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CAPÍTULO 3
ОглавлениеYa es el día.
El tan deseado 3 de diciembre.
El despertador es despiadado, como siempre, pero se lo perdono, la ocasión lo merece. Esta vez no ha hecho falta que Andrea me preste la ropa para la entrevista ya que me he comprado, a muy buen precio, un bonito traje pantalón de color gris medio y una camisa blanca con rayas moradas. Me sienta como un guante. Estoy supernerviosa, más que cuando fui a la primera entrevista. Me monto en el coche de mi amiga —me lo ha vuelto a prestar—, y me dirijo a la tan deseada entrevista. El tráfico es algo menos denso que de costumbre y vuelvo a llegar con tiempo de sobra.
Entro en el edificio y me dirijo a la primera planta, donde está Recursos Humanos. Al entrar en la sala de espera, la señora que estaba el otro día tras el mostrador me mira por encima de las gafas. Seguidamente coge el auricular del teléfono y se comunica con alguien al otro lado de este.
—¿Señorita Álvarez? —me pregunta mientras me mira con las gafas esta vez en la mano. No me ha dado ni siquiera tiempo a sentarme a esperar.
Me acerco sorprendida al mostrador. No hay nadie esperando en la sala.
—La esperan. Última puerta del pasillo.
—Muchas gracias —contesto con un ligero sentimiento de recelo.
Soplo, soltando todo el aire que retengo dentro de los pulmones. Estoy nerviosísima, no sé como voy a poder controlar los nervios. Respiro profundamente y vuelvo a soltar el aire mientras avanzo por el pasillo. Me coloco bien el traje antes de traspasar la puerta que me separa de mi entrevistador. Golpeo suavemente con los nudillos en ella.
—¡Adelante!
Espero que esta vez la entrevista no sea tan fría como la anterior.
Respiro hondo mientras me deseo suerte.
Abro la puerta.
—¡Buenos días! —digo mientras esbozo una tímida sonrisa.
—¡Buenos días, señorita Álvarez!, al final va a tener usted suerte, siéntese por favor —me recibe con gesto arrogante y desconfiado.
Me siento en la única silla que hay disponible frente a mi duro e implacable entrevistador. Trato de tragar saliva. Me mira por encima de sus gafas. Sus ojos se clavan como dardos en los míos como si quisiera descubrir en qué estoy pensando. Un escalofrío me recorre la espalda, tengo las manos heladas y no soy capaz ni de pestañear. La tensión se puede cortar con un cuchillo. No sé cómo puedo mantener el temple. Me mira con mucha atención.
Desde el minuto uno… haciendo presión.
—El puesto que queremos cubrir, señorita, es más importante de lo que usted pueda llegar a imaginar —su arranque me desconcierta—. Se necesita tener mucha personalidad, ganas de trabajar, espíritu de sacrificio y un conjunto extenso de cualidades que me extraña que alguien tan joven como usted, pueda reunir.
Yo le miro sin mostrar atisbo alguno de mis emociones, seria y sin apenas pestañear; de todos modos no podría.
—Me gustan los retos —me atrevo a decir—. No me asusta trabajar, mejorar e incluso, si es necesario, multiplicarme —los ojos se me abren como platos, no me puedo creer que todas esas palabras estén saliendo de mi boca sin control.
—Bien señorita. Parece que está dispuesta a trabajar duro.
—Por supuesto —contesto tajante, sin dejar de asombrarme a mí misma.
Con gesto serio e impenetrable coge el auricular del teléfono y aprieta un botón; enseguida le contestan.
—¡Pase por mi despacho, la señorita Álvarez ha terminado conmigo! —vuelve a mirarme como si se sintiera satisfecho de sí mismo.
—Ya he terminado con usted.
Me quedo sorprendida: ¡¡Ya!! ¿Ya está todo? ¿Ya acabó la entrevista? El desconcierto se apodera de mí.
