer patio de su casa, y Enrique Lihn alimentaba diariamente a una familia de palomas en la ventana de su departamento. Había descubierto una de deplorable conducta: no comía, ocupada en no dejar comer a las demás. Lihn trataba de alejarla a cachetadas.

Aunque se han detectado en la isla Robinson Crusoe y en Chañaral –en estado silvestre– las palomas comunes son sobre todo allegadas de las ciudades, y deambulan con la mayor confianza entre zapatos y automóviles en marcha. Tanto o más urbanos son los gorriones –passer domesticus–, prodigios de adaptación al medio. Es más: los hay específicamente centreros. Con saltos rústicos y veloces se desplazan sobre los adocretos del Paseo Ahumada para disputarse al vuelo las migajas de los barquillos que se desprenden de la boca de la gente. A las parsimoniosas palomas les ganan invariablemente en la competencia cuerpo a cuerpo por una miga de pan duro o un envoltorio de helados. Nadie quiere mucho a los gorriones, pues recuerdan a personas pechadoras y desagradables. Parece que antes de 1904 no existían en Santiago: en esa fecha los trajo Alberto Cousiño, para compensar sus nostalgias parisinas.

A veces los gorriones pagan sus culpas en vida: deporte predilecto de niños malos es amarrarlos de una pata a un hilo largo y encumbrarlos como si fueran volantines. Las palomas también son con frecuencia sacrificadas al ídolo de la crueldad infantil. En una escena de la película El largo viaje –de Patricio Kaulen– se ve a una de estas aves sujeta a una estaca mientras un grupo de pelusones la despaturra a hondazos.

Zorzales, queltehues y tiuques conviven también en el espacio aéreo santiaguino, pero jilgueros, chincoles y picaflores han raleado mucho en el último tiempo. Estos últimos –que los indígenas llamaron pínguedas– son capaces de maravillar a cualquier espíritu bien dispuesto (un poeta británico habló de “the glory of the hurnmingbird”). Aún se dejan ver de vez en cuando en jardines de Ñuñoa o de Las Condes. En ocasiones ejecutan naderías que son verdaderas proezas, como perseguir una gota de agua en su caída, succionándola. En Chile los hubo desde siempre. Alonso de Ovalle –que en sus clasificaciones de pájaros incluía a las mariposas– dice que el cuerpecito del picaflor “será poco más de una almendra”, y que su pico “cuando está cerrado no se diferencia de una aguja de coser”. El padre Rosales, en tanto –que consideraba pájaros a los murciélagos– nos ha dejado inestimables observaciones de las costumbres del picaflor. Escribe en su Historia general, a fines del siglo XVII: “Marchitas ya del todo las flores y en sintiendo las primeras asperezas del invierno, cosa singular: se retira a las concavidades de los árboles y en ellas se sepulta y adormece con tan gran suspensión de los sentidos, que parece muerto”.

El tiuque es una de las pocas aves de rapiña que se aventuran por los borrosos cielos santiaguinos. Su graznido anuncia lluvia, y en los días tormentosos se lo ve dando vueltas en círculo a gran altura, para gran conmoción de las palomas. Antiguamente, se sospechaba que su carne iba a parar a los “sánguches de ave” que se expendían a los viajeros que viajaban a Melipilla. De cualquier modo, se trata de un pajarraco hermoso, de plumas café rojizas y amarillentas y de cola jaspeada. Hace soberanía en casi todo el territorio nacional, y en los campos sigue el desplazamiento de los arados, probablemente a la espera de lombrices o bichos damnificados por la remoción de la tierra. No hay que confundirlo con el traro, especie de halcón no habido en las ciudades, a pesar de que la capitalina calle Santa Elena se llamó alguna vez Callejón del Traro, sepa Dios por qué.

El chuncho o búho es suficientemente conocido por su triste papel en el infortunio humano. Está en todas partes, con enloquecidos ojos insomnes, presto a lanzar su gemido avisador. Uno de los incendios de la Iglesia de la Compañía –anterior al definitivo– se produjo cuando unos colegiales del Instituto Nacional soltaron un chuncho en llamas, que fue a posarse al campanario del templo.

Los benéficos queltehues, por su parte, insisten en establecer sus colonias de nidos en segmentos urbanos, donde quiera encuentren un espacio abierto y ojalá húmedo. Los hay en el costado del Estadio Nacional, en la Escuela de Arte de la Universidad de Chile, en Manquehue con Kennedy y –hasta hace un par de años– en pleno centro, en un eriazo que hubo en Santo Domingo y Teatinos. Criatura eminentemente alharaca, eleva el vuelo y grita hasta desgañitarse cada vez que un extraño se aproxima a sus dominios. Tanto es así que en muchos fundos son aún utilizados como una suerte de timbres vivientes. También atacan a los intrusos con sus espolones, en vuelo rasante. Y otra cosa: en tiempos lluviosos su canto se interpreta como señal de que parará de llover.

Habitantes relativamente recientes de la ciudad son las gaviotas. Llegan remontando el Maipo y luego el Mapocho a merced de las corrientes de aire, en busca de comida y calor. Ahí se las ve, en las cercanías de los inmundos desagües, en la Estación Mapocho y en Pedro de Valdivia Norte, al acecho de cuanta porquería les ofrezcan las aguas mapochinas.

Los chincoles son aves de inclinaciones canoras. Así como en el silbido de la diuca los privilegiados de oído creen escuchar la expresión “tres chauchas y un diez”, en el del chincol descifran “¿ha visto a mi tío Agustín?”. Nobles, pero tímidos, los chincoles han sido corridos por los desafinados gorriones, verdaderos “gurkas” del universo ornitológico.

Con su penachete ornamental, amenizaban mucho las mañanas dominicales de los santiaguinos de antes. Lo mismo los jilgueros: aves domesticables –pueden compartir jaula con los canarios–, de plumaje verdoso y gorjeos melódicos. La inglesa María Graham escuchó cerca de Santiago –por 1822– esta melancólica tonada: Llora el ave su orfandad / mirando a su dueño ausente. / El jilguerillo inocente/llora su cautividad.

Gabriel Lafond de Lurcy, viajero francés que nos visitó algunos años antes que la Graham, asistió a una peculiar cacería a tres leguas de Santiago. De su relato inferimos que por entonces no solo había gran abundancia de torcazas y tórtolas, sino que también de tordos, papagayos verdes y loros. “Estos loros –escribe De Lurcy– tienen la vida muy dura y, cuando se dispara, aquellos que están heridos forman una algarabía de gritos espantosa”. Llama la atención, finalmente, el comportamiento de uno de los cazadores de la partida –un dentista de apellido Carré–: se pasó todo el tiempo recitando epigramas y gastó sus municiones no en disparar, sino en cambiárselas por pájaros a unos huasos de las inmediaciones.

[1997]

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