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PRÓLOGO

De los profesores que me tocaron en la universidad a fines de los años 70, recuerdo con afecto intelectual a aquellos que eran criticados por irse por las ramas. Esto significaba que para ellos era fácil desviarse del tema planteado y luego irse perdiendo en sus ilimitadas conexiones. De esta manera podían, por ejemplo, empezar hablando de Ibsen y terminar con Bernardo O’Higgins.

A mí esa modalidad me mantenía despierto, probablemente porque me producía la sensación de asistir a un proceso de pensamiento, a un ensayo oral. Me daba cuenta de que los elementos que articulan una digresión siempre son impredecibles y a la vez pertinentes.

No estamos hablando de una simple metáfora que opera por analogía. En el caso del pensamiento –y su espejismo, la escritura– la ramificación parece ser una figura estructurante. Hay otras, por cierto, como la visión de túnel o la superposición en la experiencia de categorías distantes en la realidad, pero tengo la impresión de que el impulso literario se articula por extensión como si finalmente todos nuestros esfuerzos estuvieran orientados a develar mapas inminentes.

Entonces, irse por las ramas tiene que ver, en primera instancia, con la digresión, ese modelo que está en el origen del ensayo y de su derivado, la crónica. Pero al margen de estas consideraciones, las ramas mismas, las reales, son también una especie de refugio ideal, un lugar de ocultamiento y observación particularmente propiciado por los niños (justo en esa franja de edad anterior a que el conocimiento del amor les acelere el pulso y el paso por el mundo). Uno no es nadie cuando gasta las horas sumergido en las abovedadas alturas de los árboles. Juega simplemente a estar ahí, como un maestro zen de patio santiaguino. Su propio nombre, su misma cara no son aún motivos de cuestionamiento. Uno es casi un animal a quien a cierta hora llaman a comer o a ducharse.

Ramas prendidas de flores, ramas oxidadas, ramas petrificadas, ramas de plomo en la semiopacidad de unos vitrales, ramas espesas que tamizan la luz del poniente en el Parque Forestal, ramas desmañadas de palmeras frente a mi ventana, ramas del ilang-ilang en la tumba de Rodrigo Lira que es tributario de los ilang-ilang de Cristián Huneeus, ramas de ombúes, de paulonias, de olivos de bohemia, de ceibas, ramas del acer japonicum del viejo Pedagógico, hacia el cual la profesora Olga Lolas nos instaba a avanzar mentalmente para vivir un “encuentro interior”.

Uno de los inventos benéficos del ecoturismo han sido esas pasarelas que –destinadas a la observación de pájaros– se internan en las copas de los árboles y permiten pasear a una altura desacostumbrada. Las hay en Huilo-Huilo y en Dinamarca. En todos los casos restituyen la atávica condición del observador emboscado. Se trata de un tipo de experiencia que une la fantasía infantil a la seriedad epistemológica.

Las crónicas reunidas en este libro son sobre el paisaje tal como puede considerarlo el habitante de las ciudades: como una dimensión de la memoria, de lo segmentado, de lo fronterizo, de lo distante. Muchas veces no hay ni siquiera proximidad real con los paisajes o los animales de los que se habla sino que se los ha tomado de documentales de la televisión. Si a alguien está dedicada esta compilación es al puma Santiago, que perdido en la ciudad hace unos años, tras una cadena de infortunios pudo huir de sus captores y regresar a la cordillera por la ribera del río Mapocho, en dirección opuesta a la de la corriente.

Roberto Merino

Por las ramas

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