—Le doy mi visto bueno para que la secretaria del señor Carson se entreviste con usted. Tendrá que ir con ella a otro despacho, señorita Álvarez. Espero que se cumplan sus perspectivas. Aproveche bien esta oportunidad.
¿Cómo? ¿Qué? No entiendo nada.
—Veo que se ha quedado usted… —dice con gesto pensativo— digámoslo así… ¿Perdida? —se quita las gafas y me mira con detenimiento mientras se recuesta en su asiento—. No se preocupe, esto no se ha acabado aquí. Tiene usted la oportunidad de convencer a la persona que en estos momentos se dirige hacia aquí, de que merece el puesto que se le ofrece.
Antes de que pueda reaccionar… llaman a la puerta.
—¡Pase, por favor! —dice mi entrevistador.
—¡Buenos días, señor Ibarra! —una voz femenina se escucha a mi espalda.
—¿Señorita Álvarez? —se coloca junto a la mesa del despacho, frente a mí y me extiende la mano para que se la estreche—. Me llamo Isabel Gómez. —Me doy cuenta de que mis manos están empapadas en sudor, los nervios me están jugando una mala pasada; me seco con disimulo la mano en el pantalón y se la estrecho.
—Señora Gómez. Le doy el visto bueno para que entreviste a esta joven.
—Bien, —dice esta con una amplia y cálida sonrisa—. Espero que el señor Ibarra no le haya intimidado. Es un hombre implacable, capaz de sacar lo mejor y lo peor de los candidatos.
El señor Ibarra sonríe complacido. Parece que le encanta hacer sufrir al personal. ¡Será tirano...!
—No me he sentido intimidada —le digo tratando de autoconvencerme. ¡¡Vaya que no!!
—Por favor, acompáñeme señorita Álvarez; tenemos que continuar.
—Señorita, encantado de haberla conocido —el señor Ibarra se levanta, extiende su mano para que se la estreche y así lo hago.
Me levanto y acompaño a la señora Gómez.
Salimos al pasillo. Me conduce a través de otra puerta y otro pasillo aún más largo. Llegamos a los ascensores internos del edificio, supuestamente solo utilizados por trabajadores autorizados puesto que ella abre la puerta de este con una llave especial. Me hace un gesto con la mano para que entre en él. Estoy hecha un flan. “¿Qué será lo que me espera?”, me pregunto.
Pulsa el botón del último piso: el número seis.
Me cuesta respirar, hace un calor agobiante en el ascensor y el trayecto se me hace interminable. Por fin se abren las puertas. ¡Qué gusto! El pasillo es mucho más amplio y no hay tantas puertas como en el anterior.
Me conduce por el extremo derecho del pasillo hacia un despacho grande de planta cuadrada. Tiene dos mesas de oficina idénticas al fondo, una a la derecha y otra a la izquierda. Justo detrás de cada mesa hay una puerta. Al principio de la sala tanto al lado derecho como al izquierdo, un sofá y dos sillones que comparten una mesa baja, supongo que para las visitas. Hay otra puerta, está al lado derecho entre la mesa de Isabel y los asientos para las visitas. El fondo del despacho es una amplia cristalera desde el suelo al techo que llena de luz la estancia y por la que se pueden ver otros edificios cercanos. La señora Gómez se acerca a su mesa, la que está a mi derecha.
Se vuelve hacia mí. Yo me quedo de pie junto a los asientos, a la espera. Estoy tensa como las cuerdas de una guitarra.
—Siéntese, por favor.
Tomo asiento.
Observo que la otra mesa está vacía y totalmente recogida. Solo hay sobre ella un teléfono con una pequeña centralita, un ordenador y una lámpara de sobremesa. Quizá es la que yo, supuestamente, voy a ocupar. “¡No te hagas ilusiones, Marian!”, me reprocho.
La señora Gómez tiene aproximadamente cuarenta años. Viste elegante y luce media melena de color castaño. El cutis bien cuidado, ojos alegres y amplia sonrisa. Prepara cuidadosamente una carpeta con documentos sentada en su sillón de diseño moderno en piel de color negro. Se gira hacia mí mientras se levanta.
