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SUEÑOS Y PÁJAROS

Los japoneses han sido sabios al construir en medio de la ciudad esas cámaras para el sueño transitorio de los transeúntes. Es cierto, en todo caso, que esos huecos, por tecnológicos que sean, se parecen demasiado a los nichos de los cementerios, donde el sueño de los usuarios es a perpetuidad.

Se ha dicho que se trata de un síntoma de una vida deshumanizada. Es posible, pero es una solución a un problema específico, en medio de un mundo donde abundan las denuncias y las soluciones escasean.

Por angas o por mangas, en las grandes ciudades no es fácil cumplir con las expectativas del cuerpo y del alma en relación a las horas de sueño. Siempre hay algo: preocupaciones de última hora, camiones de la basura con sus motores en suspensión, sirenas de incendio, el grito de un imbécil, portazos secos en los pasillos acústicos de los edificios. Y está también la vida social: las invitaciones a comidas extensas, en barrios apartados, con tragos y tópicos del estribo excesivamente prolongados.

La siesta, esa institución española que cortaba el día en dos tandas, ha sido severamente erradicada entre nosotros, pero como los ríos que al desbordarse toman sus viejos cauces, su necesidad atávica nos presiona todos los días a esa hora imprecisa y vaciada que se denomina “después de almuerzo”. En la Colonia, según Vicuña Mackenna, a la hora de la siesta solo se veían por las calles de Santiago a los perros “y a los locos ingleses”.

Uno de los pocos enemigos que he vencido en mi vida ha sido el insomnio, después de meses de batallas perdidas. Ahora ni siquiera alcanzo a retener las palabras de Matías del Río en el noticiario de la medianoche: a los dos minutos la realidad televisiva se me transforma en una majamama de sentidos cruzados, sobre cuya superficie empiezan a aflorar como borbotones las imágenes de la memoria remota, y eso es ya, de por sí, el benéfico, anhelado y profundo sueño.

Se sabe igualmente que los japoneses ponen en los árboles de los parques grabaciones de cantos de pájaros, los pájaros que la vida multitudinaria y ruidosa ha correteado. Sin duda es también una solución a un problema específico: una movida que une el pragmatismo a la melancolía.

Quizás estoy atrasado de noticias y las nuevas generaciones de japoneses no tengan idea de lo que estoy hablando. Las conductas de los pájaros son difíciles de adelantar, y además se trata de seres que se adaptan fácilmente a nuevas circunstancias, como esos arrendajos australianos que ahora incluyen en sus cantos imitaciones de alarmas de autos. Hace poco, un taxista me mostró con alegría –mientras estábamos parados en un semáforo– un pájaro movedizo en una vereda de Eliodoro Yáñez. “Es un ñildo”, me dijo, “hace tanto tiempo que no veía uno”.

Basta a veces un estanque artificial para que retornen bandadas de individuos volátiles que se creía extinguidos. Los pájaros pertenecen al más allá y al sueño, tanto como a las alturas del viento y a las polvorientas frondosidades de los parques.

[8 de diciembre de 2015]

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