Читать книгу Por las ramas - Roberto Merino - Страница 13
ОглавлениеPedro Mairal, el escritor argentino, consigna en una de sus crónicas situaciones que producen vergüenza o incomodidad. Una de ellas consiste en despedirse en la calle de alguien con quien se tiene poca confianza y descubrir después que esa persona va en la misma dirección que nosotros.
La vida cotidiana está llena de malos entendidos de esta índole. Me ha pasado encontrarme por casualidad con un tipo del pasado que no ofrece para mí el menor interés, y sin embargo quedo atrapado en una conversación general, evasiva, monótona. Puedo darme cuenta también de que yo mismo soy para mi interlocutor un recuerdo molesto. Y ahí seguimos manteniendo una comunicación espuria sobre las edades de los hijos, últimos trabajos, estado civil y proyectos de cada uno.
En un momento el otro mira el reloj y dice “bueno, viejo, un gusto, me tengo que ir al trabajo”. “Ah, yo también estoy atrasado”, le digo para quedar al mismo nivel. Partimos hacia lados distintos bien apurados. Mi intención es dar una vuelta y volver al lugar a tomar un café en paz. Me quedo viendo unas vitrinas, espero un rato y al volver me doy cuenta de que el individuo ha vuelto también. Ambos fingimos un gesto de sorpresa alegre, intercambiando sonrisas estúpidas.
He contado mil veces que Joaquín Edwards Bello caminaba por el centro de Santiago con la mirada fija en el horizonte. Evitaba hacer contacto visual con los transeúntes para no quedar clavado en la modalidad santiaguina que él llamaba “el encuentro”. El encuentro con conocidos era una trampa merced a la cual quedaba a disposición de todo lo que el otro tuviera que contarle, partiendo por las enfermedades y terminando por la solicitud de algún favor literario o monetario.
No hay peores encuentros que los que se dan en el Metro. Aquí el tedio se refuerza con la angustia de tener que desarrollar una conversación en un vagón ruidoso y sobrepasado en su capacidad. Una digresión: los guardias del Metro ponen mucho celo en impedir que se suban a los carros cantores callejeros. ¿No es acaso mucho más molesta que cualquier canción la changanga de los televisores puestos en todas las estaciones? ¿Por qué se piensa que la gente no resiste un rato de relativo silencio y se le trata de meter en las molleras una publicidad insistente y gritona? ¿Qué es esto, un servicio, una necesidad, un negocio?
He dicho por ahí que he ido perdido con la edad el sentido de la vergüenza. En efecto, hoy me da lo mismo si me tropiezo en la calle o hablar solo en voz alta mientras me desplazo en medio de la población flotante de Providencia. He descubierto además que el mejor conjuro para que no nos hablen los locos es hacerse uno mismo el loco: un par de morisquetas bastan, o un movimiento espasmódico de la cabeza.
La vergüenza la perdí un día específico, hace algunos años: mis hijos eran chicos y les dije que sabía comunicarme con los tiuques que andaban en círculo sobre nosotros. “Haciendo bocina con las manos” lancé unos graznidos hacia las alturas mientras mis hijos se alejaban para que no los vincularan conmigo. Lo de los tiuques en todo caso es un agregado arbitrario, ya que mi amigo Antonio de la Fuente ha descubierto que cada vez que hablo de tiuques estas crónicas suben automáticamente de nivel.
[15 de noviembre de 2016]