—¡Señorita Álvarez, pase por aquí por favor! —me indica justo la puerta que está detrás de ella. Queda un espacio amplio entre su mesa y la puerta.
Entramos en un despacho rectangular grande y luminoso. El mobiliario es de diseño vanguardista: de color blanco y rojo. A la izquierda está la vidriera y delante de esta, hay una mesa de despacho de color blanco, con un portafolio de color rojo sobre ella. La pared que tengo delante da buena muestra de la longitud del despacho; delante de esta hay un mueble bajo de color blanco, debe tener unos tres metros de largo por medio metro de alto, con dos puertas de color rojo al lado izquierdo y otras dos puertas al lado derecho; el centro del mueble está dividido en cuatro huecos. En la pared justo encima del mueble hay una lámina enorme en tonos: negro, gris, rojo y blanco; en ella se puede ver el edificio sede de la compañía en Washington. Al lado derecho del mueble, a continuación de este, un sofá de piel blanco con una mesa de cristal de color rojo. En el centro de la pared opuesta a la vidriera hay una puerta. Frente al sofá, dos sillones pequeños, con ruedas, en piel color blanco.
La señora Gómez acerca uno de los sillones a la mesa del despacho.
—¡Siéntese por favor! —Ella se sienta al otro lado de la mesa, saca unos documentos de la carpeta y a continuación se acerca a la puerta que está en el lado opuesto y la abre. Entra en el otro despacho y, pocos segundos después, sale de él y deja la puerta entreabierta, para volver a sentarse de nuevo frente a mí.
—¿Quiere un café, agua o algún refresco? —me pregunta amablemente.
—Por favor, un vaso de agua, si no es molestia. Gracias.
Se acerca a la mesa del primer despacho y ordena a alguien que le traiga un vaso de agua. Seguidamente la persona se mueve con rapidez y en pocos segundos la señora Gómez me trae el vaso de agua. Me lo ofrece, lo cojo con ligero nerviosismo, le doy dos sorbos pequeños y lo coloco con cuidado encima del posavasos de papel que ha dejado sobre la mesa.
—¡Bien, ahora vamos con lo importante! El señor Ibarra es el psicólogo-sociólogo responsable de Recursos Humanos de nuestra empresa. Él suele entrevistar por segunda vez a todos los candidatos que cree que pueden ser interesantes y estar cualificados para cada puesto; hace una criba y vuelve a entrevistar a los definitivos. En este caso, a los tres definitivos para este puesto los entrevisto yo. De las tres personas seleccionadas nos decantaremos por la mejor. Le informo primero en qué consiste este puesto y después resolvemos todas las posibles dudas. ¿Le parece bien?
—Sí —digo con timidez.
—El Señor Carson, presidente de la compañía, necesita una persona de confianza: joven, dispuesta a viajar y sobre todo a trabajar. Se trata de llevar su agenda, asistirle en reuniones y ayudarle en los asuntos que lo requieran. En tres meses, poco a poco se pondrá al día, no se le exige la perfección de inmediato. Tendrá ayuda y apoyo tanto por mi parte como por parte del señor Carson. Le garantizo que se sentirá cómoda y sobre todo apoyada al máximo. Sé que es extraño esto que le digo, pero el señor Carson lo exige así. Quiere que la persona que va a estar tanto tiempo con él se sienta cómoda, ya que viajará y pasará tiempo alejada de su familia, el trato que se le dará será de persona de “confianza“.
¿Persona de confianza? ¿Así, por las buenas? ¡Esto me parece surrealista!
Seguro que es un multimillonario arrogante, altivo, con aire de superioridad, de los que mira por encima del hombro y mil cosas más que se me ocurren.
Ella se da cuenta de la cara que pongo mientras me confieso mis propios pensamientos.
—Su cometido, créame —dice—, es más sencillo de lo que usted cree. Es solo cuestión de tiempo; usted misma dijo que no le importaba trabajar, mejorar, aprender y, si fuese necesario, multiplicarse. No va a ser necesario que se multiplique, eso nunca se le va a exigir. No tema.
—Tres meses tengo para ponerme al día —recalco.
La verdad es que no me parece imposible ponerme al día en tres meses. No me puedo permitir el lujo de pensármelo. He de intentarlo, necesito este trabajo como sea. Hace por lo menos un siglo que no he estado tan cerca de conseguir un trabajo con semejantes perspectivas.
—Disculpe que le haga una pregunta: me ha dicho que somos tres personas las seleccionadas, ¿puede usted decirme… si estoy ya elegida para el puesto… o… todavía tienen que elegir a un candidato?
—Es usted muy rápida señorita Álvarez. Usted ha sido elegida. En el caso y, solo en el caso de que no acepte, se llamará a la siguiente candidata. Tenga en cuenta que el señor Ibarra es una pieza clave de esta compañía, su olfato para seleccionar el personal es infalible, muy pocas veces se equivoca. En usted ve unas cualidades francamente buenas. Tendremos tiempo de comprobarlo. Le dejaré unos minutos para que se lo piense y volveremos a retomar el tema. ¿Le parece bien?
—Sí. Gracias —la verdad es que necesito tomarme un respiro.
Al salir del despacho cierra la puerta.
¡¿Qué demonios estoy haciendo aquí?!
No creo que esté preparada para este puesto, no tengo experiencia —los nervios hacen verdaderos estragos en mí—. Tampoco tengo mucho donde elegir, me digo.
—¡Qué diablos, tendré que intentarlo, no tengo nada mejor! —me lamento en voz alta—. Necesito trabajar como sea y si he de empezar como asistente… puede que sea lo más cerca que voy a estar en mi vida de un puesto en Dirección. El estudiar una carrera no le garantiza a nadie que puedas ejercerla. Hay que tener hoy en día mucha suerte o un buen “enchufe” claro está. En fin… ¡que sea lo que Dios quiera! —suspiro resignada.
Diez minutos más tarde la señora Gómez entra por la puerta, se sienta nuevamente en la silla frente a mí.
De repente… Una voz masculina suena detrás de mí.
—¡Isabel, por favor!
Me quedo sorprendida. Pensaba que no había nadie en el otro despacho y yo… expresando mis pensamientos en voz alta, ¡qué vergüenza! Noto como se me sube el pavo sin remedio.
Isabel se levanta y me indica con la mano que haga yo lo mismo.
—Sígame de nuevo, señorita Álvarez.
La sigo. Entro en el despacho que está situado detrás de mí.
Un hombre de un metro ochenta aproximadamente, vestido con un traje azul marino inmaculado, se encuentra de pie de espaldas a nosotras, mirando a través de la cristalera. Su cabello es castaño, ligeramente ondulado, con algunas canas muy difuminadas que apenas se aprecian.
Se gira hacia nosotras en cuanto se percata de que entramos.
Debe rondar los sesenta años bien cuidados. Desprende carisma. Vaya; parece una persona interesante.
Me brinda una amplia y cálida sonrisa mientras sus grandes ojos verdes me miran con familiaridad.
—Señorita Álvarez, me es grato conocerla —se acerca a nosotras rodeando la mesa con sutil y natural elegancia. Es una de esas personas con encanto natural; de las que te sorprenden gratamente y no sabes porqué. En el mismo momento que se dirige a mí, me extiende la mano. Yo se la estrecho mirándole directamente a los ojos.
—Veo, señorita Álvarez, que tiene dudas sobre el puesto que ofrecemos. Discúlpeme, deje que me presente, soy el señor Carson.
Me quedo con la boca abierta. Sin duda ha escuchado toda la entrevista e incluso mis conclusiones en voz alta. “¡Marian contrólate que te tiemblan las piernas! Esto no te lo esperabas”, me digo.
—Siéntese, por favor —me indica una de las sillas de diseño situadas frente a él, mientras vuelve a rodear la mesa para sentarse en su cómodo y moderno sillón de cuero negro. La señora Gómez se sienta en la otra silla junto a mí. Se acomoda el nudo de su elegante corbata de franjas anchas en diagonal de tres tonos: desde el azul cielo hasta llegar al azul marino, con finas franjas rojo rubí intercaladas. Me sorprende observar que carece prácticamente de ese acento característico que los americanos tienen cuando hablan español. Su pronunciación es casi perfecta.
—Señorita Álvarez, el puesto que se le ofrece es sencillo y rutinario. Hemos podido comprobar sus referencias. No tiene experiencia en el puesto que le ofrezco pero… parece ser que es muy trabajadora y que dispone de iniciativa propia. Créame joven, eso es algo que valoro mucho en las personas: iniciativa, voluntad, perspectivas… Sí señor, muy buenas cualidades para empezar. El contrato que le ofrezco es fijo y con posibilidades de mejorar dentro de la empresa. Siempre están las puertas abiertas a todos los trabajadores que quieran escalar posiciones. ¿Entiende a qué me refiero? Una de las oportunidades que se abren hacia el puesto que va a ocupar o que podría ocupar en un futuro, es ejercerlo en nuestra sede central en Washington. E incluso en cualquier destino donde nuestras filiales estén presentes.
No dejo de mirarle a los ojos, atenta a sus palabras. En contra de mis primeras impresiones puedo asegurar que no es ningún engreído y arrogante millonario. Sus sencillas y sinceras palabras me tranquilizan; su forma de dirigirse a mí y mirarme, por extraño que parezca… me da seguridad. Él también me mira directamente a los ojos, hay momentos en que creo que sus ojos me sonríen. Absurda observación por mi parte.
Un contrato fijo. Nunca he tenido la oportunidad de permanecer más de tres meses en un trabajo, me entusiasma la idea. Me resolvería muchos problemas y podría ayudar a mi madre un poco, puesto que siempre se ha sacrificado para que yo pudiera estudiar y encima me ayuda a sufragar los gastos que me produce vivir con Andrea. Lo de ejercer el puesto en un futuro en Washington o cualquier destino donde estén sus filiales… siempre es un aliciente más. De todos modos es una posibilidad muy lejana aún para mí. Lo de Washington… sí me seduce. Siempre he tenido ganas de viajar y conocer Estados Unidos. El presupuesto no me ha dado para hacerlo. Espero que por fin tenga esa oportunidad.
—Si con el transcurso de un tiempo prudente, usted quiere renunciar al puesto porque no se sienta a gusto, o crea que no está suficientemente capacitada para él, le permitiremos sin ningún problema abandonarlo. Necesito a una persona que esté cómoda y a gusto conmigo, que me ayude a organizar el día a día. No va a estar esclavizada como muestran en alguna de esas películas… ya me entiende.
Hace una pausa.
Los tres nos quedamos callados, yo ordenando mis pensamientos y ellos esperando a que diga algo.
Finalmente me decido a probar. ¿Qué voy a perder?
Nada. Más bien todo lo contrario. El tener un trabajo fijo y seguro me va a dar estabilidad en todos los sentidos: económica, recompensa a tantos años de estudio, de días y noches sin poder salir, sin poder divertirme, fuera trabajos precarios de sueldos irrisorios, un planteamiento de vida futura con al menos expectativas… y Carlos.
Carlos es una buena expectativa.
Tener este trabajo también va a influir en que no me sienta en desventaja con él. Él tiene proyectos de futuro, los va culminando poco a poco. Ya vive independiente. Tiene su propia casa, su propia vida. Es algo que envidio, y no solo en él, en cualquier persona.
—Está bien, acepto el puesto —me dirijo al señor Carson, segura de mí misma.
El señor Carson esboza una sonrisa de satisfacción y se anima a explicarme con calma todos los pormenores y a despejar todas las dudas posibles que tuviera.
La señorita Gómez sonríe complacida, me anima.
—¡Todo saldrá bien! —me dice.
Seguidamente la señora Gómez pone sobre la mesa dos contratos, uno de ellos es de confidencialidad.
Ellos esperan pacientes a que lea ambos contratos. Los firmo. La alegría comienza a aflorar en mi interior. Me dan ganas de ponerme a dar saltos, pero… no es el momento.
—Señorita Álvarez —se dirige a mí el señor Carson—, se le facilitará una tarjeta de empresa con un importe mensual de mil quinientos euros para vestuario, gastos extras, etc. Tendrá una persona que se encargará de orientarla a la hora de qué ponerse para las diversas reuniones, almuerzos y eventos a los que tendremos que asistir hasta que lo haga usted por sí sola. Tiene también un utilitario a su disposición y…
¡Dios mío! En mi cabeza no entra más información, creo que me voy a desmayar. Esto es increíble, estoy en una nube y necesito poner los pies sobre la tierra.
—Señorita Álvarez, creo que es suficiente por hoy. El próximo lunes puede empezar a trabajar. Su despacho es el que está junto a este —me indica con la mirada el despacho que tiene los muebles blancos y rojos. Me tiende la mano derecha y se la estrecho nuevamente—. Ha sido todo un placer señorita.
—Lo mismo digo, señor Carson.
Isabel me conduce por los ascensores internos hasta la planta baja del edificio. Durante el trayecto me informa, extraoficialmente, que era la mejor candidata. Y que no era necesario que tuviera experiencia en un puesto similar. El señor Carson buscaba una persona que se adaptase a él y ha pensado que no hay nada mejor que una persona que no haya ocupado un puesto así. Él prefiere a alguien que se adapte a él como un guante a una mano. Prefiere moldearme, darme forma. Quiere una persona a la que no haga falta decirle nada, que con solo una mirada sepa que es lo que quiere, que sepa lo que necesita en cada momento… Eso me parece algo más que complicado, pero no imposible. Todo se andará.
Tras despedirme de la señora Gómez hasta el lunes, salgo con paso firme de la filial y me dirijo al coche corriendo. ¡Madre mía, no puedo más! Tengo la cabeza que me va a estallar, no soy capaz de asimilar todo lo sucedido en el interior del edificio que acabo de abandonar. Sigo sin creerme que tenga por fin trabajo. Respiro profundamente y exhalo con fuerza como si pudiera expulsar por la boca todos los nervios que están dentro de mi cuerpo. Tras algunos minutos sentada en el coche, mis pulsaciones se regulan poco a poco y los nervios también. Arranco el coche y me dirijo a casa esperando que Andrea se encuentre allí, esperándome para contarle todos los pormenores de la entrevista.
No hay nadie en casa. ¡Qué fastidio!
Me voy a mi cuarto para cambiarme la ropa que llevo puesta por otra más cómoda.
Tranquilamente voy a la cocina para tomar un vaso de agua. Pierdo mi mirada a través del ventanal. Trato de reflexionar, pero no puedo. Con paso lento y pesado me dirijo al salón. Me hubiera gustado que Andrea hubiera estado aquí. He tenido que apaciguar mi exaltación. Me tumbo perezosa en el sofá esperando que la cabeza pare de dar vueltas a lo acontecido.
¡Imposible!
Alguien me está zarandeando.
—¡Cuenta, cuenta!
—¡¡Dios mío, Andrea, me has asustado!! Esperaba que estuvieras aquí —la miro extrañada y algo malhumorada.
—Me llamó mi padre. Necesitaba que le hiciera un favor —aclara.
—Bueno. Si es así… te lo perdono —hago una mueca.
Le cuento todo con pelos y señales, le enseño los contratos y la Visa. Se queda flipada cuando le digo que voy a disponer de un coche y que además me pagarán la gasolina.
—El viernes me traen el coche para que pueda ir el lunes a mi nuevo puesto de trabajo. ¿Qué te parece? —reboso entusiasmo.
—¡Madre mía! Ha merecido la pena la espera y el sueldo… no está mal. Espero que no te exploten como a esos altos ejecutivos que se ven en las películas —dice con tono rimbombante—. He de reconocer que es una oportunidad estupenda, esperemos que no te pases mucho tiempo viajando, te echaría mucho de menos —hace pucheritos—, y… también Carlos.
Qué alivio, temía que no me diera el visto bueno.
—El viernes por la noche lo celebraremos por todo lo alto —dice mi amiga muy animada—. Carlos se va a alegrar por ti. Lo deseaba tanto como tú.
—Siempre me ha apoyado y me ha dado ánimo. Decía que no había que perder la ilusión. Es normal que pensemos que la carrera que estudiamos es la que más nos conviene y la que debemos ejercer. No resulta fácil encontrar el puesto que deseamos cuando acabamos la carrera. Hay veces que tenemos que comenzar por otros para acabar ejerciendo el que realmente queríamos, el que tantos años de sacrificio nos ha llevado. Pero es lo que hay.
—Tienes razón. Hay veces que hay que dar un buen rodeo para llegar a donde queremos llegar. Nada es fácil, amiga. Pero mira por donde… muy alejada no te has quedado.
—Ya lo creo. Tengo que aprovechar esta oportunidad.
—Marian, tenemos que llamar a Carlos y contárselo.
—Síííí, ahora mismo lo hago.
Cojo el móvil y marco. Estoy nerviosa, sé que se va a alegrar, él siempre me anima.
—¡Carlos!
—¿Marian? —le noto sorprendido.
—Carlos. Tengo algo que contarte.
—¿Qué tal? Te noto alterada.
—Muy bien… oye… he de contarte una cosa —le digo apremiada por la alegría.
Se hace un corto silencio.
—¿De qué se trata? —me pregunta intrigado.
—He encontrado trabajo y esta vez nada de suplencias de dos semanas o un mes en periodo de vacaciones. Es un trabajo firme. ¡¡Ya he firmado!! ¡El contrato es fijo! —no puedo reprimir la emoción—, por fin adiós a gran parte de los problemas.
—Me alegro Marian, ¿pero cómo no me contaste antes que tenías un posible trabajo entre manos? Es…, es… estupendo —dice eufórico.
—Perdona. Pero es que… no quería hacerme ilusiones así que… lo omití.
—¿Viste la posibilidad de que te lo dieran?
—Bueno… en cierto modo sí, pero hasta estar segura he preferido no decirte nada. Siempre existe la posibilidad de llevarte un chasco. He de confesar que en el fondo sí estaba un tanto ilusionada.
—Ya veo. Lo has disimulado bien.
—Quiero celebrarlo, me gustaría que el viernes nos juntáramos los tres, te contaré todos los pormenores, es en una gran empresa Carson Project Spain.
—¡Eso está hecho! Es una buena noticia y no se merece menos.
Se hace un silencio largo entre los dos.
Soy consciente de lo que calla. Sus sentimientos.
Suspiro.
—Bien. Carlos… te llamaré el jueves para ver dónde y a qué hora quedamos. ¿Te parece?
—Sí, me parece bien.
—Hasta el jueves, Carlos —suspiro de nuevo.
—Hasta el jueves… Marian.
Andrea me mira con cara de pillina, su sonrisita es irónica y se está mordiendo el labio. Está entusiasmada.
—¡Andrea, no me mires así, por favor!
Suelta un chillido de alegría y patalea sentada en el sofá.
—¡Dios, no hay quien te aguante! Siempre estás con lo mismo. Carlos y yo.
¡Amiga pesada y persistente!
Seguidamente me marcho a mi habitación enfurruñada.